El hombre de ninguna parte - Magia en la Toscana. Caroline Anderson

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El hombre de ninguna parte - Magia en la Toscana - Caroline Anderson


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que parte del sueño era un perro al lado de la chimenea –afirmó Georgia con naturalidad.

      –Dejé de soñar hace nueve años –contestó él con rotundidad.

      Ella dejó escapar un suave suspiro y le dio a Josh una galleta.

      –Lo siento. Olvida lo que he dicho. ¿Puedo usar tu teléfono fijo? Quiero llamar a mi madre, debe estar preguntándose dónde estamos.

      –Claro. Ahí está.

      Georgia asintió, agarró el teléfono y se dio la vuelta.

      Sebastian miró al niño, que seguía comiendo las galletas, y le sonrió. El pequeño le devolvió una sonrisa tímida que le encogió el corazón.

      Pobrecillo. Esperaba llegar a casa de sus amorosos abuelos y había terminado con un ermitaño amargado. Buen trabajo, Corder.

      –Ven, vamos a sentarnos en el suelo –le dijo dándole al niño un plato.

      Y siguieron tomando galletas mientras Sebastian trataba de no escuchar la conversación de Georgia.

      Ella miró hacia atrás y vio a Josh con Sebastian en el suelo devorando las galletas. Contuvo una sonrisa.

      –Estamos bien, mamá. El dueño de la casa ha sido muy amable, nos ha ayudado a sacar el coche y estamos cómodos y calentitos. Solo nos quedaremos aquí esta noche, y mañana nos llevará a tu casa con su Range Rover –afirmó con optimismo.

      –Bueno, me alegro de que estéis a salvo –reconoció su madre con alivio–. Estábamos muy preocupados. Nos veremos mañana, entonces. Dale un beso a Josh.

      –Sí, mamá. Adiós.

      Dejó el teléfono en su sitio y al girarse se encontró a Sebastian mirándola con una ceja enarcada.

      –No les has dicho dónde estás, ¿verdad?

      –¿Por qué iba a hacerlo? –parpadeó Georgia quitándose el abrigo y poniéndolo en una silla–. No he mentido, solo he omitido un hecho que no cambia nada.

      Sebastian no dijo nada, solo le sostuvo la mirada durante un largo instante antes de darse la vuelta. El agua ya había hervido.

      –Toma, tu té –le dijo sirviéndole una taza–. Dame las llaves del coche, voy a llevarlo al cobertizo. ¿Necesitas algo más?

      –Bueno, en el maletero hay una bolsa con los regalos de Navidad. Hay algunas cosas que no me gustaría que se congelaran.

      Georgia le pasó las llaves y Sebastian salió. Ella se subió a su hijo al regazo para leerle un cuento. Unos minutos más tarde, Sebastian regresó sacudiéndose la nieve de las botas y de la cabeza.

      –No tiene pinta de que vaya a parar, ¿verdad? –preguntó ella con preocupación.

      Él negó con la cabeza y le devolvió las llaves. Sus dedos se rozaron durante un instante, y Georgia se estremeció al sentir lo fríos que estaban. Sebastian se quitó el abrigo.

      –Voy a prepararte la habitación.

      –No tienes por qué hacerlo, será solo una noche. Puedo dormir en el sofá.

      Él se la quedó mirando como si estuviera loca.

      –Es una casa de diez habitaciones, no me supone ningún problema. ¿Dónde quieres que deje esto? –preguntó señalando la bolsa de los regalos.

      –¿Puedes ponerla en algún lugar que no sea mi habitación? Para no correr riesgos.

      –Claro –Sebastian recogió todas las cosas y salió de la cocina. Entonces Georgia sintió un tirón en la manga.

      –¿Vamos a cenar a casa de la abuela? –preguntó su hijo esperanzado.

      –No, cariño. Vamos a quedarnos aquí. Iremos mañana si deja de nevar –le subió en brazos y le dio un beso–. ¿Qué te parece si jugamos al escondite? –le propuso con alegría.

      El niño se rio y se agitó para que lo bajara. Mientras Georgia contaba hasta diez, desapareció debajo de la mesa.

      –¡Estoy escondido! ¡Mamá me tiene que encontrar!

      –¿Dónde se habrá metido? Josh, ¿dónde estás? –canturreó ella fingiendo buscar por las alacenas.

      –¡Mami, estoy aquí! ¡Debajo de la mesa!

      Georgia se agachó y miró entre las patas de las sillas con el trasero hacia arriba, y por supuesto, aquella fue la postura en la que la encontró Sebastian cuando entró un segundo después.

      –Hola –dijo ella incorporándose sintiendo cómo le ardían las mejillas–. Estábamos jugando al escondite.

      Él se rio entre dientes.

      –Hay cosas que nunca cambian, ¿verdad? –murmuró.

      Georgia sintió una oleada de calor por todo el cuerpo. Habían jugado muchas veces al escondite en la casa después de aquella primera vez, y cada vez que Sebastian la encontraba, la besaba.

      –Al parecer no –respondió ridículamente sonrojada–. Eh... será mejor que le cambie el pañal. ¿Dónde has dejado nuestras cosas?

      –En la habitación. Os acompaño.

      Georgia tomó a Josh de la mano y siguió a Sebastian por la elegante escalera de estilo georgiano, pasando con firmeza frente a la puerta entreabierta del dormitorio principal, donde le había entregado su cuerpo... y su corazón.

      ¿Por qué diablos había sacado el tema del pasado cuando le mencionó lo del escondite?

      «Idiota», se recriminó. Había tenido que salir de la cocina con la excusa del coche cuando Georgia se quitó el abrigo y mostró aquellas curvas femeninas y lascivas que le había proporcionado la maternidad.

      Siempre había tenido curvas, pero ahora eran más redondeadas, más dulces. Se moría por tocarlas, por tener entre las manos la redondez de su trasero.

      –Es aquí –dijo abriendo la puerta de la habitación–. Tiene su propio cuarto de baño. Pero me temo que no he montado la cuna de viaje. No sabría por dónde empezar.

      –No pasa nada, yo puedo hacerlo. Supongo que no tendrás una sábana pequeña o algo parecido, ¿verdad?

      –Seguro que encontraré algo. Te veré en la cocina cuando hayas terminado –dijo Sebastian saliendo.

      Georgia miró a su alrededor, hacia la bonita habitación decorada con muebles antiguos, y se preguntó quién se habría encargado de la decoración. Seguramente Sebastian habría pagado una cantidad obscena de dinero para que se encargara de ello. Pero le sobraba.

      Le había ido mejor que bien, había conseguido un éxito rotundo en la Bolsa y luego había reinvertido el dinero en diferentes empresas. Tenía reputación de ser justo pero firme en los negocios.

      –Ven aquí, Josh –suspiró Georgia–. Vamos a cambiarte el pañal.

      Pero Josh estaba explorando, investigando el decadente cuarto de baño con su bañera de garras y brillante grifería de cobre a juego con la del lavabo. Había una pila de esponjosas toallas blancas y carísimos artículos de baño en la repisa.

      Qué maravilla. Georgia miró la bañera con anhelo. Tal vez más tarde. Cuando por fin atrapó a Josh y pudo cambiarle el pañal, le sonrió triunfal.

      –Muy bien. Ahora vamos a bajar a tomar una taza de té, ¿de acuerdo?

      Y a ver a Sebastian otra vez. Se mordió el labio. Se estaba mostrando educado pero distante, y se dijo que así era como quería que fuese.

      Pero al parecer su corazón no pensaba lo mismo, y una pequeña parte de ella se sentía decepcionada de que no pareciera contento de verla. Bueno, ¿qué esperaba? Le había dejado porque era demasiado ambicioso, muy distinto al chico del que se había enamorado cuatro años antes, y


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