Mamá en busca del polvo perdido. Jessica Gómez

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Mamá en busca del polvo perdido - Jessica Gómez


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con los tres niños a las cuatro y veinte.

      —¡Hola! —Nos recibió mi madre feliz—. Ay, ¡qué guapos estos niños! —Tres, dos, uno…—. ¿Vas a ir así vestida?

      Si es que no se puede aguantar, la pobre.

      —Claro. ¿Cómo quieres que vaya?

      —Mujer, pues un poco arreglada.

      —Mamá, que voy a depilarme…

      —¿Te has puesto ropa interior bien?

      —Nop. —Me miró con cara de susto—. No llevo bragas.

      —¡Mari Paz!

      —Que sí, mamá, jolines. Todo en orden. Me voy corriendo que voy justa, ¿vale?

      Le di un beso gordo y me di la vuelta mientras ella iba cerrando la puerta.

      —¡Ah! ¡Mamá! ¡No les des azúc…!

      PLAS. Puerta cerrada.

      Bueno, son solo un par de horas. Me voy que no llego.

      * * *

      —Maja, menuda pelambrera tienes aquí.

      —Eva, si no tuviera pelos, no tendría que venir a que tú me los quites.

      Sentir el pegote caliente y pegajoso de repente sobre la ingle es una de esas razones indirectamente responsables de que no me entusiasme ir a depilarme. Aparte del tirón, claro. Es lo más parecido a la revisión de ginecología: intentas llevarlo con dignidad y poner cara de que no te importa estar ahí, pero preferirías estar en cualquier otro sitio un poco más amable, como sacándole punta a los cuernos de Satanás.

      —¿Y qué quieres? ¿Quitarlo todo?

      —Sí.

      —Pero ¿todo todo?

      Joder, ya empezamos.

      —Yo qué sé, Eva, no sé. Todo.

      —¿No te dejo ni un solo pelo en toda la zona?

      —A ver, sí, algo sí, no sé. Un bigotillo o algo por el estilo, que se vea que es de una mujer adulta, vaya.

      —¡Ay, maja! Tranquila, que se nota de sobra que eres adulta y que de aquí han salido tres criaturas. ¿Tú has visto cómo tienes esto?

      PERO VAMOS A VER, HIJA DE PUTA. Eso no me lo dices en la calle y con las bragas puestas.

      —¿Cómo lo tengo?

      —¡Puff! —Tirón, lagrimita rodando por la mejilla—. ¿Has pensado en blanquearte los labios?

      Ahora mismo en lo único que pienso es en darte una patada, Eva, y salir de aquí corriendo con el culo al aire.

      —¿Blanquearme los labios? Pues no, no… No lo había pensado.

      —Luego te doy una tarjeta de una clínica que ha abierto aquí cerca. —Pegote de cera, plasplasplás—. Está super de moda ahora, queda precioso.

      —Ya, vale… Bueno, tú déjame un bigotillo o algo, ¿vale?

      —¿Luego vas a querer que te haga un tratamiento con crema?

      —¡Ay, sí, porfa! —Cremitas guais bienolorosas, irresistibles como hormonas de jabalí.

      —¿Tienes mucha prisa?

      —Tengo que recoger a los niños en casa de mi madre a las seis y media para llevar al mayor a robótica.

      —Uf, nena… Pues no nos va a dar tiempo… Es que vaya cómo tienes esto. —Plasplás, tirón, lagrimón.

      —Eva.

      —Dime.

      Vete a la mierda.

      —Nada.

      * * *

      Lo conseguí: pelada y lista para la acción. A ver, más o menos, porque tuve que salir corriendo y con las prisas se me quedó algún grumillo de cera por ahí pegado —de esos que se van enganchando a las bragas y te van dando tironcitos y ves las putas estrellas— y ojalá me hubiera puesto un chándal, porque el roce del vaquero con mis muslos y de mis muslos entre sí era tan irritante y doloroso como… Bueno, pues como un potorro recién depilado.

      Recogí a los niños de casa de mi madre, cargué a Teo en la mochila y fui con él y con Maya al Mercadona que hay al lado de la clase de robótica mientras Gabi estaba allí, aprendiendo a hacer marionetas de LEGO que algún día dominarán el mundo —y muy merecidamente, porque unos bichos capaces de convertirse en cualquier cosa y de doblegarte de dolor si te pillan descalza son claramente una raza superior—.

      Iba metida en toda mi lista mental de cosas que había que comprar para casa, rendida ya a la realidad de que seguro que se me olvidaba algo, cuando pasé por delante de la sección de cosméticos y se me encendió una brillante bombillita.

      Podría comprar aquí alguna cremita para este afilador de cuchillos que tengo ahora mismo entre las piernas, para quedar suave y exóticamente perfumada.

      No soy muy ducha en esto de las cremas, pero eché un ojo a las etiquetas —mientras Maya metía en el carrito, como quien no quiere la cosa, un blíster de gomas para el pelo y un bálsamo labial de La patrulla canina— y al final me decanté por una que ponía que olía a mango y fruta de la pasión.

      Oh, esto es lo que yo busco.

      Metí la crema al carro, emocionada ante la perspectiva que se abría ante mí de tener un rato íntimo y afrutado con Didier. ¿Qué podía fallar si el chumino me olía A PASIÓN? Nada, nada podía fallar. Era imposible que nada fallara.

      * * *

      Doce de la noche.

      —Niños, ¿estáis seguros de que la abuela no os ha dado azúcar?

      Nadie sabe. Nadie contesta.

      Didier se durmió el primero. Maldición.

Imagen 08

      No pasa nada. Esto no es como cuando te pasas la cuchilla, que a los dos días ya te está picando todo porque los pelillos salen empujando por lo gordo —por lo gordo del pelito, quiero decir— y es como frotarte un estropajillo por el toto. No, esta mierda es buena: la cera lo saca todo y, aparte de que, cuando sale, sale más suavecito —o eso creo recordar— tarda más en salir, y aún tengo por delante varios días de piel suave, lista para una sesión de sobeteo e introspección bucal, sesión que en mi mente imagino insultantemente larga, como la saga de Fast & Furious.

      Me siento más ligera, más ágil y, además, tengo una inquietante sensación de fresquito en el chumi; una cosa parecida a un calambrito, como si pudiera notar cómo se enredan los pelitos que ya no tengo. El síndrome del pelito fantasma. Esto marcha.

      Y con este ánimo vigoroso empecé el viernes, que es un día que per se me encanta, porque yo todos los viernes me levanto pensando que al día siguiente es sábado y por fin podré dormir la mañana y eso es algo que necesito mucho. Siempre.

      Me levanté al primer toque de despertador. Bueno, en realidad al segundo, pero que solo hay cinco minutos de diferencia y son los cinco minutitos más de rigor, así que me levanté bien de tiempo. Dero sí se había levantado al primer toque y ya estaba haciendo el café cuando yo entré en la cocina.

      —Buenos días, amore —le dije poniendo mi más seductora sonrisa mientras le tocaba el culo con una palmada.

      —¿Qué te pasa?

      —Nada… —le respondí, forzando un poco más mi sonrisa juguetona, para que leyera en ella que estoy TODA depilada—. ¿Por qué lo preguntas?

      —Que te hace la boca una mueca. ¿Te duelen las encías otra vez?

      Adiós sonrisa.


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