Jamás te olvidé - Otra vez tú. Patricia Thayer

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Jamás te olvidé - Otra vez tú - Patricia Thayer


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sintió un pequeño mareo. No sabía si era por el vino o por él. Le agarró del brazo para recuperar el equilibrio.

      Mirarle a los ojos… era un error.

      –Me gusta que me llames así.

      Nada más hablar, Ana se arrepintió de lo que había dicho.

      Vance frunció el ceño.

      –Creo que necesitas comer algo –dijo Vance.

      Tomó las dos copas de vino y las dejó sobre la mesa.

      –Pensándolo bien, no comiste mucho hoy.

      –Discutir con mis hermanas siempre me hace perder el apetito –las lágrimas la asediaron de nuevo–. Están tan enfadadas con papá. Pero no puedo echarles la culpa.

      Vance la agarró de los brazos.

      –Mira, Ana, tienes que darles tiempo. Tengo la sensación de que finalmente encontrarán el camino a casa.

      Ana vaciló un momento. Su tacto era imposible de ignorar.

      –¿Vas a dejar el rancho si Colt no se pone mejor?

      –¿Quieres que me vaya? –le preguntó él.

      Ana no podía imaginar cómo sería el Lazy S sin él. Sacudió la cabeza.

      –No. Tienes que quedarte. Quiero decir que… Estás al tanto de todo, conoces el ganado, los cultivos.

      Vance sabía que estaba exhausta. Los días vividos empezaban a pasarle factura, y el vino podía empeorar las cosas. Era tan fácil acercarse y robarle un beso…

      Retrocedió rápidamente. ¿De dónde había salido ese pensamiento?

      –Busquemos una forma de ganar dinero.

      Ana agarró su copa y bebió otro sorbo.

      –¿Y qué pasa con el rodeo?

      –Los precios del ganado están bajando y nuestro rebaño es pequeño. No es suficiente. Además, hay algo que tenéis que saber… –se detuvo.

      Ana le miró con esos ojos azules en los que podía perderse. Lo último que quería era darle más malas noticias.

      –¿Qué?

      –Necesitamos algo más que un arreglo temporal. Desde que soy el capataz del rancho, los beneficios no han hecho más que bajar. Sé que no hay fondos para pasar por una época de crisis. A lo mejor tenemos que reducir el negocio, vender cabezas de ganado… Tenemos que encontrar una solución.

      Llamaron a la puerta y Vance fue a abrir. Era el mismo empleado de antes con el carrito de la comida. Les dio un tique para firmar y se marchó. Vance fue hacia la mesa y le sacó una silla a Ana.

      –Vamos a comer.

      –Gracias –dijo ella, sentándose.

      Bebió otro sorbo de vino y le observó mientras se sentaba frente a ella. Era un hombre muy apuesto. Lo era. Esos ojos marrones ligeramente hundidos y la mandíbula cuadrada, cubierta por una fina barba de unas horas, le daban un aire interesante y viril. Había sido guapo de adolescente, pero se había convertido en un hombre irresistible y seguro de sí mismo.

      Se fijó en su boca. Tenía el labio inferior carnoso… No podía evitar preguntarse cómo sería…

      Ana apartó la mirada. ¿Qué estaba haciendo? No podía pensar de esa forma en Vance Rivers. Además, a lo largo de los años, muchas mujeres habrían pasado por su cama.

      Al día siguiente, cuando el avión aterrizó en Montana, Ana estaba agotada. No había logrado descansar mucho, por culpa del hombre que dormía al otro lado de la pared.

      Vance había aparcado su camioneta en el aparcamiento del aeropuerto, así que pudieron ir directamente al hospital. El viaje en coche fue tranquilo, y Ana lo agradeció. Tenía un ligero dolor de cabeza, gracias a esa segunda copa de vino que se había tomado, la que Vance no se había tomado con ella.

      Se bajaron del ascensor en la segunda planta y se dirigieron a la habitación de Colt. La cama estaba vacía. Colt estaba sentado en una silla de ruedas.

      –Oh, papá. Mírate –Ana fue hacia su padre. Quería abrazarle, pero no lo hizo. Le puso una mano sobre el brazo–. ¿Cómo te sientes?

      Colt la miró un instante y entonces apartó la vista. Ana sintió una punzada de dolor que la recorría de pies a cabeza. A esas alturas, ya debería haberse acostumbrado a sus desprecios, pero todavía le dolían.

      Un hombre joven con una bata de médico entró en la habitación. Le sonrió.

      –Bueno, Colt, parece que hoy estás teniendo mucho éxito con las chicas.

      El joven sonrió de oreja a oreja. Le ofreció la mano a Ana.

      –Hola, soy Jay, el terapeuta de Colt.

      Ana le estrechó la mano.

      –Ana Slater. Soy la hija de Colt.

      Jay miró a Colt.

      –No me habías dicho que tenías una hija tan guapa.

      Ana apartó la mano.

      –¿Mi padre ha tenido ya alguna sesión de terapia?

      –Sí –dijo Jay–. Y lo hizo muy bien.

      Vance estaba de pie al otro lado de la habitación, observando al terapeuta. Nunca le había gustado esa clase de hombre; esos que sonreían todo el tiempo cuando había una mujer delante. Fue hacia Colt y se sentó a su lado.

      –Me alegro de ver que te has levantado de la cama –dijo, mirando a Ana y después al terapeuta–. Sé que esto ha sido difícil para ti, Colt, pero quiero que sepas que me estoy ocupando de todo en el rancho. Yo estaré al frente de todo hasta que vuelvas a casa.

      Colt no dijo nada. Vance decidió utilizar otra táctica.

      –Ana y yo acabamos de volver de Los Ángeles. Fuimos a ver a Tori y a Josie.

      Colt le lanzó una mirada y emitió un sonido indefinido.

      –Muy bien, Colt. Ana está tratando de traerlas a casa.

      Otro gruñido.

      –No hay elección. Necesitamos que nos ayuden con el rancho. Vamos. Son tu familia. Y tienes mucha suerte de tenerlas –Vance se puso en pie y volvió junto a la puerta.

      Colt Slater era un hombre muy testarudo.

      Más frustrado que nunca, Colt quería llamar a Vance para que volviera, pero le era imposible articular palabra. No podía dejar que sus hijas fueran a Montana. Estaban mucho mejor sin él. Estaban mejor sin un viejo cascarrabias que no era capaz de superar el abandono de la mujer que amaba.

      Todo había sido así desde aquel día triste. Él no sabía cómo criarlas y, cada vez que las miraba, la veía a ella. Jamás había superado la traición de Luisa.

      Cerró los ojos y deseó por enésima vez haber hecho algo para cambiar el pasado. Ojalá hubiera podido hacer que su mujer se quedara, al menos, por el bien de sus hijas… Se arrepentía de muchas cosas, pero lo peor había sido ver sufrir a sus hijas porque no era capaz de lidiar con su propio fracaso. Miró esa mano inútil que no le respondía. Ya era demasiado tarde. El rancho ya no le importaba, pero no soportaba ver el dolor en los ojos de sus hijas. Ya les había causado bastante sufrimiento. Lo mejor para ellas era olvidarse de él para siempre.

      A la mañana siguiente, Ana se levantó pronto y fue al pueblo. Necesitaba algo de ropa para una estancia larga en el rancho. Pasó por su apartamento y se llevó todos sus vaqueros y botas. De repente sentía una extraña alegría al volver a vivir en el Lazy S. Podría montar a caballo todos los días, y no solo cuando tuviera tiempo o cuando supiera que su padre no iba a estar por allí.

      Después de cerrar con llave la puerta de su pequeño apartamento de una habitación, Ana metió las


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