La muralla rusa. Hèlène Carrere D'Encausse
Читать онлайн книгу.y la Iglesia de Rusia, que agravó el contencioso entre el emperador y sus súbditos dolidos por su voluntad de borrar la especificidad rusa germanizando el país y sus instituciones. Su rusofobia le impulsó a querer reformar la Iglesia ortodoxa —Iglesia nacional, autocéfala— inspirándose en el espíritu y los ritos de la Reforma —la religión primera de Pedro III—. La Iglesia entera se sublevó contra este proyecto, estaba apoyada por sus fieles y nadie podía saber al comienzo del reinado qué dimensión alcanzaría este conflicto.
Es también en el mundo exterior y en primer lugar en Francia donde va a tropezar muy pronto Pedro III, no ya en el terreno de la guerra que acaba, sino en su voluntad reformadora. Tan pronto se instaló en el trono, Pedro III hizo saber a los representantes de los países extranjeros en Rusia que deberían someterse a un procedimiento que se parecía mucho a una nueva acreditación. Sus cartas credenciales —presentadas hacía tiempo— no tendrían efecto hasta que les recibiera el príncipe Jorge de Holstein a quien el emperador acababa de promover al grado de mariscal de campo. El barón de Bretruil por Francia, el conde de Mercy-Argenteau por Austria y el marqués de Almodóvar, representante del rey de España, se rebelaron. ¿De qué iba este extraño protocolo? Ellos no aceptaban eso más que si el príncipe de Holstein tomaba la iniciativa, anunciándoles su llegada y pidiéndoles ser recibido. Breteuil informó a su ministro que le apoyó. Pedro III, por su parte, hizo aumentar la tensión, amenazando a los representantes con exigir su retirada si se obstinaban. Este extraño incidente protocolario tomó así proporciones inesperadas, sugiriendo que el conjunto de las relaciones diplomáticas podría quedar afectado. El asunto llegó hasta poner en causa el título imperial de Pedro III, título que Rusia desde Pedro el Grande se esforzaba en conseguir de Versalles y que Isabel había obtenido de Luis XV. En la crisis protocolaria de 1762, Versalles recordó una precisión insoportable para el monarca ruso, el título imperial se le había concedido a Isabel a título personal y no podía transmitirse a sus descendientes. El barón de Breteuil hizo al soberano ruso una sugerencia propia para apagar el incendio. Él haría al príncipe de Holstein la visita que había pedido y Francia mantendría el título imperial. Pero cuando el tratado de amistad ruso-prusiano se firmó, el debate protocolario perdió su razón de ser. El barón de Breteuil fue llamado a su país. Informó a su ministro de la situación en Rusia, de la impopularidad creciente del soberano, de la falta de entendimiento en la pareja imperial que dejaba presagiar el repudio de la emperatriz y su remplazo próximo por una favorita ya situada. Describía de manera detallada la personalidad de Catalina, ciertamente alemana, pero profundamente apegada a Rusia y considerada por eso por los rusos. Breteuil insistía también en la proximidad entre Catalina y el preceptor de su hijo, el conde Nikita Panin, diplomático prudente que se había formado en su oficio en Dinamarca y luego en Suecia. Le habían llamado para encargarle de la educación del joven príncipe Pablo, futuro Pablo I. A la hora de la sucesión tan debatida de Isabel, Panin había aconsejado una solución alternativa, la corona reservada a su alumno, mientras que en calidad de gobernador del joven soberano él tomaría parte, como consejero, en la regencia. El proyecto fue rechazado, pero Panin se había quedado cerca de Catalina y de su amiga y confidente la princesa Dáshkova, su sobrina y luego su amante. Este trío, inquieto por las excentricidades y excesos de Pedro III, captaba la atención de Breteuil que lo señaló a su ministro.
En Versalles, el descontento respecto a Rusia se unía a la inquietud. Crecía la convicción de que Pedro III era un peligro para Europa por su prusofilia, su imprevisibilidad y su inmadurez. Pero nadie sabía como remediarlo. Mientras representaba a Francia en Petersburgo, el marqués de l’Hôpital había ya escrito a su ministro Bernis: «A la muerte de la emperatriz, Rusia conocerá una revolución. No se puede dejar el trono al gran duque». ¿Pero a quién imaginar en su lugar? Una vez más se pensaba en Iván VI, el desgraciado recluso de Schlüsselburg. Desde que fuera encerrado, nadie había oído hablar de él, nadie sabía incluso si seguía vivo. La hipótesis de un salto de generación a favor del gran duque Pablo se había vuelto impracticable por la precipitación con que Pedro se había apoderado del trono. En cuanto a Catalina, esposa amenazada de repudio en beneficio de la que el barón de Breteuil describía «parecida a una sirvienta de albergue» aunque fuese la hija del canciller, de esta Catalina nadie en Versalles había aún tomado la medida. Se conocía sobre todo la lista de sus amantes y sus eternas necesidades de dinero. Breteuil precipitó el curso de los acontecimientos reportando a Versalles el grave incidente que tuvo lugar en una cena donde Pedro III había ordenado que se arrestase a Catalina. El príncipe de Holstein, inquieto por el escándalo, obtuvo de su sobrino que renunciase a ese proyecto. Pero Catalina sabía que su tiempo estaba contado y se volvió al barón de Breteuil, solicitando su ayuda para financiar el complot del que ella le reveló la existencia. Breteuil estaba a punto de partir, se le había prometido la embajada en Estocolmo, la idea de quedar comprometido en un complot azaroso, del que nunca había tenido conocimiento, le preocupó. Exigió detalles, argumentó que él no podía actuar sin el acuerdo de su gobierno y pidió una prueba escrita de mano de Catalina. Antes incluso de haber recibido respuesta, salió apresuradamente de la capital, dejando a su colaborador Bérenger al tanto para seguir el asunto como le pareciera mejor.
Dos decenios antes, La Chétardie se había mostrado mucho más audaz. El barón de Breteuil, con la prisa de acudir a un nuevo destino, ni siquiera informó a Versalles del drama que se avecinaba y que, en muchos aspectos repetía el escenario de 1742. En aquel año, Isabel temía ser encerrada en un convento y los conjurados reunidos a su alrededor habían acelerado el complot porque la guerra contra Suecia imponía que la Guardia, donde se reclutaban los conjurados, fuese enviada al frente.
Bérenger reportó a Versalles que Pedro III se relajaba en alegre compañía femenina en Oranienburg, su residencia preferida, sugiriendo así que nada era urgente. Había incluso asegurado al ministro que le avisaría del comienzo de las operaciones diez días antes.
Es en esta atmósfera como se desarrolló el golpe de Estado del 28 de junio de 1762. Se repetía el que había llevado al poder a Isabel. La Guardia estaba en primer plano y un cuarteto brillante, los hermanos Orlov, de los que uno de ellos, Grigori, era el amante de Catalina, organizó el golpe. Catalina, consciente del papel jugado por la Guardia en las diversas revoluciones de palacio, había probablemente cuidado elegir en ella a un amante, mejor aún tomándolo en una fraternidad de cuatro personas. Su influencia sobre la Guardia sería más efectiva. Alexis la condujo ante los tres regimientos reunidos al efecto, que la saludaron, le prestaron juramento, y quedó entronizada como lo había sido Isabel. Sorprendido en su tebaida, Pedro III huyó, lloriqueó y, cuando se le arrestó, declaró que iba a abdicar. La emperatriz le envió escoltado a Ropcha donde, según la versión oficial, murió cuatro días más tarde, víctima de un cólico hemorroidal. La versión oficial no aguantó mucho tiempo al rumor. Catalina lo había hecho asesinar, el ruido corrió, propagado pronto por historiadores tales como el francés Rulhière. Sin embargo, otra versión circulaba también, la del billete que Alexis Orlov envió a Catalina asegurándole que «nuestro imbécil ha sucumbido en una pelea que él ha empezado». La muerte en el curso de una batalla de borrachos se mantuvo como la explicación más plausible del final de un emperador odiado. Cualquiera fuese la explicación, para Catalina este final era bienvenido, la liberaba de la amenaza que suponían los partidarios de Pedro si este hubiese sobrevivido. Federico II, al conocer el golpe de Estado, deploró la muerte de su interlocutor privilegiado, pero a guisa de oración fúnebre constató que su ausencia de valor y lucidez le habían impedido prever el suceso, y precaverse acudiendo a su ejército, lo que le hubiese salvado su trono.
Es en Francia donde el suceso tiene más eco. El barón de Breteuil quedó muy sorprendido a su vuelta por ser amonestado por su ministro, que le reprochó no haber vuelto a Petersburgo en cuanto conoció la noticia. Y le ordenó volver a su puesto. El golpe de Estado no tranquilizó a Versalles en la medida en que, poco confiado en el porvenir de Catalina, esperaban otros sobresaltos. La vida disipada de la nueva emperatriz, tema de tantos rumores, le valía poca estima y sugería que sufriría influencias que pesarían sobre su política. Además, la sombra de Iván VI planeaba sobre el trono. Por primera vez en la historia atormentada de Rusia, el trono estaba ocupado por una extranjera —alemana por más señas— que no tenía ninguna relación con la línea de Pedro el Grande más que el marido muerto misteriosamente que ella había destronado,