El arte del amor. Miranda Bouzo

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El arte del amor - Miranda Bouzo


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Obligados a viajar por culpa de nuestro padre, o a estar internos en colegios, solo aquel lugar era el centro de nuestras vidas, allí crecimos y lloramos, a veces hasta reímos. Allí ya no quedaba nada de nuestro padre, Soren lo había enterrado en Berlín, donde ya no podría alcanzarnos nunca. Sus rígidas costumbres y su amor por las palizas y la bebida no nos hizo llorarlo precisamente.

      Entré bajo la atenta mirada de los guardias, dos de ellos, los que vigilaban la parte delantera, hicieron un movimiento con la cabeza a modo de saludo. Nada más atravesar las puertas de madera, con sus grandes cristaleras, el enorme cuadro de la entrada me dio la bienvenida, el lienzo del pintor Caravaggio me recibió con nostalgia, envuelto en el olor a manzana que provenía de las cocinas. Helga y su famoso pastel de manzana. Antes de que apareciera mi hermano cogí el maletín con el cuadro y lo dejé sobre la mesa del estudio, quizá debería haberle puesto un puto lazo rojo. Ya estaba en casa.

      ALICE

      Los nervios aún no se habían calmado, salí de Heathrow con la incertidumbre por encontrarme con Nela, había pasado demasiado tiempo y ahora, en el aeropuerto de Múnich, seguía temblando como una niña ante el primer día de colegio.

      Una decisión rápida, sin pensar, me había llevado hasta su nuevo hogar en Alemania, quizá la última discusión entre Colin y yo había sido demasiado fuerte, demasiados gritos y reproches para dos personas que se casaban en apenas unas semanas. ¿Cómo una simple conversación, un sonido del viento o una hoja al caer nos despierta del trance de saber que nuestra vida no va en la dirección adecuada, que tal vez, solo tal vez, podría vivir otra diferente? El camino no siempre es recto, pero ya había agotado todas las curvas posibles, viraje tras viraje, y Colin era mi recta, precisa e imperturbable, solo tenía que volver a encontrar la dirección correcta. No habíamos anulado la boda, al menos oficialmente él no, nos habíamos dado un tiempo para reflexionar y ya me arrepentía de ello.

      Esperaba que Nela ya estuviera allí, tras la línea de seguridad, con una sonrisa enorme. Tardé un poco más justificando en seguridad la cantidad de chocolate con menta que llevaba en mi bolso. Nela frunciría un poco el ceño al ver el color de mi pelo, una decisión que ni había pensado, cambié hace unas semanas el rubio por mi color natural, un castaño claro, ¡es que muchas cosas habían cambiado sin ella!

      Nela era risas y café por las tardes, confesiones y miradas cómplices. Tristeza por no vernos y un abrazo cálido cuando algo dolía, era el último caramelo de la bolsa y la alegría de compartirlo conmigo. Nela era la confianza de saber que en algún lugar del mundo estaba ella, la única persona que podía comprenderme porque Nela era el color azul, el de la amistad, los buenos consejos, el cielo de un día en Hyde Park…

      ¿Seguiría Nela con su olor a pintura y a rosas? La abrazaría como si fuera otra vez a escaparse de mi vida para vivir con un loco alemán que amaba tanto el arte como ella. A nuestro lado pasarían con sus gestos, su ropa, sus voces, uno y mil colores difuminados que nunca entrarían en mi vida, personas ajenas a ese reencuentro, y Nela sonreiría, porque ella no sabía que ya no podía verlos. Los colores habían muerto para mí hacia tanto tiempo que solo tenía un vago sentimiento de cómo eran y cómo los pintaba. Estaban entre mis recuerdos, mamá era el blanco con matices rosas como el color de sus mejillas… Mi padre, gris, del color de sus corbatas. Nela, azul y Colin, el rosa. Sabía que sonaba extraño, pero era como me sentía a su lado, cuando todo parecía perfecto entre nosotros y disfrutábamos al ver una película, sentados en el sofá de su casa. Así era antes, cuando podía pintar y cada sentimiento tenía un color, hasta que un día simplemente dejé de verlos, podía imaginarlos, pero no volví a sentirlos, y dejé de pintar.

      Volví al ruido del aeropuerto y esperé mi encuentro con Nela, un encuentro que fue muriendo mientras mis pasos me llevaban a los tornos de salida de la terminal. Tras la cinta de seguridad, no estaba ella. Confundida, miré a un lado y a otro. A mi alrededor, la gente se reencontraba: abrazos, saludos fríos, algún que otro cartel con el nombre de personas, nadie para mí.

      Se había retrasado, solo eso. Sonreí por mi estupidez y me deshice del bolso colgado al hombro. Me eché a un lado junto a los aseos y, para poder llamarla, me puse a buscar el móvil en la maraña de cosas que había llevado a mano. Mi pesado y enorme bolso, lleno de pequeñas cosas que la mitad de las veces no necesitaba, pero que estaban ahí, por si acaso.

      —¡Nooo!

      Alguien me empujó, el asa se me escurrió, no sirvió de nada que intentara poner mi rodilla para parar la imparable caída de todo el contenido sobre el suelo. Lo único que de verdad me importaba eran las tres tabletas de chocolate y menta de Hans Sloane, el mejor regalo que podía hacerle a Nela, su marca favorita. Las cogí casi en el aire antes de que tocaran el suelo y caí de rodillas.

      Unas botas de montaña, de puntera de acero, se detuvieron junto a mi preciada carga y un hombre se agachó junto a mí. Un mechón color miel le cayó sobre el rostro al coger la única tableta de chocolate que estaba en el suelo y la sostuvo dándole la vuelta con curiosidad.

      —¡Gracias! —esbocé al agarrar el extremo antes de que él me la devolviera.

      Entonces levantó la mirada, unos ojos verdes profundos del color de las hojas de menta bajo unas cejas más oscuras que el color de su pelo. Un rostro que hacía girar a las mujeres que pasaban a nuestro alrededor con todo el descaro del mundo. No soltó mi preciada carga como esperaba, sino que se levantó, y yo, desde el suelo, admiré su cuerpo. Unos vaqueros oscuros ceñidos a sus piernas y una camisa blanca remangada hasta los codos. Sin ninguna duda, deberían estar prohibidas esas camisas que tensan los músculos de los brazos y las espaldas anchas. Con una sonrisa, me tendió la mano, unos dedos largos con un anillo enorme en el índice. Miré su mano y su sonrisa, una después de la otra. Esos ojos debían estar prohibidos por alguna ley internacional.

      —¡Gracias! —balbuceé de nuevo, un momento antes de levantarme. Él seguía teniendo en la mano el chocolate de Nela y lo giró para verlo por un lado y por el otro—. Perdona, ¿puedes devolvérmelo? —pregunté con cierta timidez, impresionada por su descaro.

      Sonrió y, si pensaba que era guapo antes, ahora me pareció… buuf…

      —¿Es After Eight? ¿Eres inglesa? —preguntó con un profundo acento alemán en su perfecto inglés, devolviéndomelo sin borrar su sonrisa y esas finas líneas que rodeaban sus labios y alrededor de los ojos. La punta de mis dedos se rozó con los suyos y su enorme anillo brilló bajo las luces artificiales del aeropuerto.

      —Sí, es un regalo —volví a articular con poco acierto—. Estoy esperando a alguien.

      ¡Ojalá siguiera percibiendo los colores y pudiera clasificar en mi mente a ese descarado alemán!

      Las puertas de la terminal se abrieron y el olor a ese hombre, agradable y suave, a algo que no lograba ubicar en mi memoria, me llegó impulsado por el viento de fuera. Era casi invierno y en Alemania se presentía ya un frío horrible.

      Un grito me envolvió, aún con mi bolso en la mano, haciendo equilibrios, y la mitad de mis cosas en el suelo.

      —¡Alice!

      —¡Nela!

      Ahora sí, nos fundimos en un abrazo lleno de saltos, pisamos todas mis cosas, sin importarnos, y nos separamos un instante con los ojos como platos, sus ojos azules y los míos bajaron a la vez hacia lo que nos separaba varios centímetros. Una enorme barriga de embarazada que nos hizo reír aún más. No supe cómo actuar, tocar su vientre, prometerle que todo saldría bien ahora que estaba allí, o seguir llorando.

      Aparté la mirada buscando los pañuelos entre mis bolsillos y las lágrimas que luchaban por salir, llorar en público iba contra toda mi severa educación de manual inglés. Fue entonces cuando reparé en la sombra que permanecía a nuestro lado, en aquellos ojos verdes que nos observaban en ese momento que tenía que ser mágico y solo nuestro. Su pelo rubio oscuro se agitó de nuevo en torno al rostro y creo que suspiré ante aquel hombre y la fuerza que exudaba por cada poro, una energía capaz de barrer el aeropuerto entero.

      —Alice,


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