El arte del amor. Miranda Bouzo

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El arte del amor - Miranda Bouzo


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       Alice y Jürgen

       Si te ha gustado este libro…

      Lo que más necesito de todas las cosas es el color.

      Claude Monet

      JÜRGEN

      Los rayos de sol sobre el rostro acabaron por despertarme como una terrible condena: la cabeza latía con vida propia como si fuera a estallarme, la boca seca y el cuerpo dolorido. Abrí los ojos con cuidado para no quedar ciego al instante, en efecto, tuve que hacer dos intentos más antes de poder enfocar la vista en el techo.

      «Bien, Jürgen», me animé. Era una habitación de hotel, una suite, «menos mal». ¿Cuántas veces había despertado ya en casa de alguien desconocido? Apoyé los codos sobre las sábanas para poder mirar alrededor. Un baño a la izquierda, cristaleras grandes cubiertas por cortinas finas y blancas inmóviles, un escritorio pequeño y unas sillas. Toda mi ropa, los vaqueros y una camiseta negra en el suelo, más allá, cerca de la puerta, la cazadora de cuero. Sentí mi propia desnudez bajo las sábanas de hilo, pero ni rastro de la ropa interior.

      No tenía la menor idea de dónde estaba, ni la ciudad ni el país, ni siquiera qué día de la semana era o cómo había llegado hasta allí. Casi con temor miré a mi lado, pelirroja. Sin nombre. Su ropa cuidadosamente doblada sobre la silla. Intenté salir de la cama despacio, lo que menos necesitaba en ese momento era que esa chica se despertara. ¿Era mi habitación o la suya? «Joder, tío, ¿a qué límite has llegado?», me dije cabreado.

      Con los ojos entornados llegué hasta las cortinas y las descorrí con suavidad para no despertarla. El fuerte sol me cegó un instante y suspiré cuando vi a través de los cristales los tejados de la ciudad. Cientos de cúpulas rasgando el azul del cielo entre los edificios y la luz brillante del sol reflejada en ellos. Estaba en la ciudad eterna, Roma.

      Los recuerdos de la noche anterior comenzaron a venirme en forma de flashback y negué decepcionado. Ni siquiera había sido una noche memorable y la resaca duraría todo el día. El maletín con el cuadro seguía allí y podía respirar tranquilo. Soren me hubiera matado si supiera que había paseado aquella joya del Renacimiento por todo el barrio del Trastévere en mitad de una borrachera legendaria. Podían haberme robado, secuestrado y cien opciones más nada agradables, pero si algo he aprendido es que la mejor forma de pasar desapercibido es no haciéndolo.

      La suave melodía de Bach comenzó a sonar desde el bolsillo de mis pantalones tirados en el suelo, corrí justo cuando el volumen comenzaba a subir de tono en el móvil, lo cogí sin mirar el número de quien llamaba y contesté con un susurro.

      —Jürgen, dime que no te he despertado.

      La voz de Nela, la mujer de Soren, mi hermano, sonaba suave y comprensiva como siempre. Miré el reloj, las nueve.

      —No, no. Susurré yendo hacia el extremo opuesto de la habitación.

      —¿Interrumpo? Hablas tan bajo que casi no te oigo.

      —¿Qué quieres, Nela? Si llamas para saber si tengo el cuadro, dile a mi hermano que sí, ha sido fácil —mentí.

      La pelirroja acababa de despertarse y con una sonrisa apartó las sabanas, invitándome a volver a la cama. Con un gesto del índice sobre mis labios y una sonrisa encantadora que no sentía, le dije que se mantuviera en silencio un momento. Mientras Nela hablaba en mi oído miré a la mujer con atención. Era más joven de lo que solían gustarme, ni siquiera recordaba cómo se llamaba. La cabeza empezó a doler más y mi estómago se revolvió con angustia.

      —Soren está preocupado por ti, me ha pedido que te diga… —la voz de Nela seguía hablando, desde Waldhaus. Hacía meses que no veía a Soren y a Nela. Meses fuera del único lugar que podía llamar hogar, quemando las interminables noches y pasando cada día de resaca en resaca y de mujer en mujer. Huyendo de mí, en busca de algo que no lograba encontrar, fuera lo que fuera no estaba en Berlín, París, ni Roma, ni donde hubiera estado antes. Con la excusa de cumplir los encargos de Soren recorrí todas esas ciudades, llevaba una semana en Roma, o eso creo, pendiente de la subasta de ese cuadro. Había usado métodos poco honestos para hacerme con el lienzo que quizá hasta mi hermano desaprobaría.

      —Nela, mañana te veo.

      Colgué sin dejar que mi cuñada se despidiera. Era hora de volver a casa, a Alemania, a Waldhaus, hora de reencontrarme con mi hermano y con viejos recuerdos.

      La pelirroja descubrió su cuerpo en una clara invitación que no me atraía demasiado, me di cuenta de que seguía desnudo y recogí los pantalones del suelo con cierta timidez ajena a mí.

      —Perdona, preciosa, ¿esta es mi habitación o la tuya?

      JÜRGEN

      El viaje en avión lo pasé dormido, recuperando cada célula de mi cuerpo de los excesos del alcohol y la falta de sueño. Desperté justo al aterrizar en nuestro pequeño aeropuerto, iba sin maletas, en algún momento las había perdido en algún hotel o coche, ni idea. Agarré con fuerza el maletín con el lienzo. Soren estaría contento, hacía ya un año que le perdió el rastro a su juguete, en Berlín. Sus obsesiones acababan siendo las mías porque ahora no se podía mover con tanta libertad como antes, iba a tener un hijo. Otro de los motivos por los cuales me fui de Waldhaus, la casa del bosque había cambiado con la llegada de Nela, demasiado calor familiar para un sitio que siempre fue un mausoleo frío y sin amor, lleno de fantasmas y miedos.

      Tal vez Soren no quisiera vender «el cuadro de los papas» como lo llamaban desde el siglo XVI en que lo pintó Da Vinci para el papa León X, uno de los pocos encargos que consiguió realizar el pintor para la sede de la cristiandad. Quizá mi hermano quisiera incluirla en la colección de la familia, entre nuestros tesoros artísticos. Tendría que ser entre los privados porque ese cuadro no debería haber salido nunca del palacio episcopal del que lo robaron hacía ya dos años. Seguro que Nela no tenía ni idea de aquella subasta ilegal en la que habíamos participado. Por primera vez en días sonreí mientras conducía el coche de alquiler por la estrecha carretera, arropado por los altos abetos alemanes y pensando que debería comentárselo a ella en cuanto llegara y, de paso, cabrear a Soren. Me miré en el espejo del retrovisor, el verde de mis ojos era el mismo y las ojeras casi habían desaparecido, por fortuna mi cara ya no reflejaba la juerga de la noche anterior.

      Bajé demasiado deprisa la carretera, poniendo a prueba mis reflejos, hasta que tras una curva apareció el lago, y reduje la velocidad. El verano acababa y la paz volvería a aquel rincón de Baviera, al sur de Múnich. Los turistas y las familias se irían huyendo del frío y nos dejarían con un otoño helador tan cerca de los Alpes, y nieves más tempranas de lo normal. Estaba anocheciendo y la silueta blanca de Neuschwanstein dominaba el valle con la grandiosidad de sus torres, el castillo de cuento de hadas entre las montañas que atraía a turistas del mundo entero me dio la bienvenida. Dejé atrás la fortaleza y seguí la carretera adentrándome en los bosques. Aquella era mi tierra y mi hogar. No creo que pasara este invierno en la casa.

      Las verjas negras tardaron un poco más de lo acostumbrado en abrirse, la entrada a la finca estaba llena de guardas armados y se había doblado el número de cámaras en el exterior. O mi hermano estaba paranoico por culpa de la llegada de mi sobrino o algo inusual pasaba.

      Desde la garita dos guardias saludaron al reconocerme y, al fin, abrieron después de lo que pareció una eternidad.

      Waldhaus estaba iluminada por los focos del jardín, la luz se reflejaba en la antigua fachada de piedra blanca, en las ventanas ojivales que marcaban cada piso y en las cristaleras de las dos torres, a ambos lados del edificio central. Los tejados en forma pico brillaban bajo la luz artificial y la hiedra había comido parte de la fachada hasta alcanzar


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