Jenisjoplin. Uxue Alberdi

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Jenisjoplin - Uxue Alberdi


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y la naturaleza, sin más exigencias ni desprecios: intentar percatarse del momento en el que el verano se convierte en otoño, dejar que la lluvia le mojara la piel, sentir la calidez del resto de cuerpos, escuchar de cerca los pasos de sus padres, apretar la cara contra los tiernos mofletes de una niña, respirar… No le pedía nada extraordinario a la vida.

      Las fotos que nos sacaron juntas en aquella época quedaron inmortalizadas en casa de la amama. Había una de la nevada de 1985: la tía haciendo el ángel sobre la nieve que embellecía el barrio. En una foto veraniega, salíamos las dos sacándole la lengua a la cámara al lado de las vías del tren, yo con tres años, ella con diecinueve.

      Al poco de hacernos esas fotos empezó a perder peso. Sus mejillas palidecieron y se vaciaron. Se le profundizaron las ojeras. El invierno siguiente le fallaron las piernas. De repente vomitó el primer bocado de la comida… Le pasó lo mismo en la cena.

      —No puedo tragar —le dijo a la amama.

      Fueron al médico de familia y le recetó vitaminas. Al ver que empeoraba, la dirigieron a la Residencia de Donostia. Allá los médicos no titubearon: tenía sida.

      Le dijeron que moriría y, al parecer, no lloró. Una joven de dieciocho años de la comarca acababa de morir de sida. El bicho ya se había llevado a tres chicos del pueblo. Le rogó a la amama que la perdonara.

      Durante la enfermedad, siguió encargándose de mí en la medida que pudo. El tratamiento de retrovirales la dejaba exhausta, tanto que en casa dudaban de qué era lo que se la llevaría antes, si el sida o la propia medicación. Después de tomar las medicinas, a duras penas conseguía andar. La tenían que llevar al baño en brazos.

      A mi madre le molestaba que yo pasara demasiado tiempo con Karmen. Le asustaba que mostrara tanto apego por la tía. En el pueblo había mucha confusión sobre los medios de transmisión del sida, corrían rumores: que era peligroso bañarse en la misma piscina con los enfermos, beber del mismo vaso, calzarse las mismas zapatillas… Mi madre criticaba el comadreo de la calle; decía que la gente hablaba por hablar, pero no sabía cuál era la distancia prudente en el caso de su hija. Que Karmen me acariciara, me besara, que respiráramos el mismo aire día tras día en aquel cuarto cerrado… le parecía arriesgarse demasiado. Se peleó varias veces con mi padre a causa de ello. También tuvo alguna que otra discusión con la amama. Ella sabía que otras madres que estaban en su misma situación habían tomado medidas de prevención más rigurosas, tales como apartar los cubiertos y la vajilla del enfermo o lavar su ropa aparte y con lejía; bien sabía que se acercaban a ellos lo menos posible, pero se negaba a tratar a su hija como a una apestada.

      El aitita Manuel se cambió a la pequeña cama del cuarto de Karmen para que mi tía durmiera con la amama. A principios del año 1987, madre e hija compartieron cama durante cuatro meses. La tía solía tener muchísimo frío, aunque la amama la cubriera con mantas y con el calentador eléctrico. Karmen quería estar solo con ella y conmigo. La calmaba sentir cerca la voz del aitita, pero no se atrevía a llamarle. Tampoco Manuel osaba acercarse a su hija. Karmen nos suplicaba que nos metiéramos en la cama con ella, necesitaba que la tocáramos constantemente. Recuerdo que me pedía que la rodeara con los brazos.

      En los últimos meses pasé mucho tiempo junto a ella. Ponía música e imitaba las sevillanas, la hacía reír. Dice la amama que fui yo quien reconcilié a la tía y al aitita. Una tarde, llamé al aitita desde la cama de Karmen. Le pedí que cantara una de sus canciones para que yo pudiera bailar. Hice que entrara en el cuarto tirándole de la camisa. Arrastré una silla desde la cocina y le monté el tablao flamenco delante de la cama. El aitita Manuel, tras vacilar un instante, dio unas palmas y comenzó a cantar. Para aquel entonces Karmen estaba devastada. Cantó Adiós lucerito mío, mientras yo daba vueltas sin parar, con los brazos en alto y clac, clac, clac, zapateando fuerte el suelo.

      La amama y la tía nunca hablaron sobre la muerte. Cuando empezó a agonizar, la ingresaron en el Hospital de Arantzazu. Los sanitarios le organizaron una pequeña fiesta para celebrar su cumpleaños: era el 5 de mayo de 1987, cumplía veinte años. Le llevamos regalos y tartas, le sacamos una sonrisa. La tía Karmen no tenía fuerzas ni para apagar las velas. Me asusté. Fue la última vez que la vi. Debí de estar distante, pese a que ella hizo lo imposible por sentirme cerca.

      —Vámonos a casa —le pedí a mi madre.

      Karmen murió cuatro días después, un lunes por la tarde, con el aitita y la amama cogiéndola cada uno de una mano.

      —Jenisjoplin, despierta.

      Llevaba horas en la cama, días quizás. Mi padre levantó la persiana y abrió la ventana. La habitación olía a cerrado. Afuera estaba oscuro.

      —Pronto amanecerá. ¡Arriba!

      —Pero… ¿cómo has venido?

      —Hemos llegado de A Coruña a Bilbo en cinco horas. Me han pillado por lo menos tres radares.

      —¿Te has traído a Josune?

      —Duerme en el coche. Los viajes largos la dejan molida.

      —¿Qué le has dicho?

      —¿Qué le iba a decir? Era la primera vez que estábamos juntos en un hotel a pensión completa. Hemos tenido que coger las maletas y marcharnos cuando estábamos a punto de entrar al bufé libre.

      —Joder, aita.

      —Es mi pareja.

      —Apenas la conozco. No sabe quién soy.

      —Sabes que me gusta la verdad.

      —Eres un sincericida.

      —Lo que tú quieras, vete a la ducha.

      Era la primera vez que veía mi cuerpo desnudo desde que me diagnosticaron. Mujer alunarada, mujer afortunada, solía decirme la amama de pequeña.

      Salí al salón envuelta en el albornoz y con el pelo mojado. Mi padre estaba sentado en el sillón, con el Ducados humeando. Hizo gesto de peinarse el pelo hacia atrás.

      —Tienes el bicho.

      —Eso dicen.

      —Así que todavía vive ese cabrón.

      —¿Dónde está ama?

      —En la cocina.

      —¿Cómo está?

      —Hecha polvo, la vamos a matar a disgustos. Ayer, cuando entraste en la tienda de vuelta del hospital, se le cayó el mundo. Lo sabía todo antes de que se lo dijeras. Me jugaría el cuello a que sospechaba algo.

      Hizo un dibujo en el aire con el humo del cigarro, no tenía forma de nada, solo de ausencia.

      —¿Te acuerdas de la foto de comunión de la tía?

      La recordaba, estaba en el hall de la casa de la amama. «¡Sí que te queda bien el hábito!», me decían los amigos que venían de visita, aunque bien sabían que yo no había hecho la comunión.

      —Es la forma de mirar.

      —¿Qué?

      —La forma de mirar a cámara es lo que os hace tan iguales. Esa risa medio tímida, medio desafiante, y la mirada también partida: como si guardarais las preguntas en un ojo y las respuestas en el otro. Janis Joplin y Amy Winehouse.

      Hizo dos círculos de humo, uno más pequeño que el otro, que se desdibujaron con la tercera bocanada.

      —No te vas a morir. No te puedes morir.

      —Lo sé.

      —La medicación ha avanzado.

      —Sigue siendo la misma mierda. ¿Cómo están tus amigos que toman antirretrovirales?

      —Mejor que los que no pudieron tomarlos.

      Me miró fijamente.

      —Eras la niña de tu tía.

      —Voy a hacer café, aita.

      Fui


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