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Los dos restaurantes habían tenido tanto éxito como el de Sand Castle Bay.

      Consciente de que Pete estaba observándole a la espera de su respuesta, abrió los ojos y le dijo, sonriente:

      –No voy a tomar una decisión ahora mismo. En vez de quedarte ahí sentado mirándome, podrías ir a entretenerte con otra cosa.

      –Creía que querrías sopesar los pros y los contras –Pete le mostró un montón de papeles, y añadió–: Aquí tengo este estudio de mercado, por si quieres echarle un vistazo.

      –No, confío en que no me propongas nada que no hayas revisado a conciencia… pero está claro que tienes alguna preferencia, te lo veo en la mirada. Venga, desembucha.

      –Me gustaría que intentáramos ver cómo nos va en Nueva York. Ya sé que es un mercado disparatado, impredecible y carísimo, pero creo que estamos listos para afrontar un reto así. Como suele decirse, hay que ir a por todas, ¿no?

      Boone le miró con cierto escepticismo; aun así, optó por no rechazar de plano una idea que, para empezar, parecía inviable por una cuestión de costes.

      –Dime lo que tienes en mente.

      Pete se animó al ver que estaba dispuesto a escucharle, y afirmó con convicción:

      –Estoy seguro de que podríamos hacernos un hueco en ese mercado, de verdad que sí. No hay nadie que haga exactamente lo mismo que nosotros.

      –Vale, vamos a dar esa premisa como válida –le contestó, a pesar de no se creyó del todo que no hubiera multitud de marisquerías en una ciudad del tamaño de Nueva York–. Un local nos costará mucho más caro que aquí, tanto si lo alquilamos como si lo compramos. Tanto los salarios como el coste de las materias primas serán más altos, así que no podremos cobrar por un menú lo mismo que aquí ni por asomo.

      –No, pero los neoyorquinos están acostumbrados a pagar más a cambio de productos de calidad.

      Boone siguió haciendo de abogado del diablo, porque quería que Pete se diera cuenta por sí mismo de los inconvenientes que tenía su plan.

      –¿Y qué pasa cuando alguno de los clientes asiduos de cualquiera de nuestros restaurantes vaya a Nueva York, decida pedir alguno de nuestros platos estrella, y después vea que le cuesta, como mínimo, el doble que de costumbre?

      –¿Cuántas veces puede pasar algo así? –protestó Pete, aunque ya no se mostraba tan seguro de sí mismo.

      –Más de las que me gustaría, por desgracia. Hay mucha gente que nos descubre aquí y después viaja a otros lugares, Pete. Bastantes clientes me han comentado que también han estado en alguno de nuestros otros locales. No quiero que vayan a un restaurante nuestro en Nueva York y salgan sintiéndose estafados, y no se me ocurre cómo evitarlo.

      –Pero tener éxito allí nos abriría las puertas del mercado nacional, la gente nos rogaría que abriéramos en otras ciudades.

      –Si las cosas salieran así, sería increíble, pero me preocupa más que salieran mal y eso echara a perder nuestra reputación.

      –No saldrán mal –insistió Pete, con confianza renovada.

      –Lo siento, pero no. Tenemos que centrarnos en estas otras opciones, aquí sí que podremos ofrecer comida de calidad a precios razonables.

      Boone no se sorprendió al ver la cara de desilusión que ponía. Pete estaba deseando dejar su impronta en el negocio de la restauración y estaba claro que pensaba que Nueva York era el lugar idóneo para lograrlo, ya que allí abundaban los chefs famosos y comer bien era todo un arte.

      –¿Vas a darte por satisfecho con cualquier otro sitio que no sea Nueva York? Una de las razones por las que siempre hemos trabajado tan bien juntos es que estamos dentro de la misma línea.

      –Admito que me descoloca que estés cuestionando así mi opinión, pero la verdad es que entiendo tu punto de vista. No estoy diciendo que me guste, pero lo entiendo.

      Boone lo observó en silencio, tenía la sensación de que había algo más detrás de aquel interés por probar suerte en Nueva York.

      –¿Hay alguna otra razón por la que tengas tantas ganas de ir a Nueva York, aparte del reto que supone entrar en ese ambiente tan competitivo? –estuvo a punto de dejar pasar el tema al ver que le había tomado por sorpresa con aquella pregunta, pero al final optó por insistir–. ¿Se trata de una mujer?

      Pete lo miró como si acabara de hacer gala de una capacidad adivinatoria insospechada.

      –¿Cómo demonios lo has averiguado?, ¡no la he mencionado en ningún momento!

      Boone sonrió al admitir:

      –He reconocido los síntomas. Cuéntame, ¿lo vuestro va en serio?

      –No nos ha dado tiempo –admitió Pete con frustración–. Nos conocimos en Norfolk. Ella estaba allí para recibir a su hermano, que volvía después de pasar un año a bordo de un barco de la Armada, y ha vuelto un par de veces desde entonces. Yo pasé unos días en Nueva York, pero pasó lo del huracán y tuve que venir a toda prisa. Fue ella la que hizo que me ilusionara con la idea de irme a vivir allí.

      –¿Crees que lo vuestro solo puede funcionar si te mudas a Nueva York? –le preguntó, pensando en la complicada relación a distancia que él mismo iba a tener con Emily.

      –No, claro que no. Lo que pasa es que me ilusioné con la idea, ni siquiera sé si mi relación con ella tiene futuro. Es una abogada de altos vuelos y nos lo pasamos muy bien juntos. Le gustan la buena comida y los vinos de calidad, así que fuimos a algunos restaurantes realmente fantásticos de Nueva York. Ahí fue cuando empecé a fijarme en la competencia.

      –¿Y cuál es tu veredicto?

      –Que somos tan buenos e incluso mejores que la mayoría de ellos. Lexie… así se llama, es un diminutivo de Alexandra… me dio la razón, y es una persona que sabe lo que dice. La verdad es que, cuando vi cómo se desenvolvía estando en su propio terreno, empecé a preguntarme qué era lo que veía en mí.

      –Aunque no tengas un restaurante en Nueva York, eres un tipo con bastante éxito en el campo de la restauración –le recordó Boone–. Sabes de comida y de vinos, y acabas de decirme que esas son dos cosas que a ella le interesan. No te subestimes.

      –La verdad es que parece que ve en mí unas cuantas cualidades más –admitió Pete, sonriente–. Y menos mal que podemos permitirnos pagar los billetes de avión.

      –A lo mejor te regalo un par de viajes a Nueva York este año con el aguinaldo. Bueno, vamos a revisar en serio las otras posibilidades. ¿Cuál es la que más te convence, si dejamos tu libido al margen de la ecuación?

      Pete no se tomó a mal el comentario, y se echó a reír antes de contestar:

      –Creo que me decantaría por Charleston, sobre todo si conseguimos encontrar un buen sitio en la zona histórica. Te di un listado con varias propiedades que creo que podrían servir.

      –Charleston es un sitio que siempre me ha gustado, podríamos ir en los próximos días. Tendré que llevarme a B.J., pero al menos nos haremos una idea. Encárgate de concertar las citas de rigor con un agente inmobiliario, la Cámara de Comercio, el alcalde… en fin, tú mismo.

      –De acuerdo. ¿Cuándo quieres que vayamos? –era obvio que su entusiasmo había regresado.

      Como Emily estaba fuera, Boone pensó que ese era un buen momento; además, el viaje le serviría de distracción. Como no contaba con que ella volviera pronto a pesar de que se había comprometido a hacerlo, sugirió:

      –El lunes o el martes, si puedes tenerlo todo listo tan rápido.

      –No te preocupes, yo me encargo.

      Boone tenía la esperanza de que, con un poco de suerte, Emily ya estuviera de vuelta en casa para cuando ellos regresaran.

      Huelga decir que las conexiones


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