Mamá en busca del polvo perdido. Jessica Gómez

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Mamá en busca del polvo perdido - Jessica Gómez


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      ¿Por qué, oh, Hado Adverso? ¿Por qué cada vez que quiero mejorar mi vida me castigas?

      Me asomé otra vez a la puerta del baño, chupándome el dedo.

      —Dero, se ha roto una bisagra del armario de las mierdas. ¿Lo podrás arreglar?

      —Claro.

      —Pero ¿pronto?

      —Que sí, que sí. Esta semana lo hago.

      —Ya…

      En fin. Los desayunos son uno de los motivos por los que ahora mismo les caigo mal a mis hijos, desde que hace dos semanas les dije que el azúcar se iba a acabar en esta casa, pero me consuela pensar que tal vez, cuando crezcan, sea uno de los motivos por los que me quieran más. Les preparé también dos bocadillos de queso que guardé en las mochilas, puse los desayunos en la mesa, acompañados de dos vasitos de leche, y fui a por ellos.

      Mientras Dero llevaba en brazos a Maya hasta la mesa, yo desperté a Gabi con mucho —muchísimo— cuidado de no despertar a Teo, porque que el bebé se despierte antes de tiempo puede alterar toda la estructura de la realidad contenida en mi casa por las mañanas. Mi prepubescente de diez años tenía mimito, lo llevé en brazos a él también hasta la mesa y le di un beso en la cabeza a mi hija, que en ese momento miraba sus rodajas de plátano con cara de asco:

      —Buenos días, Maya.

      Y Maya me dio los buenos días con esa combinación que solo le he visto hacer a ella: poner cara triste y hablar con voz enfadada:

      —No quiero llamarme Maya.

      Ya empezamos. Mil páginas de internet, doce candidaturas, dos meses de dudas y una discusión con su padre para elegirle nombre, para que ella se lo cambie todas las semanas.

      —Ah, ¿no? ¿Y cómo te quieres llamar?

      Entonces se le iluminó la cara —porque obviamente había elegido el nombre más increíble del mundo— y dijo feliz y sonriente:

      —Quiero llamarme Isla.

      —¿Isla?

      —Sí.

      —Pues muy bien, Isla —le dije, dándole una palmadita en el hombro—. Es un nombre precioso. Cómete el plátano rápido que se nos hace tarde.

      Dero, ya vestido, apareció por el pasillo con la ropa de los niños.

      —Es al revés.

      —¿Qué es al revés?

      —Que hoy es martes, la que tiene gimnasia es Maya.— Le cogí la ropa de los brazos y lo miré con un poco de condescendiente amabilidad—. Vete a desayunar, anda, que ya se la cojo yo.

      Cambié rápido los leggings de Maya por su chándal, y el chándal de Gabi por… Bueno, por el otro chándal de Gabi; el que se pone los días de no-gimnasia. Le grité a Gabi que le diera de comer a Gatalina y fui a vestirme rápido mientras Dero salía de casa con Ronin, que bajaba las escaleras como si hubiera nacido con el único propósito de hacer pis. Tengo la teoría de que los perros tienen un código secreto y que el primero en mearse en el único arbolito de mi calle se lo queda el resto del día.

      A las ocho y media en punto mi marido y mis dos hijos mayores salían por la puerta de casa. En la cocina, Gatalina me miraba suplicante junto a un comedero vacío. Aproveché la leche que los niños habían dejado para hacerme el café —por el que en ese momento sentía más deseo del que jamás podré sentir por hombre alguno—, y me lo tomé de un par de sorbos mientras echaba de comer a la gata y al perro. Fui a ordenar rápido el sofá: quité los pijamas del respaldo, coloqué los cojines y, ¡oh!, sorpresa: unas braguitas de Frozen por ahí escondidas.

      Estoy hasta las narices de recoger ropa sucia cada día en el sofá. Voy a empezar a tirarla, ya verás cómo espabilan cuando se queden sin ropa interior.

      Eché un ojo a Teo para asegurarme de que seguía durmiendo plácidamente. La experiencia me decía que eso podía cambiar en cualquier momento, así que fui volando a peinarme y a lavarme los dientes. Habría jurado que antes de irme a dormir había dejado mi cepillo de dientes eléctrico cargando, pero en su lugar estaba el de Didier, así que tuve que cepillarme los dientes con un cepillo eléctrico apagado. A mi periodoncista esto no iba a gustarle nada.

      * * *

      A las nueve y cuarto llegué con Teo a la puerta de la guardería, a cuatro calles de mi casa. Es el peor momento del día, con diferencia. Si existe una forma de hacer entender a mi bebé de un año y medio que no voy a abandonarlo para siempre y que, si pudiera, me lo llevaría conmigo al trabajo, yo no la conozco. Y si existe una forma de hacer que ninguno de los dos esté llorando a moco tendido a las nueve y veinte, tampoco sé cuál es.

      —Pero, mujer, tú no llores —me dijo, con toda su buenísima voluntad, la cachonda de la cuidadora—. Si luego él está supercontento y de ti ni se acuerda.

      No me consuela que me digas que mi bebé adorado se olvida de su madre en cuanto me pierde de vista, ¿sabes? Además, sé que me mientes. No me mientas, joder.

      —Carla, llevamos así un mes. Yo creo que algo no estamos haciendo bien…

      Teo empezó a balbucear «tita, tita»entre un sollozo y otro, así que lo cargué sobre una cadera y me saqué la teta izquierda para calmarlo un poco. Carla me miró con ternura, y me dijo sonriendo:

      —Marisol cree que este es el problema.

      Marisol que se preocupe de gestionar papeles y hacer cuentas, y que me deje a mí la educación de mi hijo, por favor.

      —Ya —contesté—. Bueno, no sé, ya veremos.

      Me di cinco minutos más para amamantar y achuchar a mi bollo y, con el corazón descosido, dejé a Teo en brazos de Carla, esa arpía malvada que cuida a mi hijo pequeño y hasta osa darle de comer mientras yo no estoy.

      Cogí el autobús por los pelos, y aproveché el trayecto para poner en marcha mi plan. Saqué el móvil y busqué en la agenda. No tenía el número —debí perderlo en algún cambio de teléfono—, pero ahí estaba Google para solucionarme la papeleta. Llamé.

      —Crème Vanille, buenos días.

      —Hola… ¿Eva?

      —No, Eva no llega hasta las diez. ¿Le quieres dejar algún recado?

      —No, no, no hace falta. Quería ver si podría pedir cita para esta tarde.

      —¿Para qué sería?

      —Quería… —Noté en el cuello la mirada de la señora sentada a mi lado, esa sensación certera de que alguien sin nada mejor que hacer está pendiente de tu conversación. Intenté bajar un poco la voz—. Quería hacerme la cera.

      —¿Qué zona?

      Miré de reojo a la señora. Sí, claramente tenía la antena puesta. Bajé la voz otro poco.

      —Todo.

      —¿Todo qué?

      Joder, qué pesada.

      —Pues todo.

      —¿Labio, cejas, axilas, piernas e ingles?

      No, coño, tanto no.

      —Tanto no.

      —¿Entonces?

      La señora me seguía mirando. Aquello era ridículo.

      —Piernas e ingles.

      —¿Completas o brasileñas?

      —¿Qué?

      —¿Completas o brasileñas?

      Ya te había oído la primera vez, boba, es que no tengo clara la diferencia.

      —No lo tengo claro. ¿Lo puedo decidir después?

      —Sin problema. A las cinco hay sitio.


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