Crimen y castigo. Fiódor Dostoyevski

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Crimen y castigo - Fiódor Dostoyevski


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pasó de la hilaridad a la desesperación y la angustia.

      “¡Esto está muy por encima de mis fuerzas!”.

      Le temblaban las piernas.

      —¿De temor? —murmuró.

      Le daba vueltas todo; a consecuencia de la fiebre le dolía mucho la cabeza.

      “¡Esto es una emboscada! Quieren cogerme desprevenido, atraerme —pensó al tiempo que caminaba hacia la escalera—. Lo más grave es que estoy muy aturdido, que quizá diga lo que no debo decir”.

      Recordó ya en la escalera que las joyas que había robado todavía estaban donde las había colocado, detrás del papel roto y despegado de la pared del cuarto.

      “Quizá, aprovechando mi ausencia, registren el cuarto”.

      Se detuvo un instante, pero era tal la angustia que lo sometía, era su desesperación tan atrevida, tan honda, que hizo un gesto de impotencia y prosiguió caminando.

      “¡Con tal de que todo finalice rápidamente…!”.

      Como en los días anteriores, el calor era inaguantable. Ya hacía mucho tiempo que no había llovido. Siempre ese polvo y esos cúmulos de ladrillos y cal que obstruían las calles. Y la fetidez de las tiendas cubiertas de suciedad, y de las cantinas, y aquel hervidero de coches de alquiler, buhoneros, borrachos...

      Le cegó el intenso sol y le provocó mareos. Le dolía tanto los ojos que no podía abrirlos. (Así les sucede a todos los que tienen fiebre en los días de sol).

      Cuando llegó a la esquina de la calle que tomó el día antes miró furtiva y angustiosamente a la casa... y, de inmediato, giró los ojos.

      “Si me llegan a interrogar quizá confiese”, pensaba mientras se acercaba a la comisaría.

      Al cuarto piso de una casa nueva, situada a unos trescientos metros de su hospedaje, se había trasladado la comisaría. En una ocasión Raskolnikof había ido al anterior local de la policía, pero de esto ya había pasado mucho tiempo.

      Cuando atravesó la puerta miró a la derecha una escalera por la que descendía un mujik con un cuaderno en la mano.

      “Seguro es un ordenanza. Entonces, esa escalera lleva a la comisaría”.

      Y comenzó a subir, aunque no estaba seguro de ello. No deseaba preguntarle a ninguna persona.

      “Entraré allí, me arrodillaré y lo confesaré absolutamente todo”, pensaba al mismo tiempo que se iba aproximando al cuarto piso.

      Empinada y dura, la escalera destilaba suciedad. Las cocinas de los cuatro apartamentos daban a ella y sus puertas se encontraban completamente abiertas todo el día. El calor era sofocante. Se veían ordenanzas subir y bajar con sus carpetas debajo del brazo, agentes y todo tipo de personas de ambos sexos que tenían alguna cuestión en la comisaría. Estaba abierta la puerta de las oficinas. Raskolnikof entró y se paró en la antesala, donde estaban algunos mujiks. Allí el calor era tan inaguantable como en la escalera. El local, además, estaba recién pintado y de él se desprendía un olor que provocaba náuseas.

      Después de haber aguardado un instante, el muchacho pasó a la habitación adyacente. Todas las piezas eran pequeñas y de techo bajo. La intranquilidad le impedía continuar esperando y lo inducía a avanzar. Nadie le prestaba la más mínima atención. Varios escribientes, que no estaban mucho mejor vestidos que él, trabajaban en la segunda dependencia. Todos tenían una apariencia rara. Raskolnikof habló con uno de ellos.

      —¿Qué deseas?

      El muchacho le enseñó la citación.

      —¿Usted es estudiante? —preguntó otro después de haber mirado el papel.

      —Sí, estudiaba.

      Sin ningún interés, el escribiente lo miró. Era un individuo de mirada vaga y cabellos enmarañados. Daba la impresión de que estaba dominado por una idea fija.

      “Por este hombre no sabré nada. Le es indiferente todo”, pensó Raskolnikof.

      —Diríjase usted al secretario —dijo el escribiente indicando con el dedo la oficina del fondo.

      Raskolnikof caminó hacia ella. Esta cuarta pieza era excesivamente reducida y estaba repleta de personas, que estaban un poco mejor vestidas que las que el muchacho acababa de ver. Había dos mujeres entre ellas. Una vestía pobremente y estaba de luto. Se encontraba sentada frente al secretario y escribía lo que él le estaba dictando. La otra era de silueta gruesa y rostro colorado. Vestía opulentamente y en el pecho tenía un broche muy grande. Estaba alejada y daba la impresión de que estaba esperando algo. El muchacho le mostró el papel al secretario. Este le echó un vistazo y dijo:

      —¡Espere!

      Luego continuó dictando a la mujer de luto.

      El muchacho suspiró. “No me llamaron por lo que yo pensaba”, se dijo. Y se fue recuperando lentamente”.

      Después pensó: “Me puede perder la más mínima torpeza, la menor imprudencia... Es una pena que aquí no circule más aire. Uno se sofoca. Me da vueltas la cabeza más que nunca y no soy capaz de reflexionar”.

      Estaba sintiendo un hondo malestar y temía no poder dominarlo. Intentaba fijar su mente en asuntos distintos, pero no lo lograba. No obstante, el secretario le interesaba poderosamente. Se dedicó a analizar su rostro. Era un muchacho de unos veintidós años, pero su cara, sombría y llena de movilidad, hacía que pareciera menos joven. Estaba vestido a la última moda. Sus cabellos, brillantes de cosmético, estaban divididos en dos por una raya que era una auténtica obra de arte. Perfectamente cuidados y blancos, sus dedos estaban llenos de sortijas. Varias cadenas de oro colgaban de su chaleco. Con un extranjero que se encontraba cerca de él intercambió, con mucha desenvoltura, unas palabras en francés.

      —Luisa Ivanovna, tome asiento —dijo después a la colorada, gruesa y ricamente ataviada dama, que permanecía de pie como si no se atreviera a tomar asiento, a pesar de que tenía una silla junto a ella.

      —Ich danke —contestó, en voz baja, Luisa Ivanovna.

      Tomó asiento con un frufrú de sedas. En torno de ella se infló como un globo su vestido azul pálido, provisto de blancos encajes, y llenó casi la mitad de la habitación, al mismo tiempo que se esparcía por toda la estancia un exquisito perfume. Pero daba la impresión de que ella estaba abochornada de ocupar tanto lugar y oler tan bien. Con una expresión de temor y timidez, sonreía y daba muestras de impaciencia.

      Finalmente, la mujer enlutada se puso de pie, terminando el asunto que la llevó allí.

      En este instante entró estrepitosamente un oficial, con aire decidido y, a cada paso, moviendo los hombros. Sobre la mesa echó su gorra, engalanada con una escarapela, y tomó asiento en un sillón. Apenas lo vio, la señora lujosamente vestida se levantó rápidamente y con un ardor asombroso, comenzó a saludarlo y aunque él no le prestó la más mínima atención, ella no se atrevió a sentarse nuevamente en su presencia. Este hombre era el ayudante del comisario de policía. Exhibía unos enormes bigotes rojizos que horizontalmente sobresalían por ambos lados de su rostro. Excesivamente finas, sus facciones solamente expresaban cierta desfachatez.

      Sesgadamente vio a Raskolnikof e incluso con una especie de rabia. Por demás su apariencia era miserable, pero no tenía nada de humilde ni modesta su actitud.

      Raskolnikof, imprudentemente, sostuvo aquella mirada con mucho atrevimiento, por lo que el funcionario se ofendió.

      —¿Tú qué estás haciendo aquí? —exclamó este, sorprendido indudablemente de que semejante andrajoso no bajara la mirada frente a sus brillantes ojos.

      —Vine porque me llamaron —contestó Raskolnikof—. Recibí una citación.

      —Él es ese estudiante al que se le solicita la cancelación de una deuda —dijo rápidamente el secretario alzando la cabeza de sus papeles—. Aquí lo tengo —y mostró un cuaderno a Raskolnikof,


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