Anatomía de la memoria. Eduardo Ruiz Sosa

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Anatomía de la memoria - Eduardo Ruiz Sosa


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una trampa;

      Ya murió, o creo que ya murió, o que ya debería estar muerto de tanto tiro que le dieron en la espalda y en las piernas. No he vuelto a verlo. Pero cuando Eliot Román todavía estaba en vida, en aquellos tiempos, tenía una facilidad insoportable para robar libros. Era muy amigo de Isidro Levi, y a él también le robó un montón de libros. Isidro lo sabía y lo dejaba, decía que eran préstamos sin retorno, y nunca se los reclamó. Llenó un par de maletas, creo que eran verdes, como de piel de dinosaurio, prestaba los libros y a él tampoco se los regresaban, y entonces volvía a robar. A veces en las bibliotecas públicas, a veces en las librerías, a veces en las casas de estudiantes y en las de profesores y a veces robaba el mismo libro varias veces;

      Intencionalmente, quizás;

      Quizás, o puede ser que no siempre. A veces en un libro había cosas anotadas y procuraba recuperarlo. Eliot Román, porque había nacido en un margen y había vivido en los márgenes, hacía anotaciones en los libros;

      Algo importante habría escrito en algún libro;

      Eso es lo que siempre creemos, y por eso Eliot Román perseguía libros, porque hay gobiernos que persiguen lectores. Pero nosotros no leíamos tanto;

      Y ¿para qué eran los libros, Juan Pablo?;

      No me haga recordar, Salomón, no me pregunte si Eliot Román iba de arriba abajo con dos maletas rojas como de piel de manzana, llenas de libros marxistas, leninistas, o de Mao y Trotsky y Ho Chi Minh o si hablaba en voz alta de la guerra de Vietnam o de Laos y Camboya; yo no quiero saber si en aquellos años él iba de una casa a otra cargando los libros, prestándolos y perdiéndolos cuando la policía política encontraba el escondite de algunos compañeros. No me interesa recordar a cuántos una bala les atravesó el pecho luego de atravesarles el libro que llevaban escondido entre los pantalones. No quiero saber, y usted tampoco, que alguna vez, pensando en que era más seguro, enterró las maletas, amarillas de piel de jirafa, en el patio de una casa, debajo de un arrayán y una ceiba pequeña, y que volvió a las semanas y en lugar de desenterrarlos y llevárselos, enterró más y más, y cada tanto tiempo la biblioteca subterránea iba creciendo, y los que querían libros, cuando Eliot Román ya no podía cargar con ellos porque era demasiado peligroso, o porque él decía que era demasiado peligroso, cuando ya no podía ir con las maletas llenas ni con los libros metidos en el pantalón y debajo de la camisa, porque así no se puede correr delante de las patrullas y los perros, todo eso, pues, se lo digo, Salomón, escúcheme, era que entonces alguien le decía a Eliot Román:

      Quiero leer tal cosa o tal otra,

      y Eliot entregaba un mapa de aquel patio con indicaciones de dónde y a qué profundidad se podía encontrar cada libro:

      había lecturas menos peligrosas, que estaban enterradas casi a ras de suelo, o incluso entre algún matorral, debajo de una piedra de justo tamaño, o a esa profundidad a la que uno podía llegar con algunos arañazos terrícolas, o luego de un delicado barrer de arqueólogo sobre las ruinas de la ciudad libresca; y había libros que costaban la vida, y que estaban muy profundo, entre las raíces de los árboles, y a los que había que dedicar algunas horas de minería y excavación, donde se descubre que el libro está dentro de un pozo y que cuando uno lee las palabras, lo único que hace es cambiar su lugar por el del libro:

      sale el libro del pozo y entramos nosotros,

      pero no me pregunte, Salomón, yo no quiero saber nada de eso, yo nunca leí ninguno de esos libros;

      Y ¿qué hacías con los libros?;

      Eliot Román te diría que todo aquello, la Enfermedad, esos años, los incendios, era producto de las lecturas, que todos los compañeros leían y leían, pero lo cierto, lo que de verdad recuerdo, es que Eliot Román nos perseguía, un día sí y otro también, hablando de guerras y cañas de azúcar, insistiendo en la necesidad de ser comunistas reales, anarquistas reales, estudiantes reales, como si algo de aquello tuviera sentido de verdad, como si no estuviéramos soñando. Estoy seguro de que si no fuera porque lo hubieran metido preso habría seguido a los otros, a los contrarios, a Ellos, con libros adecuados a sus ideologías:

      Hay que educar al enemigo, diría Eliot Román;

      ¿Qué pasó entonces, quién le disparó, qué pasó con la biblioteca?;

      pero Orígenes ya no hablaba, o no quería hablar: a veces pasaba que echaba un vistazo a su propio cuerpo y se daba cuenta de que en la mesa había un cigarrillo encendido, en la boca tenía otro más, humeante, y un tercer cigarrillo en la mano a punto de encenderlo: lo que Orígenes veía ahí no era el descuido, sino el cuerpo de la desmemoria; y Salomón, que no quería quedarse con la historia a medias, sabía que era momento de revelarle:

      Anoche hablé con Eliot Román;

      y mientras apagaba los dos cigarrillos encendidos, y guardaba el tercero, y sacaba un cuarto para encenderlo y empezar de nuevo, Orígenes respondió:

      Hablaría usted con su recuerdo, o con su fantasma;

      Eliot Román no está muerto, Juan Pablo, y me dijo que usted le devolvía los libros sin leerlos. Dice que era capaz de saber cuándo un libro había sido leído y cuándo no, y que usted no los leía nunca, pero que se los devolvía rayados, subrayados, llenos de notas, llenos de escolios o añadiduras, algunos dibujos tal vez, pero sobre todo palabras, le devolvía libros más llenos de palabras, desbordados de sus propios márgenes, como si a una persona sana se le inyectara más y más sangre hasta que se hinchara como un sapo podrido y el corazón ya no pudiera más. Esos libros que Juan Pablo me regresaba, me dijo Eliot Román, déjeme leerle la transcripción, tenían el corazón despedazado, eran otros, no sabían ya de su identidad, no sabían si eran libros combatientes o libros de poemas, aunque la poesía puede ser un combate, pero esos libros no sabían si eran una historia nacional o una receta de cómo olvidar lo que nadie recuerda, cosas así,

      según él, usted era el que escribía en los márgenes;

      Los muertos son muy mentirosos, Salomón, usted no lo sabe;

      pero el biógrafo continuaba:

      Yo le pregunté a Eliot Román:

      ¿Qué escribió Juan Pablo Orígenes en aquellos libros?;

      y Eliot Román respondió:

      Orígenes escribió frases sueltas, su caligrafía era reconocible, la tinta siempre azul, una redondez escurrida hacia afuera y hacia arriba; y luego estaban las sentencias: Orígenes era un escritor de versos dados, un hacedor de grafitis, por eso lo reclutaron, por eso algunos me dijeron que había que Enfermarlo, por eso, cuando por fin un día escribió:

      Si la Enfermedad es ser revolucionario, no habrá remedio que nos cure,

      supimos que Orígenes ya era un Enfermo, y que de los márgenes de los libros debía pasar a los márgenes de la ciudad;

      ¿Fue entonces cuando Juan Pablo Orígenes comenzó a escribir grafitis?;

      ¿Qué libro, qué lienzo es más grande que el mismo mundo?,

      Salomón leía en voz alta las palabras de Eliot Román:

      Él nos ofreció palabras, nosotros le ofrecimos páginas. No importaba si era un poeta o si era un imbécil, lo que importaba es que sabía decir, en unas pocas palabras, lo que todos queríamos decir y nunca logramos condensar: Juan Pablo Orígenes era un condensador. Los muros de la ciudad lo mismo servían para exponer ideas que para exponer el miedo, el miedo que queríamos infundir en los otros, y Juan Pablo lo entendió perfectamente;

      ¿Todo eso está escrito en los libros de la Biblioteca Ambulante?;

      La biblioteca dejó de ser ambulante cuando enterré todos los libros, dijo Eliot Román;

      ¿Está enterrada la escritura de Orígenes?;

      Algo quedará, seguramente, pero sus mejores escrituras, sus palabras más ardientes, ya fueron borradas. Hay, creo, en lo alto de un muro del mercado, alguna de sus últimas frases, quizá la distracción la dejó ahí olvidada. Pero


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