La violencia y su sombra. María del Rosario Acosta López

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La violencia y su sombra - María del Rosario Acosta López


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por la violencia y en ámbitos testimoniales o de historias personales.

      El conjunto de los textos sobre Colombia deja ver la existencia de una distancia reflexiva y crítica respecto al fenómeno, pues estos ya no cabalgan sobre la ola de los acontecimientos violentos, ni se percibe en ellos la necesidad de cuantificarlos o clasificarlos en diferentes modalidades. La antropología, la etnografía y el psicoanálisis propician inmersiones profundas en el mundo de los otros, en alteridades que se busca descifrar. La filosofía, en cambio, suele establecer una distancia prudente que le impide ahogarse en la experiencia inmediata. Este no es el caso de los filósofos y las filósofas colombianos que publican en este libro y que incursionan en el mundo social y de las representaciones. Entre estas dos vertientes, la de inmersión profunda y la del distanciamiento crítico, se ubican los textos sobre Colombia que aparecen en esta obra.

      Hemos identificado tres temáticas —la representación, la memoria y la escucha— que los textos abordan de manera específica o transversal.

      Los artículos que trabajan con comunidades indígenas, en territorios conflictivos y con altas dosis de violencia, incursionan en las encrucijadas entre fuerza y violencia, entre naturaleza y cultura, para examinar lo que sucede cuando esas distinciones binarias se quiebran de modo que la fuerza de la naturaleza se socializa, o humaniza, y la violencia se naturaliza, o deshumaniza. Son textos que exploran la relación entre violencia y autoridad, y la manera en que una comunidad indígena, fuertemente golpeada por la guerra, regula la violencia externa que introducen los actores armados en su territorio con el fin de fortalecer la autoridad de sus propias instituciones.

      Otros textos enfatizan la importancia de la escucha. Uno de ellos se mueve en el campo testimonial y narra, de manera gráfica, las experiencias de un excombatiente de la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Sus análisis renuncian al esquema víctima/victimario como dicotomía claramente definida, como oposición diáfana, porque dista de ser una descripción adecuada de la complejidad del conflicto colombiano. Otro ausculta algunas experiencias de guerra que permiten discernir aspectos singulares del trauma y sus efectos en los sujetos. Allí donde el acto violento no se acomoda a la estructura del lenguaje dichos efectos son más bien esquivos a la palabra, pero intensos en el cuerpo. En el terreno donde los significantes y el discurso del sujeto flaquean nos encontramos con la conmoción que un evento de violencia pudo haber provocado en él.

      Finalmente, algunos artículos interrogan determinados espacios, íconos y silencios que tienen una traducción en la materialidad. En uno de ellos se explora la mutación de ciertos objetos forenses que ha dejado la guerra en Colombia y su conversión en objetos de museo, así como las fuentes de autoridad de estos últimos. El ensayo propone un análisis de la relación entre el museo institucional y el poder forense del Estado, a partir de una etnografía del Museo Histórico de la Fiscalía.

      En el terreno de la representación y de las imágenes, otro de los artículos analiza la transformación de un corte corporal utilizado durante La Violencia colombiana, ese período nefasto de enfrentamientos entre campesinos liberales y conservadores que transcurre entre 1948 y 1964, dejando un saldo de 200 000 muertos. Se trata del “corte de corbata”, y de su conversión en “la corbata colombiana”, un símbolo que aparece en tatuajes, disfraces de Halloween, en escenificaciones hechas con maquillaje para la industria del cine y en productos de la cultura popular como canciones, series de televisión y películas.

      El último de los textos se ocupa de las piezas de dos artistas colombianas que trabajan sobre memoria: Fragmentos, un espacio artístico concebido como un contramonumento, creado por Doris Salcedo; y Duelos, una videoinstalación de Clemencia Echeverry. A partir del análisis de las obras, se interroga la posibilidad de dar lugar y cuerpo a un tipo de memoria que no solo sea capaz de resistir al olvido, sino también a la tendencia a cerrar de manera definitiva el recuerdo.

      Si persistimos en mirar la violencia de frente quizá veremos una imagen impactante, pero borrosa, distorsionada por la angustia o por el deseo. Si la miramos de lado, desde encima o a ras del suelo, podremos ver sus múltiples sombras y cómo estas se desplazan y cambian y quizá, solo así, podamos entender su verdadera naturaleza. Los textos, en conjunto, configuran un montaje que fragmenta y rompe la ilusión de continuidad histórica y fenomenológica que hemos creado en Colombia por el afán de darle un sentido a la violencia cruel que hemos padecido durante tantos años.

      Testigos e intérpretes

      A partir de una decisión político-administrativa, que buscaba confrontar a los carteles de la droga que habían proliferado en el país desde los años ochenta del siglo pasado, se inició en México una de sus épocas más violentas. Al escribir estas palabras, las cifras siguen siendo confusas, pero al menos 300 000 personas han sido asesinadas (INEGI, 2019) y 60 053 se encuentran desaparecidas (Comisión Nacional de Búsqueda, 2020).

      Los/as autores/as de los textos son contemporáneos a esta violencia y, por lo tanto, son tanto sus intérpretes como sus testigos. Esto otorga a los artículos un tono particular, porque aunque no correspondan necesariamente a investigaciones antropológicas, parece que todos/as nos hemos convertido en etnógrafos/as de lo inmediato. Entonces, no se trata de entender las violencias que suceden en México hoy en día, sino de trazar aproximaciones en las que están en juego no solo las teorías y los conceptos, sino las vidas y las subjetividades, el destino colectivo. Podríamos decir que nadie, aunque lo desee, puede estar lejos de la violencia y sus efectos. Somos testigos de cómo sucesos o experiencias que parecían lejanas, aunque preocupantes, se fueron haciendo cercanas e ineludibles. Una teoría de la violencia, si la hubiera, sería en México una teoría de lo cotidiano.

      Esa doble inscripción como intérpretes y testigos otorga densidad conceptual y empírica a estos artículos. No estamos ante una escritura de la distancia que, mediante las retóricas de la objetividad, intente apartarse del fragor colectivo y personal que las violencias generan, o que trate de eludir las perturbaciones profundas que implican. Tampoco tenemos una escritura testimonial o autobiográfica. El resultado es más inquietante: los artículos despliegan una escritura verídica y precisa, pero afectada por sus materiales. Una verdad conmovida surge de esa tensión ética y reflexiva.

      Quizá nunca se establezca, en este país, un campo como la violentología colombiana y cualquier intento por cercar conceptualmente ese terreno o dotarlo de fronteras precisas parece destinado al fracaso. En México, la investigación sobre las violencias está marcada por una pluralidad disciplinaria, institucional y teórica. Las preguntas sociológicas e históricas se plantearon junto con las estéticas o psicoanalíticas. Quien no esté avisado puede sentir cierta desorientación porque los foros sociológicos suceden al mismo tiempo que los seminarios psicoanalíticos o los coloquios sobre imágenes. Creemos, en este sentido, que en México no existe algo así como un campo de investigación sobre las violencias, sino un territorio vasto y laberíntico. Es decir, cualquier aproximación supone una falta o una imposibilidad estructural para dar cuenta de una totalidad. Tal vez la violentología supuso una delimitación más o menos precisa y la expectativa de una totalidad abordable. Antes argumentamos que ese intento estaba en entredicho en los textos escritos sobre Colombia, pero en el caso mexicano nunca cuajó.

      La pluralidad estructural, por así llamarla, y esa simultaneidad del/la testigo y el/la intérprete, entre otros rasgos, producen textos singulares en los que formas de acompañamiento (a familiares de personas desaparecidas, por ejemplo) conviven con múltiples referencias conceptuales, elaboradas de modo contextual. Ningún artículo busca una teoría general de la violencia, incluso diríamos que la evitan de manera consciente y sistemática. Pero todos asumen el desafío crucial de generar una investigación situada, aunque no idiosincrática. Sí, son los desaparecidos de los últimos doce años los que interesan a algunos textos, pero eso no implica una clausura y otros contextos sociohistóricos emergen y acompañan estas investigaciones: la guerra sucia de fines de los años sesenta y los setenta en México y las dictaduras suramericanas, por ejemplo. En ese sentido, los artículos dan cuenta de ciertas continuidades, pero también discontinuidades, entre momentos históricos y contextos sociales. Eso implica que los textos son arqueologías no intencionadas de un proceso social o de un relato histórico. Los/as testigos/intérpretes, si nuestra lectura fuera correcta, producen un


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