Jenisjoplin. Uxue Alberdi

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Jenisjoplin - Uxue Alberdi


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blando e inocente; tan inofensivo como aficionado a la morcilla.

      Nos apretaron los antebrazos con gomas.

      —Tienes buenas venas.

      Llamó a una enfermera joven.

      —¿Se la sacas tú?

      La enfermera, que sería de mi edad, se me sentó enfrente.

      —Cuidado, sin pincharte —le avisó la veterana, señalando el diagnóstico con el disimulo justo.

      El morcillero me miró. Tenía la nariz y las mejillas moradas de capilares rotos.

      —El médico te llamará dentro de una hora.

      No había sentido el pinchazo. Vi los botecitos llenos de sangre.

      Bajé la manga y me preparé para salir. El barrigudo me cerró el paso; arrastró la silla hacia atrás e, impulsándose con los brazos, se levantó con estrépito y a duras penas. Se puso la txapela*.

      —¡Cuídate! —le dijo el enfermero.

      —¡Aúpa Athletic! —respondió él contento.

      Tomé el ascensor a la planta número 11. Encontrarme conmigo misma en el espejo me inquietó: una vieja conocida que me analizaba desde lejos. El ascensor se detuvo en casi todas las plantas; la gente entraba y salía. Al llegar al piso número 11, solo me bajé yo.

      Una sala llena de yonquis, gente afligida, alguna gitana embarazada… Es el cuadro que esperaba, una muestra de la marginalidad bilbaína. Me encontré con un pasillo vacío. Al contrario del resto de espacios del hospital, me percaté de que en la unidad de enfermedades infecciosas la sala de espera estaba escondida, oculta; ningún asiento en el pasillo. Abrí la puerta con cuidado, con miedo a lo que pudiera ver y a que pudieran verme. Había solo un chico de unos treinta sentado en la luminosa habitación. Vestido de americana, trabajaba concentrado con su tablet. Pasó a consulta antes que yo. Salió a los diez minutos junto con el doctor Puertas, sonriente. Parecían viejos conocidos.

      —Hasta la próxima. Cuídate —lo despidió el médico—. Nagore —me llamó para que lo siguiera.

      Miré a los ojos de ciervo del doctor Puertas desde el otro lado de la mesa.

      —¿Qué tal estás?

      Descarté todas las respuestas posibles que se me pasaron por la cabeza. El perfume del médico no era el de la víspera. Jean Paul Gaultier. Reconocía olores que no correspondían a mi clase.

      —Los resultados no son buenos.

      Fuera llovía.

      —Ayer tenías los linfocitos cd4 casi a setecientos y hoy no llegan a quinientos.

      Siguió moviendo el dedo en el papel y recitando números en voz alta.

      —Todos los indicadores que corresponden al sistema inmunológico han descendido.

      Aparté la mirada de las gotas de agua que jugaban a atraparse en la ventana.

      —¿En un solo día?

      —Suele pasar después del diagnóstico.

      Redondeó una cifra con el bolígrafo y le dio la vuelta al informe para enseñármelo.

      —La carga viral es alta. En este momento el riesgo de contagio es grave.

      Se quitó las gafas.

      —¿Has tenido prácticas de riesgo?

      Recordé el instante en el que dejé resbalar la mano por debajo del jersey deportivo de Luka. La temperatura exacta de su piel. La iniciativa había sido mía.

      —No sé.

      Me empezó a doler la tripa.

      —Es importante.

      Estaba infectada. Era contagiosa.

      —Te estás poniendo pálida.

      Puse las manos debajo del vientre y me encogí.

      —¿Estás bien?

      Ahuyenté la esquina de un recuerdo: aquel olor.

      —¿Por qué está escondida la sala de espera?

      Me miró por encima de las gafas.

      —Para proteger vuestra intimidad.

      Hasta la arquitectura nos recordaba que teníamos algo que ocultar.

      —El noventa por ciento de los pacientes que acudís a esta consulta venís por lo mismo.

      Me acordé del chico de la americana.

      —No me lo creo.

      No le dije la frase exacta que había pasado por mi cabeza: no me creo que el sexo haya acabado para mí. Fue una punzada, el pensamiento y su reflejo físico, en la vagina, y el dolor, concentrado en los genitales. Contemplé al médico como a un policía, a un juez, a un funcionario. Ganas de decirle: ¡si tú supieras! Necesidad de decirle: lo he pasado tan bien. Deseo de hacerle entender: he amado tan bien. Me concedí permiso para llorar.

      —Tenemos que hablar de los medicamentos que debes tomar.

      Sacó unos libretos del cajón del escritorio. Eran publicaciones coloridas que mostraban en la portada a jóvenes sonrientes con aspecto de deportistas. Leí: «Ficha de seguimiento». «Control del tratamiento antirretroviral»; «Control de síntomas». «Fármaco A», «Fármaco B», «Fármaco C», «Fármaco D»…

      —Querría atrasar la medicación lo más posible.

      Sabía que no tenían información fiable sobre los daños de los antirretrovirales a largo plazo. Me miró asombrado.

      —Te recomiendo empezar cuanto antes.

      —No quiero.

      —No nos conviene propagar la infección.

      Quise ahuyentar la evocación de aquel hedor.

      —Tienes que hacerlo por ti y por los demás.

      —Tengo náuseas.

      Me dio una bolsa. Cuando empecé a vomitar, se levantó y me trajo pañuelos de papel. Él mismo se encargó de hacer desaparecer la bolsa de vómito. Salió de la consulta.

      Lo esperé de pie.

      —¿A dónde vas?

      —Tengo cosas que hacer, ya vendré otro día.

      Se sentó.

      —El orgullo no te ayudará en lo más mínimo.

      —La sumisión tampoco.

      —Estás equivocada.

      —Eso es problema mío.

      —Está claro: eres tú quien está en apuros.

      Cogí el abrigo y el bolso. A punto de salir, lo miré.

      —¿Te puedo hacer una pregunta?

      —Para eso estoy.

      —¿Se puede saber cuándo me contagié?

      —En tu caso sí. Es reciente.

      Vi el coche, la cama, el chico. El pene flácido. El olor.

      —¿Cómo lo sabes?

      —Has dado un «positivo débil»; te estás seroconvirtiendo.

      Lo murmuré como si fuera una confesión.

      —Fue hace dos meses.

      —Sí, puede ser.

      —Es culpa mía.

      Cuando el ascensor me dejó en recepción, el fantasma de la muerte me pisaba los talones, pero las puertas automáticas del hospital me arrojaron a la vida. El hombre que se había acercado a pedirme fuego había desaparecido. Colillas mojadas en el suelo de


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