El hombre de ninguna parte - Magia en la Toscana. Caroline Anderson

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El hombre de ninguna parte - Magia en la Toscana - Caroline Anderson


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      Georgia estaba de rodillas en el asiento mirando algo que había atrás. Cuando se giró hacia él esbozó una sonrisa débil.

      –Hola. Qué rápido. Siento mucho...

      –No pasa nada –la atajó él tratando de no escudriñar su rostro para buscar cambios–. Venga, salgamos de aquí.

      –¿Lo ves, Josh? –exclamó Georgia con alegría–. Te dije que vendría a ayudarnos.

      ¿Josh? ¿Había un «Josh» que podría haberla ayudado a salir?

      –¿Josh? –preguntó él con frialdad.

      –Es mi hijo.

      ¿Tenía un hijo? Sebastian inclinó la cabeza para mirar en el asiento de atrás y se encontró con unos ojos tan familiares que sintió que le atravesaban el alma.

      –Josh, este es Sebastian. Nos va a sacar de aquí.

      Por supuesto que lo haría. ¿Cómo iba a decepcionar a aquellos ojos verdes cargados de preocupación? Pobre niño.

      –Hola, Josh –dijo antes de permitirse mirar a Georgia.

      No había cambiado nada. Tenía los mismos ojos grandes e ingenuos de su hijo, los mismos labios carnosos, los pómulos altos y las cejas bien arqueadas que le habían encandilado tantos años atrás. Sus rizos, ahora perlados de nieve, seguían igual de brillantes y de salvajes que siempre. Tenía su rostro a escasos centímetros, y su aroma le envolvió, debilitándole las defensas.

      Sacó la cabeza del coche y se estiró, llenándose los pulmones del helado aire exterior. Se sintió un poco mejor. Ahora solo tenía que volver a levantar sus defensas.

      –Lo siento de verdad –repitió ella asomándose.

      Pero Sebastian sacudió la cabeza.

      –No lo sientas. Vamos a sacar tu coche de aquí y vais a entrar en casa.

      –¡No! Tengo que llegar a casa de mis padres.

      –Mira el tiempo, Georgia –le pidió él señalando al cielo–. No vas a ir a ninguna parte. No sé si podré sacar tu coche de aquí, y desde luego no vas a ir a ninguna parte ahora que casi es de noche. Ponte al volante, enciende el motor y cuando sientas un tirón suelta el freno y mete la marcha atrás mientras yo tiro, ¿de acuerdo?

      Ella abrió la boca, volvió a cerrarla y asintió. Ya tendría tiempo de discutir con él cuando sacara el coche.

      Lo consiguieron en un instante. El coche patinó un poco y por un momento, Georgia creyó que no iban a conseguirlo. Pero finalmente lograron sacarlo. Puso el freno de mano y dejó de apretar con fuerza el volante.

      Fase uno finalizada. Ahora tocaba enfrentarse a la fase dos.

      Abrió la puerta del coche y salió al temporal. Sebastian estaba allí mismo, comprobando que el lateral del coche no hubiera sufrido ningún daño.

      –Parece que está todo bien.

      –Qué bien. Es un alivio. Y gracias por la ayuda...

      –No me des las gracias –le espetó él con brusquedad–. Estabas bloqueando el camino.

      Ella tragó saliva ante aquel inesperado latigazo. Por supuesto, era la última persona a la que Sebastian querría ayudar, pero lo había hecho de todas formas, así que se tragó el orgullo y volvió a intentarlo.

      –En cualquier caso, te lo agradezco. Ahora me pondré en camino y...

      Él la atajó con un suspiro.

      –Acabamos de tener esta conversación, Georgia. No puedes ir a ninguna parte. ¿Cómo diablos se te ocurrió tratar de llegar hasta aquí con este temporal?

      Georgia parpadeó y se lo quedó mirando fijamente.

      –Tenía que hacerlo. Voy a pasar la Navidad con mis padres y pensé que llegaría antes de que nevara.

      –¿Y por qué has tomado este camino? No es la opción más inteligente, y menos con ese cacharro.

      ¿Cacharro? Aquello la irritó.

      –No era mi intención venir por aquí, pero la carretera principal estaba cortada por un accidente. ¿Sabes qué? Olvídalo –le espetó perdiendo la paciencia–. Siento mucho haberte molestado. Vuelve a tu torre de marfil y te dejaré en paz.

      Trató de regresar al coche, pero Sebastian le agarró la muñeca con fuerza.

      –¡Madura de una vez, Georgia! Por muy tentado que me sienta a dejarte aquí para que te las arregles sola, no puedo permitir que los dos muráis por culpa de tu estupidez y de tu orgullo.

      Ella abrió los ojos de par en par y lo miró fijamente mientras trataba de zafarse.

      –¿Estupidez y orgullo? ¡Mira quién fue a hablar! No vamos a morir. No seas melodramático. No es para tanto.

      Sebastian la atrajo hacia sí y observó su rostro mientras su aroma volvía a invadirle.

      –¿Estás segura? –gruñó–. Porque puedo dejarte aquí para que lo compruebes si quieres. Pero no voy a dejar a tu hijo contigo. ¿Cuántos años tiene? ¿Dos? ¿Tres?

      El desafío desapareció de los ojos de Georgia y fue sustituido por la preocupación.

      –Dos. Tiene dos años.

      Sebastian cerró los ojos un instante y tragó saliva para contener las náuseas. Él también tenía dos años cuando...

      –De acuerdo –dijo con voz tirante pero pausada ahora–. Esto me gusta tan poco como a ti, pero la diferencia está en que yo me tomo en serio mis responsabilidades...

      –¿Cómo te atreves? –gritó Georgia–. ¡Yo me tomo mis responsabilidades muy en serio! ¡Nada es más importante para mí que Josh!

      –¡Pues demuéstralo! ¡Entra en el coche y por una vez en tu vida haz lo que te dicen antes de que todos muramos congelados!

      Sebastian le soltó el brazo como si le quemara y ella volvió a entrar en el coche dando un portazo innecesario.

      –¿Mami?

      –No pasa nada, cariño –diablos, le temblaba la voz. Le temblaba todo el cuerpo.

      –No me gusta. ¿Por qué está enfadado?

      –Solo está enfadado con la nieve, Josh. Igual que yo. No pasa nada.

      Una mano enguantada limpió el cristal y los limpiaparabrisas empezaron a moverse otra vez, de modo que Georgia ya podía ver el coche que tenía delante. Sebastian quitó la cuerda del remolque y se puso en marcha. Ella le siguió obedientemente mientras atravesaban las puertas de hierro. Cuando las cruzaron, vio cómo empezaban a cerrarse tras ellos, atrapándola en el interior de la propiedad.

      Easton Court, el lugar de sus sueños rotos. Su próxima prisión durante quién sabía cuánto tiempo.

      Tendría que haberse quedado en el atasco.

      Sebastian siguió conduciendo y pasó por delante de las antiguas caballerizas que había detrás de la casa. Cuando se detuvo ya había logrado recuperar la calma. Si conseguía mantener la boca cerrada, tal vez no dijera algo de lo que pudiera arrepentirse.

      Algo «más» de lo que pudiera arrepentirse. Ya era un poco tarde para las cosas que acababa de decir, y muy tarde para todo lo que dijo nueve años atrás, para la amargura y la destrucción que había llevado a su relación.

      Tanto tiempo después seguía sin saber quién tenía razón y quién no, o si alguien tenía razón. Solo sabía que la echaba de menos, que no había dejado de echarla de menos a pesar de que durante todos aquellos años había tratado de ignorarlo.

      Aspiró con fuerza el aire, bajó del coche y quitó la cuerda del


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