Crimen y castigo. Fiódor Dostoyevski

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Crimen y castigo - Fiódor Dostoyevski


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se paró en seco y quedó clavado en el lugar. Acaloradamente, el comisario hablaba con Ilia Petrovitch. Raskolnikof lo escuchó comentar:

      —Es ilógico. Tendremos que liberarlos a ambos. Absolutamente todo contradice esa acusación. ¿Con qué finalidad habrían buscado al portero si hubiesen cometido el asesinato? ¿Para descubrirse a sí mismos? ¿Para despistar? No, es una treta muy arriesgada. A Pestriakof, el estudiante, lo vieron, además, una tendera y los dos porteros frente a la puerta en el instante en que llegó. Estaba en compañía de tres amigos que lo dejaron, pero en cuya presencia preguntó al portero en qué piso habitaba la anciana. Si hubiera ido a la casa con la intención que se le atribuye, ¿habría preguntado esto? Con respecto a Koch, estuvo durante media hora en la orfebrería de la planta baja antes de subir al apartamento de la anciana. Cuando subió eran exactamente las ocho menos cuarto. Analicemos...

      —Permítame. A la contradicción en la que incurrieron, ¿qué explicación se le puede dar? Aseguran que llamaron a la puerta y que estaba cerrada. No obstante, después de tres minutos, cuando suben otra vez con el portero, encontraron abierta la puerta.

      —Ese es el asunto principal. Indudablemente, el criminal se encontraba en el apartamento y había echado el pasador. Si Koch no hubiese cometido la estupidez de dejar la guardia para bajar en busca de su amigo, no cabe duda de que lo habrían atrapado. El criminal aprovechó ese instante para bajar por la escalera y escapar frente a sus propias narices. Koch está aterrorizado; no deja de santiguarse y de decir que si se hubiese quedado al lado de la puerta del apartamento, el criminal se habría abalanzado sobre él y, de un hachazo, le habría destrozado la cabeza. Hará cantar un Tedeum...

      —¿Y nadie vio al criminal?

      —¿Pero cómo quiere usted que lo vieran? —dijo el secretario, que desde su sitio estaba muy atento a la charla—. Un arca de Noé, eso es esa casa.

      —Todo no puede estar más claro —dijo en un tono de convicción el comisario.

      —Nada de eso, por el contrario, está muy oscuro —contestó Ilia Petrovitch.

      Tomando su sombrero, Raskolnikof caminó hacia la puerta. Pero no logró llegar a ella...

      Se vio sentado en una silla cuando volvió en sí. Un hombre lo estaba sosteniendo por el lado derecho. Otro, a su izquierda, le entregaba un vaso amarillento con un líquido de igual color. Nikodim Fomitch, el comisario, de pie frente a él, lo miraba fijamente. Raskolnikof se puso de pie.

      —¿Está enfermo? ¿Qué le ha sucedido? —le preguntó el comisario con sequedad.

      —Hace un momento, cuando estaba escribiendo su declaración, apenas podía sostener la pluma —comentó el secretario, sentándose nuevamente y comenzando a hojear papeles otra vez.

      —¿Está usted enfermo hace mucho tiempo? —gritó desde su mesa Ilia Petrovitch, donde también se encontraba hojeando papeles. Como todos los demás se había aproximado a Raskolnikof y, durante su desmayo, lo había examinado. Se apresuró a volver a su puesto cuando vio que volvía en sí.

      —Estoy enfermo desde anteayer —murmuró Raskolnikof.

      —¿Usted salió ayer?

      —Sí.

      —¿Incluso sintiéndose enfermo?

      —Sí.

      —¿Y a qué hora?

      —De siete a ocho.

      —Déjeme preguntarle dónde estuvo.

      —En la calle.

      —He aquí una respuesta breve y clara.

      Con voz entrecortada y dura, Raskolnikof dio estas respuestas. Estaba lívido y blanco igual que un lienzo. Frente a la mirada de Ilia Petrovitch no se hundían sus enormes ojos, negros y ardientes.

      —Apenas puede mantenerse de pie, y tú todavía... —comenzó a decir el comisario.

      —Pero no se preocupe —contestó Ilia Petrovitch con tono misterioso.

      Nikodim Fomitch tenía la intención de comentar algo más, pero sus ojos se encontraron casualmente con los del secretario que estaban fijos en él, y esto bastó para que se quedara callado. Se hizo un silencio colectivo, raro y súbito.

      —Muy bien, ya no lo necesitamos —dijo finalmente Ilia Petrovitch—. Usted se puede ir.

      Raskolnikof se marchó. Apenas salió, entre los policías se reanudó con gran vivacidad la charla. Se escuchaba más la voz del comisario que las de sus compañeros. Daba la impresión de que hacía preguntas.

      Raskolnikof recuperó la serenidad cuando se encontró en la calle.

      “Indudablemente harán un registro, y de inmediato —pensaba mientras caminaba hacia su hospedaje—. Están sospechando de mí. ¡Los muy canallas!”.

      Y se apoderó de él otra vez el pánico que lo dominó anteriormente.

      Capítulo II

      “Pero, ¿y si registraron ya la habitación? Podría suceder también que me tropezara en casa con la policía”.

      Sin embargo, todo estaba completamente en orden en su cuarto y nadie se encontraba allí. Nastasia no tocó nada de la habitación.

      “Dios, ¿cómo pude dejar allí las joyas?”.

      Echó a correr al rincón, metió la mano detrás del papel, retiró todas las cosas y las fue echando en sus bolsillos. Eran ocho piezas en total: dos pequeñas cajas que tenían dentro pendientes o algo similar (no se detuvo a verlo); cuatro estuchitos de tafilete; una cadena de reloj envuelta en un pedazo de periódico y otro paquete similar que contenía, al parecer, una condecoración. Todo esto Raskolnikof lo repartió por sus bolsillos, tratando de que no abultara excesivamente, tomó también la bolsita y abandonó el cuarto dejando abierta de par en par la puerta.

      Caminaba firme y rápidamente. Estaba agotado, pero mantenía su mente muy lúcida. Sentía temor de que la policía ya estuviera tomando medidas contra él; que después de media hora, o quizá solamente de un cuarto, hubiera decidido seguirlo. Había, por lo tanto, que darse prisa en desaparecer esos objetos delatores. Mientras tuviera el menor residuo de fuerzas y de sangre fría no debía retroceder en este plan... ¿Pero adónde iría?... Ya este punto estaba decidido. “Lanzaré al canal los objetos y el agua se los tragará, de manera que no quedará ni huella de esta cuestión”. De esa manera lo había decidido la noche anterior, en mitad de su delirio, e incluso había tratado en varias ocasiones de ponerse de pie para, cuanto antes, ejecutar el plan.

      No obstante, la realización de este propósito presentaba grandes inconvenientes. Se limitó a deambular por el malecón del canal durante más de media hora, examinando todas las escaleras que llevaban al agua. No podía llevar a la práctica su plan en ninguna de ellas. Aquí estaban varias barcas amarradas a la orilla, allí un lavadero lleno de lavanderas. El malecón, además, estaba repleto de transeúntes. Desde todas partes se le podía ver y a quien lo viera le parecería extraño que un hombre descendiera las escaleras solamente para lanzar algo al agua. Los estuches, por añadidura, podían quedar flotando y entonces los miraban todas las personas. Lo peor era que quienes se cruzaban en su camino lo veían de una forma particular, como si lo único que les importara fuera él. Pensaba: “¿Por qué me miran de esa manera? ¿O todo será producto de mi imaginación?”.

      Finalmente pensó que quizá sería mejor que fuera al Neva. Había menos gente en sus malecones. En ese sitio llamaría menos la atención, le sería más sencillo lanzar las joyas y —detalle muy importante— estaría más distante de su barrio.

      Sorprendido, de repente se preguntó por qué habría estado deambulando durante media hora lleno de angustia por sitios peligrosos cuando se le presentaba una solución tan evidente. Intentando ejecutar un plan absurdo e insensato, concebido en un instante de desatino, perdió media hora completa. En cada ocasión tenía más tendencia a distraerse, su memoria dudaba y él lo notaba. Debía darse prisa.


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