El arte del amor. Miranda Bouzo

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El arte del amor - Miranda Bouzo


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tenía por qué seguir escuchando a ese idiota prepotente, así que giré para irme sin que él lo impidiera.

      —¡Estás aquí, Alice! Te estaba buscando. —Nela se detuvo en seco para mirarnos a los dos con los ojos entrecerrados.

      —¡Eh, Nela!, ¿Qué tal mi hermano? ¿Ya le has cabreado bastante?

      —¡Cállate, Jürgen, disfrutas viendo a Soren así! Vamos, Alice, te enseñaré tu habitación. Luego hablaré contigo. —Amenazó con el dedo a Jürgen. Me giré en el último momento para ver cómo Jürgen volvía a recostarse en el banco y encender otro cigarrillo. Con la mano me dijo adiós de un modo tan irónico que hice una mueca irritada.

      Seguí a Nela al interior de la casa, escaleras arriba, sorprendida por la reacción que había tenido con Jürgen, como si debiera justificar mi forma de ser y mis pensamientos ante él.

      ALICE

      La habitación era preciosa, de techos de madera bajos y colores cálidos. La cama, enorme y alta, con una mullida colcha anaranjada. Entre los altos pinos la luz entraba a raudales a través de los ventanales. Una suave brisa se movía entre las ramas y lanzaba sombras sobre las paredes de piedra. Cuadros preciosos, reproducciones de Van Gogh, Cézanne, todas de pintores impresionistas, todas seguramente elegidas por Nela al conocer mis gustos.

      Nela fue a sentarse frente a la chimenea apagada, en una de las dos sillas, aprovechando que investigaba cada rincón de la habitación.

      —Necesito sentarme, cada vez me cuesta más subir las escaleras.

      Su tono cansado llamó mi atención y con decisión acerqué una de las sillas y me senté frente a ella con una sonrisa de satisfacción.

      —¿Cómo estás, Nela?

      —¿Cómo crees? ¡Gordísima! —contestó entre risas tocándose la enorme tripa en un gesto cariñoso. Sus ojos volaron a los míos, se incorporó un poco y atrapó su mano con la mía. Con una sonrisa y sus dedos enlazados la llevó hasta su abultado vientre. En ese momento sentí el enorme calor que desprendía la vida que ya estaba casi formada en su interior—. Y feliz, muy feliz, Alice.

      —Nunca te había visto así, estás radiante, Nela. —No quería emocionarme, pero me pareció sentir un movimiento bajo la palma abierta que Nela sujetaba.

      Si alguien hubiera dicho, el día que nos conocimos siete años atrás, que seríamos como hermanas, quizás me hubiera reído en su cara. Ella, apocada y tímida, había entrado en silencio en el pequeño apartamento de estudiantes en el que vivía. Aquel día, como tantos otros, estaba preparada para salir, era la fiesta de principio de curso. Mi segundo primer curso en Bellas Artes. Todo lo hice en contra de los deseos de mi padre, que quería que estudiase Económicas. Busqué a propósito una universidad lejos de casa, en un país extraño, y me matriculé en la carrera que podía hacer de la pintura una profesión. Después todo vino rodado, fiestas, drogas, noches locas… y entonces apareció Nela y me dijo que por qué aquella noche no me quedaba con ella para conocernos. Y la Alice que era joven e impulsiva, esnob y prepotente, lo hizo.

      —¿Qué ocurre, Alice? ¿Por qué estás aquí cuando deberías estar eligiendo centros florales y probándote vestidos de novia por todo Londres?

      —No lo sé, Nela. —Era increíble cómo todo el mundo me acorralaba y ni una palabra salía de mis labios, y la primera vez que Nela me preguntaba todo quería salir de golpe. Frente a ella, con la mano puesta sobre su tripa las lágrimas empezaron a salir—. No sé qué me ocurre, es la tristeza. Es como si poco a poco fuera abriéndose paso en mi corazón, nada me llena, nada me hace feliz. Sonrío porque así debe ser, ¡voy a casarme! Debería ser la chica más feliz del mundo. Y, por el contrario, tengo la horrible sensación de que eso me hará más infeliz.

      —¿Colin te trata mal? ¿Ha ocurrido algo entre vosotros?

      —No, no, al contrario. Colin es lo que siempre esperé de un compañero, pero falta algo, algo que no consigo encontrar y, mientras el tiempo pasa y la fecha se acerca, creo que ambos merecemos algo mejor, ¿sabes qué quiero decir?

      —Que no eres feliz.

      —¡Nela! —exclamé quitando la mano—. ¡Eres capaz de resumir todo en una palabra cuando llevo días sin saber qué hacer!

      —¡Alice, no puedo creerlo! —gritó alarmada—. ¿Has venido hasta Alemania para decidir si te casas con él? Quiero decir, estoy encantada de que estés aquí, ¡pero no pretenderás que te diga qué hacer!

      —No. Sé que tengo que decidir sola, aclararme, por Colin y por mí. Nela, me he perdido a mí misma, no sé quién soy en este momento de mi vida. Te necesitaba cerca, y alejarme de él un tiempo.

      —Yo también, me haces falta, Alice. Estoy deseando que el niño nazca, que Soren deje de preguntarme si estoy bien, dónde estoy, qué he comido o qué hago a todas horas.

      —No creo que sea para tanto.

      La puerta se abrió en ese momento de golpe, dando con la pared, y el marido de Nela apareció con el ceño fruncido.

      —Nela, te estaba buscando. ¿Qué hacéis? ¿Has comido ya?

      Con lágrimas en los ojos, entre la alegría y el llanto, Nela y yo nos miramos y echamos a reír, probablemente Soren no lo entendería, pero no podíamos parar.

      ALICE

      Seguí a Nela, después de que ella aplacara la ansiedad de Soren, a través del corredor iluminado por la luz del sol. Nunca había imaginado que la casa tuviera tantas habitaciones. Una puerta cerrada tras otra hasta llegar al extremo del enorme pasillo.

      —Es aquí, Alice.

      Nela abrió una puerta de madera más clara y pequeña que las demás. Subimos unos pocos escalones de piedra, una alfombra en el suelo evitaba resbalar en ese estrecho ascenso hasta que, de repente, a espaldas de ella, la luz me cegó un momento. Bosque. Esa es la única palabra que me vino a la mente, el verde de los árboles mecidos por el viento. Era la misma vista que tenía desde mi habitación solo que, en esa sala, cristales del suelo al techo en tres de sus paredes hacían parecer que te hubieras internado entre sus ramas.

      Nela caminó entre dos largas mesas de madera clara, llenas de botes transparentes, pinceles, paletas y pequeñas muestras. El olor, acetato y disolventes, pintura acrílica y pegamentos. Huele a pasado y una época sin preocupaciones. Pasé los dedos sobre las mesas dispuestas en dos enormes borriquetas mientras, con satisfacción, me entretenía en tocar algún objeto conocido. Volví a tener seis años menos y a entrar en la sala de restauraciones de la universidad. Roberto Márquez, nuestro profesor, nos explicaba la función de cada miembro del equipo de restauración mientras yo miraba al guapo chico que tenía de compañero. Él me guiñó un ojo. Mi primer chico en la universidad. Días más tarde, en una fiesta, fue cuando tuve mi primer contacto con las drogas y la bebida y, a partir de ahí, todo fue mal, muy mal. Los colores se difuminaron a mi alrededor porque ya no me preocupaba captarlos. Murieron para mí cada vez que cogía un pincel entre las manos.

      —Es impresionante, Nela, es un estudio completo, aquí en mitad de los bosques.

      ¡Siempre ha sido tan ordenada! A pesar de los cientos de frascos y soluciones, pequeños bastones y gasas, todo aparece alineado y con un orden concreto. Fue en ese momento cuando lo vi: un cuadro pequeño sobre un caballete, tapado con una sábana de protección para evitar la luz del sol y los cambios de temperatura.

      —Este es el cuadro en el que trabajo —afirmó Nela con una sonrisa que conocía de sobra. La niña traviesa que habitaba en ella pareció llamarme para jugar en el patio de los mayores.

      Lo descubrió despacio y entornó los ojos con ojo crítico: un lienzo de pequeñas dimensiones, de un hombre mirando de perfil, con la cabeza ladeada y una mirada triste de ojos avellana. Sus ropas, siglo XVI, un jubón oscuro y un sombrero


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