La Trinidad explicada hoy. Giulio Maspero
Читать онлайн книгу.compuesto por diferentes tribus que carecían de un territorio propio. En cierto sentido debían pagar tributo a todos los dioses de todos los territorios que atravesaban buscando pasto para los animales.
En un momento determinado la tribu en su totalidad se constituye en pueblo gracias al encuentro con el Dios Creador del cielo y de la tierra. La identidad de Israel surge del diálogo con un Dios que no es simple fuerza, sino que busca al hombre y le habla, un Dios que es persona. La búsqueda de esta relación no es signo de debilidad, sino que nace de la omnipotencia del Creador: su poder se extiende a todo territorio y Él puede defender al clan en cualquier lugar. El Dios de Israel es el más fuerte de los dioses, tan fuerte que puede hacerse cercano y entablar un diálogo. Todavía no recibe un nombre, sino que se le nombra de modo significativo como el Dios de nuestros padres (Gn 31,5; 50,17; Ex 3,6; 18,4): se trata de un Dios identificado por el encuentro y la amistad con los antepasados. De este modo, la identidad de Israel se funda sobre la relación con Dios. Esta relación se expresa en la Alianza que une a Yahvé verticalmente con su pueblo, pero se manifiesta también en sentido horizontal en la alianza entre las diferentes tribus, capaces de una unidad que antes era imposible.
Esta es la primera etapa de una historia llena de luces y sombras que, sin embargo, desde el primer instante se caracteriza por una concepción única de Dios: mientras que en todas las culturas paganas antiguas el cosmos y la identidad del pueblo surgían de la lucha de los dioses y del contraste entre un principio positivo y uno negativo, para Israel existe un único principio bueno que es el origen último de todo lo que existe, puesto que es el Creador. Se trata de un Dios personal que es cercanísimo al hombre, al mismo tiempo que permanece totalmente trascendente, es decir, más allá de la naturaleza y del pueblo.
b) La Revelación del Nombre. La singularidad de la concepción hebraica de Dios se refuerza con el segundo momento de esta historia, que lleva al asentamiento estable en la tierra prometida gracias a la alianza con Yahvé. Israel deja así de ser un pueblo nómada. Ya anteriormente la renuncia a dar culto a los dioses locales implicaba una especie de alianza con el Creador, pero ahora se hace explícita y se sanciona oficialmente. Dios trata al hombre como a su igual, hace tratos con él. Y llega, con Moisés, a revelarle Su nombre (Ex 3,14). Este es un momento fundamental, porque en cierto sentido Dios se entrega todavía más en la relación con su pueblo, ofreciéndole, mediante la revelación de su propio nombre, una posibilidad de acceso constante a Él. El desarrollo del diálogo de Dios con Moisés en el monte Horeb resulta emblemático (Ex 3,13-15): ante la petición de llevar al pueblo de Israel fuera de Egipto, Moisés, como buen oriental, comienza a «negociar» con Dios y pide una garantía, es decir, su nombre, para que el pueblo le pueda creer y seguir. La respuesta «Yo soy el que soy» hace referencia al nombre propio —«Yo soy»— de aquel Dios que Abraham, Isaac y Jacob habían encontrado y cuyo apelativo habían transcrito en el tetragrama sagrado Yahvé. En la lengua semita el término genérico que se refería a la divinidad, y por lo tanto también a los falsos dioses, era El, cuyo plural es Elohim, que tiene el mismo uso, aunque se utiliza más a menudo como plural mayestático para referirse a la suma deidad y, por lo tanto, al verdadero Dios. Yahvé, en cambio, es un nombre propio, cuyo origen está relacionado con el verbo ser, y que ha recibido distintas interpretaciones. Seguramente la respuesta a Moisés se puede leer como elusión, en el sentido de que «Yo soy el que soy» podría equivaler a no responder y a afirmar la propia soberanía absoluta, como ocurre en una fórmula parecida: «Yo digo lo que digo» (Ez, 12, 25). Sin embargo, al mismo tiempo, la expresión hebrea también se puede leer en futuro: «Yo seré el que seré», que también hace referencia a la promesa de permanecer cerca durante la travesía en el desierto. Es como si Dios dijese a Moisés: ve y di a los israelitas que mi identidad es ser tan grande que puedo estar cerca de vosotros en cualquier lugar, mi persona es estar siempre para protegeros y custodiaros. El nombre indicaría también, por lo tanto, eficacia y fidelidad. Finalmente, en la traducción griega conocida como Septuaginta, llevada a cabo entre los s. iii y ii a. C., el término «Yo soy» se tradujo de modo totalmente paralelo a las fórmulas usadas por Platón para referirse al Ser como Primer Principio. Por eso, una tercera interpretación que claramente trasciende los confines culturales semíticos, es la metafísica, que identifica al Dios de Israel con el Dios de los filósofos.
c) El Reino de Israel. La tercera etapa del desarrollo progresivo del concepto de Dios en Israel se caracteriza por el hecho de que la acción divina está estrechamente vinculada a una institución política, es decir, a la monarquía, y más específicamente a la dinastía de David. Esto hace que la limitada perspectiva y las tentaciones de autonomía de las instituciones deban ser contrapesadas por un movimiento profético que recuerde las exigencias morales y rememore al pueblo que su identidad está vinculada a su relación con Dios. Lo podemos ver, por ejemplo, en el adulterio de David denunciado por el profeta Natán (2 Sam 12).
d) Los profetas y el Mesías. El riesgo que corría constantemente Israel —clan de una tribu que se convirtió en un reino sólido— era el de reducir el pensamiento teológico a la dimensión material y al éxito terreno. Por eso, la cuarta etapa se identifica con la reflexión de los grandes profetas como Jeremías, Ezequiel e Isaías, que subrayan la grandeza y el poder universal del único Creador. Los profetas confirman al pueblo la dimensión espiritual de la Alianza y hablan del Mesías, retratándolo también como siervo sufriente (Isaías).
e) La reflexión sapiencial. El último tramo de este recorrido, que prepara inmediatamente la revelación neotestamentaria es la reflexión sapiencial sobre Yahvé. Brota de la experiencia del exilio en Babilonia y de la derrota de Israel, que se ve obligado a reflexionar sobre la providencia y a profundizar posteriormente en la dimensión espiritual de la Alianza. En esta fase se sitúan Job, el Eclesiastés y los Salmos. En la derrota, el sufrimiento y la muerte, la Cruz se vislumbra en el fondo, con su mensaje de dolor y de esperanza que en la Resurrección se revelará como clave interpretativa de toda la historia del pueblo elegido y del mundo entero.
En síntesis, el pensamiento que nace del encuentro con Dios y se alimenta de la relación con Él y con sus diversas intervenciones en la historia de Israel conduce a una progresiva toma de conciencia de la grandeza y de la espiritualidad de Dios: al principio solo lo reconocen como el más grande de los dioses, por ser el Creador; más adelante Israel comprende que Dios pide ser adorado de modo exclusivo no por ser el más grande, sino por ser el único, y que sus caminos son diferentes a los de los hombres. Cada una de estas etapas teológicas se refleja sobre la propia identidad de Israel, cuya constitución es cada vez más profunda en la medida en que ahonda en su relación con Yahvé. Él les ha llevado de su estado de clan politeísta al de pueblo unido y fuerte, que no tiene miedo del sol y de la luna como los otros pueblos paganos, y que, mucho antes que Platón y Aristóteles, formula sin elementos culturales refinados, el más claro monoteísmo jamás concebido. Israel es un pueblo que aprende que su identidad no viene definida por un poder político exterior, sino por su alma de hijo de Dios, en un recorrido análogo al que atraviesa generalmente también en la vida interior.
2. Los atributos de Dios
Este proceso de progresiva espiritualización se puede entrever también en la lectura de los atributos de este Dios que ha ido al encuentro de Israel en la historia. El concepto de atributo divino no hace referencia a una dimensión abstracta, sino que responde a la pregunta: ¿cómo reconozco a Dios si me lo encuentro? Un interrogante que los hebreos deben de haberse planteado a raíz de su historia.
En primer lugar, si el que te habla es Dios, tiene que ser el más fuerte, es más, tiene que ser omnipotente. La percepción de este atributo en la historia de Israel está relacionada directamente con la idea de creación, como se pone de manifiesto al comienzo del Génesis: Dios es omnipotente como ningún otro Dios porque ha hecho todas las cosas de la nada con la sola fuerza de su palabra (cfr. Sal 33, 6). No es simplemente más fuerte que cualquier principio negativo que se le oponga, sino que su poder llega hasta el abismo más profundo, hasta el Sheol (cfr. Jb 26, 5-14). Por eso Gabriel se presentará ante María como mensajero de Yahvé diciendo, precisamente, que nada es imposible para Dios (cfr. Lc 1, 37).
Esta omnipotencia va unida al hecho de que Dios existe desde siempre y no tiene un principio, como de hecho sucedía con todas las divinidades paganas. Basta pensar, por