Mamá en busca del polvo perdido. Jessica Gómez

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Mamá en busca del polvo perdido - Jessica Gómez


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las cinco, y si no para el jueves.

      —Ok. A las cinco entonces.

      Bueno, Dero puede llevar a Maya a pintura y también a Gabi y a Teo. No hay problema.

      —¿Tienes ficha de clienta?

      No sé si es que yo empezaba a caerle plasta o que la tipa estaba masticando chicle, pero no me gustaba nada el tonito que estaba cobrando la voz al otro lado del teléfono.

      —Pues no lo sé…

      —¿Cuándo fue la última vez que viniste?

      —Pues tampoco lo sé…

      Y oí una exhalación al otro lado de la línea.

      Perdona, tía petarda: ¿ACABAS DE SUSPIRAR?

      —Bueno, pero hará menos de un año, ¿no?

      —No, no. Más de un año seguro.

      —Uy, cariño, entonces ya no tienes. Todas las fichas de más de un año las borramos.

      Me han borrado. Una tiene hijos y la borran de la vida. Sacadme la sangre, donad mi cuerpo a la ciencia, quedaos con mi móvil, qué importa ya…

      —Pero no te preocupes —siguió la voz del chicle— que te hacemos otra sobre la marcha.

      —¡Ah, ok! ¡Gracias! —respondí animada—. Hasta esta tarde.

      Colgué y miré a la señora de al lado que, automáticamente, giró la cabeza para mirar por la ventanilla con disimulo. Puede que tenga una mente algo retorcida, pero preguntándome a qué vendría la intriga de la mujer por mi cruzada depilatoria no pude evitar pensar si no sería simple y sana curiosidad, teniendo en cuenta que sus cejas no estaban hechas de pelo, sino que estaban asimétricamente dibujadas por una delgada línea de lo que parecía perfilador de labios marrón. Preferí ignorarlo y darme a mi pequeño placer de todas las mañanas —que es el único ratito que consigo tener para ello en todo el día—: sacar mi libro del bolso y leer sin más distracción que una voz ocasional anunciando la próxima parada. Estoy leyendo a Pratchett. Madre mía, qué placer.

      * * *

      No sé cómo lo hace, pero el autobús siempre consigue transmitir al universo el estado temporal con el que yo llego a la parada. Si yo llegaba temprano —aquellos tiempos en que conseguía ir temprano—, parecía que las calles se abrían a su paso para que él avanzara raudo y yo pudiera llegar a mi destino con tiempo para, incluso, tomarme un café rápido antes de entrar a trabajar. Sin embargo, otros días, como hoy, es como si el conductor quisiera hacer patente para que lo vea todo el mundo que yo voy con el tiempo pegado al culo, y para ello el autobús llegó tarde a mi parada. Y yo llegué cinco larguísimos minutos tarde al trabajo.

      Me fui a mi mesa, encendí el ordenador y abrí el Illustrator pensando que nadie, salvo Javi y María —cuyas mesas lindan con la mía al frente y a la izquierda—, se habría dado cuenta. Pero antes siquiera de haberme puesto las gafas, la nariz del jefe asomó por encima del panel que separa mi mesa del pasillo imaginario que, a su vez, nos separa a los de diseño con la zona de muestras e impresión.

      —¿Acabas de llegar, Paz?

      No.

      —Sí.

      —¿Podemos hablar un momento?

      No quiero.

      —Claro.

      Vicente es uno de esos jefes que quieren ser modernos y comprensivos, y para conseguirlo lo que hace es echarte la bronca sin gritar —cosa que agradezco mucho— y sin usar insultos —cosa que agradezco aún más—, pero la bronca, llevar, te la llevas igual. Y, además, te jode el doble porque, como te lo dice sonriendo y de buen rollo, pues al final sales hecha mierda porque si al menos te gritara, podrías irte pensando que es un gilipollas y así equilibrarías la situación, pero como es muy guay y muy amable, pues eso: que sales hecha mierda. Que su despacho de jefe moderno no tenga paredes porque quiere «ser uno más entre sus empleados» no ayuda a mejorar la cosa, porque estar estarás en su mesa, pero oír, lo oye todo el mundo.

      —A ver, Paz, yo entiendo que necesitas un tiempo para readaptarte al trabajo, pero es que hace ya un mes que volviste de la excedencia y estás llegando tarde casi todos los días —dijo mientras me hacía un gesto con la mano para que me sentara, aunque él se quedó de pie apoyado en el pico de la mesa, lo que hizo que yo tuviera que levantar mucho la cabeza para poder mirarlo. Esta técnica es de primero de mafioso—. Si encima de que estás con jornada reducida me llegas tarde a diario, ¿el trabajo cuándo me lo resuelves?

      —Ya, Vicente, perdona. Es que dependo del autobús…

      —Pues tendrás que coger el autobús antes.

      —Vicente, si pudiera hacer eso, ya lo habría hecho. Es que no me da tiempo a coger el anterior, si no Didier y yo no nos arreglamos con los niños.

      —¿Y pretendes repercutir en el trabajo tu falta de organización en casa?

      Ahí estaba. Ojalá me hubiera dicho eso gritándome para poder llamarlo gilipollas, aunque solo fuera en mi mente. Pero no: me lo dijo con su voz de colega que intenta hacerme ver una cosa obvia, como cuando yo le pregunto a Gabi: «¿Y estás esperando a ver si tus platos se recogen solos?».

      Qué hijo de puta, Vicente.

      —Lo siento, Vicente.

      —Mira, Paz, soluciónalo como quieras, pero soluciónalo. Entiende que no es justo para el resto de tus compañeros.

      —Vale, Vicente.

      Me levanté para irme y, cuando tenía el culo a media asta, añadió:

      —¡Ah! Y aún tienes que hacer las dos formaciones que te faltan.

      Me pregunto si mi cara de conejito ante un camión en la autopista fue muy evidente para él porque siguió:

      —Las que hicieron los demás mientras estabas de excedencia. Ponte al día. Y tienes de tope hasta que termine el mes o no nos entra para las subvenciones. Luego le digo a Lucía que te mande las claves de acceso.

      —Va… Vale.

      Se hizo un silencio un poco incómodo, como si Vicente quisiese echarme de su mesa de una puta vez, pero no quisiera ser grosero —porque es un jefe moderno— y yo no supiera si ya tenía permiso para que mi culo recorriera la otra mitad del camino hasta la verticalidad. Al final, Vicente tosió, y yo me fui, creo que aún ligeramente encorvada.

      * * *

      Recogí a Teo en la escuelita a las dos y media, nos fuimos a casa y, en cuanto abrí el portal, oí gritos que sospeché serían de Gabi y Maya, discutiendo a saber por qué. Tal vez uno le hubiera dado un mordisco demasiado grande al pastel imaginario del otro.

      Cuando llegué al tercero, antes de abrir la puerta, oí también a Didier, coherente como solo él sabe serlo, gritándoles a los niños que no quería seguir oyendo gritos. Mi bebé y yo nos miramos y creo que los dos dudamos si abrir la puerta número dos o quedarnos con el apartamento en Torrevieja. Pero, venga, a esta casa se viene a jugar: abrimos la puerta y adentro.

      Dero había hecho para comer unos elaboradísimos y complejos macarrones con tomate. Insistí en añadir un par de latas de atún para que al menos los niños comieran algo de proteína, para su disgusto.

      —Venga, Maya, si hasta ayer te gustaba el atún…

      —¡Que no me llamo Maya! ¡Que me llamo Isla!

      —Pues más a mi favor. A las islas les gustan los atunes. —Miré a Dero pensando ya en mi plan para esta tarde, e intenté sacar una sonrisa en «código pareja»: con una evidente intención traviesa para nosotros, pero sutil como para que la pillaran los niños—. Esta tarde tengo que ir a un sitio a las cinco.

      —Ni de coña.

      Pues no me ha funcionado el «código pareja».

      —¿Cómo que ni de


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