Crimen y castigo. Fiódor Dostoyevski

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Crimen y castigo - Fiódor Dostoyevski


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lo profundo de un bosque y, al pie de un árbol, enterrar las joyas, anotando con mucho cuidado el sitio donde se encontraba el escondrijo? Pese a que sabía que en ese instante no era capaz de razonar con lógica, le pareció muy práctica la idea.

      Pero no había de llegar a las islas, eso estaba escrito. Cuando desembocó en la plaza que se encuentra al final de la avenida V***, a su izquierda vio la entrada de un enorme patio resguardado por muros muy altos. Había una pared a la derecha que daba la impresión de que no había estado pintada jamás y que era parte de una casa de mucha altura. Paralela a esta pared, a la izquierda, corría una valla de madera que entraba derechamente en el patio unos veinte pasos y después se desviaba hacia la izquierda. Un terreno solitario y cubierto de materiales estaba limitado por esta empalizada. Estaba un cobertizo al fondo del patio, cuyo techo rebasaba la altura de la valla. Este cobertizo debía ser un taller de guarnicionería, de carpintería o algo parecido. Cubierto de un negro polvillo de carbón estaba todo el suelo del patio.

      “Este es un buen lugar para lanzar las joyas —se dijo—. Luego me voy, y asunto finalizado”.

      Entró en el patio asegurándose de que no había nadie. Frente a la empalizada, cerca de la puerta, había uno de esos canalillos que se ven frecuentemente en los edificios donde hay talleres. Sobre el canal, en la valla alguien escribió con tiza y con las faltas de costumbre: “Acer aguas menores está proivido”. Por supuesto, Raskolnikof no pensaba llamar la atención parándose en ese sitio. Pensó: “Podría lanzarlo todo aquí, en cualquier sitio, e irme.

      De nuevo miró hacia todas partes y se colocó la mano en el bolsillo. Pero en ese instante vio al lado del muro exterior, entre la puerta y el pequeño canal, una inmensa roca sin labrar que debía pesar más de treinta kilos. De la calle, del otro lado del muro, llegaba el rumor de las personas, siempre abundantes en ese sitio. A menos que se asomara al patio, nadie podía verlo desde fuera. No obstante, esto podía ocurrir, por lo tanto había que actuar con mucha rapidez.

      Se inclinó sobre la roca, la sujetó con las dos manos por la parte de arriba y logró girarla reuniendo todas sus fuerzas. Apareció una cavidad en el suelo. En ella, Raskolnikof vació todo lo que tenía en los bolsillos. Lo último que colocó allí fue la bolsita. Solamente quedó ocupado el fondo de la cavidad. Rodó nuevamente la roca y esta quedó en el lugar donde estaba antes. Ahora estaba un poco más sobresaliente, pero Raskolnikof hasta ella arrastró con el pie algo de tierra y todo quedó como si nunca se hubiera tocado.

      Salió y caminó hacia la plaza. De nuevo se apoderó de él momentáneamente una enorme alegría que casi no podía soportar. Ni huella había quedado. “¿Quién pensará en esa roca? ¿Buscar debajo de ella a quién se le podrá ocurrir? Probablemente, desde que construyeron la casa está ahí y Dios sabe el tiempo que todavía estará en ese lugar. Además, ¿quién pensaría en mí aunque se hallaran las joyas? Todo ha finalizado. Hasta la última prueba se ha esfumado”. Se rio. Sí, después recordó que se rio con una risita muda, constante, nerviosa. Cuando atravesó la plaza todavía se reía. Sin embargo, su hilaridad cesó de repente al llegar al bulevar donde, días atrás, había encontrado a la muchacha borracha.

      A su mente acudieron otros pensamientos. Le aterrorizaba la idea de pasar frente al banco donde se había sentado a meditar cuando se fue la jovencita. Sentía el mismo miedo ante un probable nuevo encuentro con el policía bigotudo al que le dio veinte kopeks. “¡Que se lo lleve el demonio!”.

      Continuó su camino, lanzando miradas coléricas y distraídas en todas direcciones. Alrededor de un solo tema, cuya importancia reconocía, giraban todos sus pensamientos. Se daba perfecta cuenta de que se enfrentaba solo y de forma abierta con la cuestión, por primera vez desde hacía dos meses.

      “¡Qué todo se vaya al demonio! —se dijo de repente, en un arrebato de furia—. Está escanciado el vino y hay que beberlo. El diablo se lleve a la anciana y a la nueva vida... Dios, ¡qué estúpido es todo esto! ¡Hoy he dicho tantas mentiras! ¡Y he cometido tantas bajezas! ¡Para recibir la benevolencia del abominable Ilia Petrovitch en qué miserables vulgaridades he incurrido! Pero, ¡bah!, qué me interesa. Me río de todas esas personas y de las ineptitudes que yo haya cometido. Ahora no es esto lo que debo pensar...”.

      De repente se detuvo; una nueva dificultad se le acaba de plantear, tan inesperada como sencilla, que lo dejó estupefacto. “Si, como piensas, has actuado en todo este tema como un ser inteligente y no como un estúpido, si perseguías un objetivo claramente establecido, ¿cómo se puede explicar que no hayas ni siquiera mirado fugazmente el interior de la bolsita, que no te hayas preocupado de indagar lo que ha provocado ese acto por el que tuviste que enfrentar todo tipo de horrores y riesgos? Estabas dispuesto hace un instante a lanzar al agua esa bolsa, esas joyas que ni siquiera has visto... ¿Cómo puedes explicar esto?”.

      Un sólido cimiento tenían todas estas preguntas. Desde antes de hacérselas lo sabía. La noche en que había decidido arrojarlo todo al agua había tomado esta resolución sin dudar, como si no hubiese sido posible actuar de otra manera. Sí, todo esto lo sabía y podía recordar hasta los más mínimos detalles. Sabía que todo había de suceder como estaba sucediendo; lo sabía desde el mismo instante en que sacó los estuches del arca sobre la que estaba inclinado... Sí, lo sabía a la perfección.

      “El origen de todo es que me encuentro muy enfermo —se dijo finalmente sombríamente—. Me atormento y me hiero a mí mismo. No soy capaz de dirigir mis acciones. Solamente me he martirizado ayer, anteayer y todos estos días... Ya no me torturaré cuando esté curado. Pero ¿y si jamás me curo? ¡Dios mío, de toda esta historia estoy tan cansado!...”.

      Continuaba su camino mientras reflexionaba de esta manera. De estas preocupaciones deseaba librarse, pero no sabía cómo podría lograrlo. De él, con una fuerza irresistible, se apoderó una sensación nueva y por momentos, su intensidad se incrementaba. Era un enfado casi físico, un enojo obstinado, vengativo, por todo lo que hallaba en su camino, por todas las cosas y todas las personas que estaban alrededor. Los transeúntes le repugnaban, sus rostros, su manera de andar, sus más pequeños movimientos. Tenía ganas de escupirles a la cara, a cualquiera que le hablara estaba dispuesto a morderlo.

      Cuando llegó al malecón del Pequeño Neva, en Vasilievski Ostrof, cerca del puente se paró en seco.

      “En esa casa vive May —pensó—. Pero ¿esto qué significado tiene? Instintivamente, mis pies me trajeron a la vivienda de Rasumikhine. El otro día me sucedió lo mismo. Esto es realmente chocante. ¿Vine expresamente o estoy aquí por obra de la casualidad? Pero esto poco interesa. El hecho es que dije que vendría “al día siguiente” a casa de Rasumikhine. Pues bien, ya vine. ¿Que lo visite tiene algo de particular acaso?”.

      Ascendió al quinto piso. Rasumikhine vivía en él.

      Este se encontraba escribiendo en su cuarto. Él mismo le abrió. Desde hacía cuatro meses no se habían visto. Tenía puesta una bata vieja, casi hecha andrajos. Solamente unas pantuflas protegían sus pies. El cabello lo tenía revuelto. No se había lavado ni afeitado. Cuando vio a Raskolnikof se mostró sorprendido.

      —¿Pero de dónde sales? —dijo viendo, de pies a cabeza, a su amigo. Luego silbó—. ¿Las cosas te van tan mal? Hermano, obviamente, en elegancia nos aventajas a todos —agregó contemplando los harapos de su compañero—. Pareces agotado; toma asiento.

      Rasumikhine notó que su amigo parecía no estar bien cuando Raskolnikof se sentó en el sofá turco, tapizado de una tela desgastada y vieja (un sofá, entre paréntesis, en peor estado que el suyo).

      —Tú te encuentras enfermo, muy enfermo. ¿Lo has notado?

      Trató de tomarle el pulso, pero Raskolnikof retiró rápidamente la mano.

      —¡Bah! ¿Para qué? —dijo—. Vine porque... me quedé sin lecciones..., y yo desearía... No, no, las lecciones no me hacen falta para nada.

      Con mucha atención, Rasumikhine lo miraba.

      —Amigo, ¿sabes algo? Estás desvariando.

      —No, nada de eso; yo no desvarío —contestó Raskolnikof poniéndose de pie.


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