El hombre de ninguna parte - Magia en la Toscana. Caroline Anderson
Читать онлайн книгу.a Josh.
El pequeño tenía una expresión de duda.
–Quiero ir con los abuelos.
–Ya lo sé, pero hoy no podemos llegar hasta allí por la nieve, así que vamos a quedarnos esta noche con Sebastian en esta casa tan bonita, ¿de acuerdo? –trató de sonreír, pero le salió una mueca falsa. Le daba miedo entrar con Sebastian en aquella casa que albergaba tantos recuerdos de su pasado.
Pero no era culpa suya que ella estuviera allí, y lo menos que podía hacer era mostrarse amable y aceptar su hospitalidad. Se dio la vuelta al verle acercarse al coche y abrirle la puerta.
–Lo siento –dijeron los dos a la vez.
Sebastian esbozó una sonrisa que le partió el corazón y se apartó para dejarla salir.
–Te ayudo a bajar las cosas –se ofreció él.
Cuando Georgia empezó a pasarle bolsas, Sebastian se preguntó cuántas cosas necesitaban una mujer y un niño pequeño para una sola noche.
–Con esto llegará por ahora –aseguró ella cuando le vio agarrar la cuna de viaje–. Tal vez tenga que volver luego a buscar algo más.
–De acuerdo –Sebastian cerró el maletero mientras ella salía del coche con su hijo.
«Su hijo», pensó él, sorprendido por la oleada de celos que le provocó que tuviera un hijo con otro hombre.
Los rumores no le habían llegado completos, porque no sabía que tenía un hijo pero sí se enteró de que su marido había muerto. De aquello hacía un año, tal vez dos. ¿Habría sido cuando estaba embarazada? Los celos fueron sustituidos por la compasión. Debió ser duro para todos.
El niño lo miró muy serio durante un instante con aquellos ojos que le atravesaban el alma y Sebastian se dio la vuelta, tragando saliva para pasar el nudo que se le había formado en la garganta, y los guio hacia el interior de la casa.
–¡Oh!
Georgia se paró en seco en el umbral y miró a su alrededor con la boca abierta. Habían entrado por la parte más antigua de la casa, a través de un vestíbulo que daba a una cocina cálida y acogedora que parecía sacada de una revista.
–Está un poco distinta, ¿verdad? –murmuró Sebastian con una sonrisa irónica.
Ella se rio sin dar crédito. La última vez que la había visto era una estancia oscura con nidos de pájaro.
Sebastian se quitó el abrigo y lo colgó en el respaldo de una silla antes de agarrar la tetera.
–¿Té?
Georgia dejó de observar los detalles de la cocina y lo miró con cierto recelo.
–Si no te importa...
Pero ya había quedado claro que sí le importaba tras sus tempestuosas palabras antes de entrar. Sebastian suspiró y se pasó una mano por el pelo. Estaba mojado por la nieve y las gotas le caían por el cuello. Seguramente a ella le pasaría lo mismo. Sacó un paño de cocina de un cajón y se lo pasó antes de agarrar otro para él.
–Toma –le dijo con un gruñido–. Tienes el pelo mojado. Ve a ponerte cerca de la estufa.
No era una disculpa, pero sí podía considerarse un gesto de paz, y así lo aceptó ella. Estaban atrapados el uno con el otro sin remisión y Josh tenía miedo y hambre. Georgia se colocó al lado de la estufa con Josh en la cadera y se secó el pelo con la mano libre mientras trataba de no observarle.
–Me encantaría tomar un té, gracias. Y seguramente Josh agradecería una galleta si tienes.
–Sin problema. Creo que podríamos aguantar un asedio, toda mi familia llega mañana para pasar la Navidad, así que la despensa está a rebosar. Es mi primera Navidad en la casa y me he ofrecido a ejercer de anfitrión para purgar mis pecados.
–Supongo que estarán deseando venir. Tus padres deben estar encantados de tenerte cerca otra vez.
Sebastian sonrió con cierta amargura y se giró, ofreciéndole una perfecta vista de sus anchos hombros mientras sacaba unas tazas.
–La necesidad obliga. Mi madre no se encuentra muy bien. Tuvo un ataque al corazón hace tres años y en Semana Santa le pusieron un by-pass.
Vaya. Sebastian quería mucho a su madre, pero su relación había sido siempre un poco tormentosa, aunque Georgia nunca llegó a entender por qué.
–Lamento oír eso. No lo sabía. Espero que ya esté mejor.
–Se está recuperando. ¿Y cómo ibas a saberlo? A menos que tengas vigilada a mi familia como me tienes a mí –afirmó girándose para mirarla con sus penetrantes ojos.
Ella se lo quedó mirando sorprendida.
–¡Yo no te tengo vigilado!
–Pero sabías que estaba viviendo aquí. Cuando respondí al telefonillo, sabías que era yo.
Como si no hubiera reconocido su voz en cualquier parte, pensó Georgia sintiendo un tirón en el pecho.
–No sabía que te hubieras mudado aquí –afirmó con sinceridad–. Eso ha sido un golpe de suerte para mí dadas las circunstancias. Pero no es ningún secreto que habías comprado la casa. Estabas rescatando varias casas históricas al borde de la ruina y la gente lo comentaba. No olvides que mi marido era agente inmobiliario.
Sebastian frunció el ceño. Aquello tenía sentido. Pensó en decir algo, pero, ¿qué? ¿Siento que haya muerto? Era un poco tarde para ofrecer sus condolencias. Y tampoco era momento para hablar de ello delante del niño.
Así que tras una pausa en la que llenó de agua la tetera, sacó el tema de la casa. Era más seguro, siempre y cuando pudiera mantener los recuerdos bajo control.
–No sabía que hubiera provocado tanto revuelo –afirmó con naturalidad.
–Por supuesto que sí. La casa era una completa ruina. Creo que todo el mundo esperaba verla caer antes de que se vendiera.
–Tampoco era para tanto, pero el dueño no podía permitirse nada más que reparar el tejado y tampoco quería convertirla en apartamentos ni en un hotel. Así que lo estipuló claramente en el testamento. Al parecer nadie quiere una casa como esta actualmente. Es demasiado cara de mantener. Así que esperé mientras los albaceas trataban de anular esa cláusula.
–Y luego la rescataste.
Porque no había podido olvidarla. Ni a la casa ni a ella.
–Sí, bueno, todos cometemos errores –murmuró poniendo la tetera al fuego y abriendo las alacenas para buscar galletas.
¿De verdad pensaba que había sido un error?, se preguntó Georgia. ¿Por todo el dinero invertido o por los recuerdos, recuerdos que a ella todavía le perseguían estando allí con él, en aquella casa en la que se habían enamorado?
Sebastian encontró finalmente una caja de galletas de almendra y se las mostró.
–¿Le gustarán? –preguntó.
–Sí, muchas gracias –asintió ella.
–Galleta –dijo Josh señalando la caja y mirando a Sebastian como si no se fiara del todo.
–Pídela por favor –le urgió su madre dejándole en el suelo y quitándole el abrigo.
–Por favor –murmuró el niño sin apartarse de la pierna de su madre.
Sebastian abrió el paquete y se lo ofreció al pequeño.
–Toma. Llévaselo a mamá por si quiere una.
Josh vaciló un segundo y luego soltó la pierna de Georgia para ir por el paquete con los ojos muy abiertos antes de volver con ella a toda prisa. Pero en su precipitación se la cayeron algunas galletas al suelo.
Sebastian se agachó