Luna azul. Lee Child
Читать онлайн книгу.bordillo más alejado, libre de cargas, y cruzó la calle en cuatro zancadas rápidas, y subió el bordillo más próximo, y tiró de la puerta del bar. El interior parecía estar más iluminado que antes, porque el exterior estaba más oscuro, y estaba algo más ruidoso, porque había más personas, incluyendo a un grupo de cinco hombres apretujados alrededor de una mesa para cuatro comensales, todos rememorando alguna cosa u otra.
El tipo pálido estaba todavía en la esquina de atrás al fondo.
Reacher anduvo hacia él. El tipo pálido lo miró durante todo el trayecto. Reacher se moderó un poco. Había que respetar las convenciones. Prestamista y prestatario. Caminó con lo que él consideraba que era su andar amigable, pura locomoción desinhibida, ninguna amenaza para nadie. Se sentó en la misma silla que había usado antes.
El tipo pálido dijo:
—Aaron Shevick, ¿no?
—Sí —dijo Reacher.
—¿Qué te trae de vuelta tan pronto?
—Necesito un préstamo.
—¿Ya? Acabas de cancelar una deuda.
—Surgió algo.
—Te lo dije —dijo el tipo—. Los perdedores como tú siempre regresan.
—Lo recuerdo —dijo Reacher.
—¿Cuánto quieres?
—Dieciocho mil novecientos dólares —dijo Reacher.
El tipo pálido negó con la cabeza.
—No puedo —dijo.
—¿Por qué no?
—Es un salto importante desde los ochocientos de la última vez.
—Mil cuatrocientos.
—Seiscientos de eso fueron tasas y cargos. El capital eran solo ochocientos dólares.
—Eso fue entonces. Esto es ahora. Es lo que necesito.
—¿Lo vas a poder pagar?
—Siempre pude —dijo Reacher—. Pregúntale a Fisnik.
—Fisnik es historia —dijo el tipo pálido.
Nada más.
Reacher esperó.
Después el tipo pálido dijo:
—Quizás haya una manera de ayudarte. Aunque tienes que entender que voy a estar asumiendo un riesgo, el cual va a tener que estar reflejado en el precio. ¿Te sientes cómodo con esa situación?
—Supongo —dijo Reacher.
—Y debo decirte que soy más bien una persona de números redondos. No puedo darte dieciocho novecientos. Tendríamos que decir veinte. De allí sacaría mil cien como tasa administrativa. Recibirías la cantidad exacta que necesitas. ¿Quieres escuchar las tasas de interés?
—Supongo —volvió a decir Reacher.
—Las cosas han seguido su curso desde los tiempos de Fisnik. Ahora estamos en una era de innovaciones. Operamos con lo que se conoce como tarifa dinámica. Ajustamos la tasa para arriba o para abajo, dependiendo de la oferta y la demanda y cosas por el estilo, pero también dependiendo de lo que pensamos del prestatario. ¿Será fiable? ¿Podemos confiar en él? Cuestiones como esas.
—¿Y yo dónde estoy? —preguntó Reacher—. ¿Arriba o abajo?
—Voy a empezar poniéndote bien arriba, en la cima de todo. Donde están los peores riesgos. Lo cierto es que no me caes muy bien, Aaron Shevick. No estoy teniendo una buena sensación. Te llevas veinte esta noche, me traes veinticinco, dentro de una semana a partir de hoy. Después de eso, los intereses siguen al veinticinco por ciento por semana o parte de una semana, más un cargo por mora de mil dólares por día, o parte de un día. Después del primer plazo, todos los montos están sujetos a ser pagados en su totalidad inmediatamente si son reclamados. Una negativa o una incapacidad de pago bajo demanda te pueden dejar expuesto a cosas desagradables de diferentes tipos. Tienes que entender eso por anticipado. Necesito escucharte decirlo, con tus propias palabras. No es el tipo de cosa que se puede escribir y firmar. Tengo fotos para que veas.
—Grandioso —dijo Reacher.
El tipo pulsó un poco su teléfono, menús, álbumes, presentaciones, y lo entregó de lado, en horizontal, no en vertical, lo cual fue apropiado, porque todos los sujetos de todas las imágenes estaban tumbados. En su mayoría estaban atados con cinta americana a una cama de hierro, en una habitación con paredes encaladas grises por el tiempo y la humedad. A algunos les arrancaban los ojos con una cuchara, y a algunos les habían hecho cortes con una sierra eléctrica, cada vez más profundos, y a algunos los habían quemado con una plancha, y a algunos los habían taladrado con herramientas eléctricas inalámbricas, que aparecían en las fotos como una prueba, amarillas y negras, pesadas en la parte de arriba y bamboleantes, con las brocas de dos tercios enterradas en la carne blanda.
Bastante feo.
Pero no lo peor que Reacher hubiera visto.
Aunque quizás sí lo peor que había visto todo junto en un solo teléfono.
Lo entregó de vuelta. El tipo pulsó un poco otra vez por los menús, hasta que llegó adonde quería. Asuntos serios ahora.
—¿Entiendes los términos del contrato? —dijo.
—Sí —dijo Reacher.
—¿Los aceptas?
—Sí —dijo Reacher.
—¿Número de cuenta?
Reacher le pasó los números de Shevick. El tipo los escribió, allí mismo en el teléfono, y después pulsó un rectángulo verde grande en la parte inferior de la pantalla. El botón de transferir.
—El dinero va a estar en tu banco en veinte minutos —dijo.
Después pulsó iconos a través de más menús, y de repente alzó el teléfono en función de cámara, y le sacó una foto a Reacher.
—Gracias, señor Shevick —dijo—. Un placer hacer negocios. Le veré otra vez exactamente en una semana.
Después se dio un golpecito en su cabeza hirsuta con su dedo blanco hueso, el mismo gesto que antes. Algo acerca de recordar. Alguna clase de insinuación amenazadora.
Como quieras, pensó Reacher.
Se puso de pie y se alejó andando, cruzó la puerta, salió a la oscuridad. Había un coche junto al bordillo. Un Lincoln negro, con el motor en marcha a la espera, y el conductor a la espera al volante, recostado en su asiento, la cabeza contra el respaldo, codos bien separados, rodillas bien separadas, como los chóferes de todas partes, tomándose un descanso.
Había un segundo tipo, en el exterior del coche, apoyado contra el guardabarros trasero. Estaba vestido igual que el conductor. Y que el tipo del interior del bar. Traje negro, camisa blanca, corbata negra de seda. A modo de uniforme. Tenía las rodillas cruzadas, y los brazos cruzados. Estaba esperando. Tenía el aspecto que tendría el tipo de la mesa de la esquina, después de más o menos un mes al sol. Blanco, no luminiscente. Tenía el pelo pálido rapado casi al ras del cuero cabelludo, y la nariz rota, y tejido de cicatrices en las cejas. No era un gran peleador, pensó Reacher. Obviamente le habían pegado mucho.
—¿Eres Shevick? —dijo el tipo.
—¿Quién pregunta? —dijo Reacher.
—La gente que te acaba de prestar dinero.
—Suena a que ya sabes quién soy.
—Te vamos a llevar a tu casa en coche.
—¿Y qué tal si no quiero que me lleven? —dijo Reacher.
—Es parte del trato —dijo el tipo.
—¿Qué trato?
—Necesitamos