El hombre de ninguna parte - Magia en la Toscana. Caroline Anderson

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El hombre de ninguna parte - Magia en la Toscana - Caroline Anderson


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de las puertas. Bueno, todo lo cerca que podía estar sin una pala y unas cuantas horas de trabajo. Ya tenía la nieve por la rodilla y cada paso que daba se hundía más debido a la inclinación.

      Y no parecía que la situación fuera a mejorar en breve. Aunque el viento había dejado por fin de soplar, hacía frío. Un frío brutal e inesperado. Sebastian se arrebujó dentro del abrigo y soltó una risita amarga.

      No le habría hecho falta darse una ducha fría. Habría bastado con salir allí. Desnudo.

      Echó un último vistazo al camino y se dio la vuelta para volver a la casa siguiendo el olor de las tostadas y el sonido de las risas. Durante un instante sintió el corazón alegre. Todavía tendría a Georgia allí al menos veinticuatro horas más. Y seguramente más. Nadie iba a preocuparse por aquel pequeño camino. Había visto en las noticias cómo estaba todo el condado. Una vez dentro de la casa se sacudió las botas y el abrigo, se los quitó y volvió a la cocina.

      Georgia había preparado más té y estaba sentada a la mesa con Josh y una pila de tostadas calientes con mantequilla. El pequeño tenía la cara llena de migas, se reía de una forma deliciosa, y a Sebastian se le encogió el corazón.

      –Huele bien –dijo frotándose las manos.

      Georgia alzó la vista y lo miró a los ojos.

      –¿Y bien? –le preguntó.

      –No vamos a ir a ninguna parte –aseguró él sacudiendo la cabeza–. El camino está cubierto de nieve –sacó una taza del armario–. ¿Queda té?

      –Sí. Y te he hecho más tostadas. No sabía si querrías más, pero como te hemos interrumpido el desayuno...

      Sebastian se dejó caer en una silla frente a ella y agarró una tostada.

      –No pasa nada, pero sí me tomaría más tostadas. Tengo hambre.

      Hambre de todo tipo de cosas. De su calor, de su risa. De su niño, tan parecido a ella. Apartó rápidamente la vista y encendió la televisión para tener algo que hacer. Aquello era demasiado para sus barreras defensivas. Estaban hechas pedazos, caídas como unas vigas viejas tras un huracán. Georgia y su hijo las habían atravesado como si nunca hubieran existido.

      Georgia estaba viendo en la pantalla las imágenes de la nieve que habían enviado los telespectadores del programa matinal. No eran los únicos que estaban atrapados. Y al día siguiente era Navidad.

      –No cabe la posibilidad de que mañana estemos fuera de aquí, ¿verdad? –preguntó.

      –Me temo que no. Lo siento –respondió él–. Tus padres se llevarán un disgusto.

      Georgia asintió. Josh estaba jugando, moviendo un trozo de pan como si fuera un coche.

      –Supongo que los tuyos también. ¿Iban a venir también tus hermanos?

      –Sí. ¿Y tu hermano Jack?

      –Tiene su propia familia –suspiró Georgia–. Quería que estas navidades fueran especiales. Josh era demasiado pequeño para entender sus primeras navidades, y el año anterior... bueno, fue lo de David, así que en realidad no hubo celebración.

      Georgia tragó saliva para ocultar su desilusión, y Sebastian sintió que no podía dejarla así. Ni a ella ni a aquel niño pequeño que había perdido a su padre. Él no sabía cómo habían sido sus primeras navidades. Ni siquiera conocía la religión de sus auténticos padres, ni su nacionalidad, ni su edad. Nada. Solo un vacío. Y no podía soportar la idea de que Josh encontrara un vacío en el lugar donde debían estar las navidades.

      Aspiró con fuerza el aire y sonrió.

      –Bien, pues tendremos que asegurarnos de que sea un día especial –aseguró–. Tenemos comida de sobra, hay adornos de Navidad y un árbol fuera esperando a ser decorado. No podemos hacer nada más. Mi familia no va a poder llegar y tú no puedes salir de aquí, así que, ¿por qué no celebramos una Navidad que Josh recuerde?

      Georgia se lo quedó mirando registrando sus palabras, consciente de lo que le debió haber costado hacer aquella oferta.

      –Eso sería maravilloso –murmuró con los ojos brillantes–. Gracias. Sé que no tenías por qué...

      Sebastian alzó una mano para silenciarla.

      –Déjalo estar, Georgia. Vamos a divertirnos un poco y a darle a Josh sus navidades. Sin ataduras y sin recriminaciones. Y sin que se repita lo de anoche. ¿Crees que podremos?

      ¿Podrían? No estaba segura, pero quería intentarlo.

      Sintió que las lágrimas se le agolpaban en los ojos, así que apretó los labios y sonrió.

      –Sí, sí podemos. Gracias.

      Sebastian le devolvió la sonrisa y se puso de pie.

      –Entonces, ¿me ayudáis a decorar la casa?

      Sebastian les hizo una visita guiada por la planta de abajo.

      A Josh le encantó. Había muchos sitios donde esconderse, muchas cosas que explorar. Y a ella también le encantó, aunque de un modo diferente. Con un sabor agridulce por lo que podría haber sido una vez y no fue. Pero apartó de sí aquel pensamiento y trató de centrarse en lo que Sebastian había hecho con la casa.

      Que era mucho.

      –Vaya –dijo riéndose sorprendida cuando entraron en el comedor–. Qué mesa tan grande.

      –Y además se abre –afirmó él.

      –¿De verdad? –Georgia abrió los ojos de par en par, se fue al extremo de la mesa y se sentó–. ¿Me oyes?

      Sus miradas se cruzaron durante un instante, y Georgia sintió un torbellino de emociones en el pecho. Se levantó y fue hacia él deslizando los dedos lentamente por la pulida superficie, evitando sus ojos mientras trataba de recuperar el control.

      –¿Conseguiste el piano de cola para la sala de música? –preguntó con fingida naturalidad.

      Él negó con la cabeza.

      –No, me parecía inútil. No toco el piano. Pero a veces escucho música en esa sala. Ahora es mi despacho. Ven a ver el antiguo salón, el de estilo Tudor. Creo que es ahí donde deberíamos poner el árbol.

      Georgia asintió. El salón era un lugar recogido y confortable situado cerca de la cocina. Tenía vigas de madera y una preciosa chimenea de estilo inglés.

      Cuando Sebastian abrió la puerta, ella entró y suspiró.

      –Vaya, esto es muy acogedor –había unos sofás grandes y cómodos y unos troncos de madera a la espera de ser arrojados a la chimenea. Se imaginó a sí misma acurrucada en la esquina de uno de los sofás con un libro, un perro apoyado en las rodillas y Josh jugando con sus coches en el suelo.

      Ya estaba soñando otra vez.

      –Voy a poner el árbol en aquella esquina –comentó Sebastian–. Hay un enchufe cerca.

      –¿Cuánto mide?

      Sebastian se encogió de hombros.

      –Unos dos metros y medio –respondió con una sonrisa–. Si no cabe tendremos que recortarlo, pero solo hay una manera de saberlo.

      Resultó ser una misión complicada. El árbol estaba en el jardín de atrás, cerca de la caseta, pero había demasiada nieve.

      –No vendría mal una pala –murmuró Sebastian desde la puerta mirando la nieve con disgusto.

      –Creí que tenías una en el coche.

      –Así es. Mira cómo está el garaje –la nieve cubría la puerta, y sacarla sin pala no era una opción práctica–. Tendría que haber pensado en ello anoche.

      Pero por supuesto, no se le había ocurrido. Ya tenía bastantes cosas en las que pensar. Igual que ella. Pero no quería recordar la noche


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