Jenisjoplin. Uxue Alberdi

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Jenisjoplin - Uxue Alberdi


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la puerta de la cocina. Aita seguía tumbado en el sillón, no le veía más que las botas y el humo del cigarro.

      —La lombriz —le dije; así es como llamábamos al río marrón que divisábamos desde la ventana de casa de la amama.

      —Siempre a punto de desbordarse. Siempre a un tris de estar limpio. Y siempre sucio.

      —Aita…

      —Es la verdad.

      —Aita.

      —Somos el lumpen vasco.

      —¿Y qué más?

      Me parecía que estaba contento, o que dentro del dolor brillaba en él una oscura satisfacción. Lo adivinaba en su modo de fumar.

      —A veces las cosas encajan, qué quieres que te diga: prefiero lo difícil con sentido a lo fácil sin fundamento. Tú siempre has sido coherente.

      —¿Me estás diciendo que que yo tenga sida te parece coherente?

      —No saques las cosas de quicio.

      —¿Te das cuenta de lo que estás diciendo?

      —Esto no entraba en mis planes. No mereces algo así…

      —¿Entonces?

      —Me tenía que haber dado cuenta.

      La italiana estaba hirviendo. No veía la cara de mi padre, pero me la podía imaginar: mirando la mano que sostenía el piti como delante de un espejo.

      —Esta ha sido tu lucha. Ahora puedes vengar a tu tía desde tu propia piel. Quizás sea una oportunidad para ti. Y para nosotros también. Nos estábamos aburguesando, ¿sabes? Vacaciones, hipoteca, la perfumería… Esto nos devolverá a nuestro sitio. Lucharemos desde el barro. Y ganaremos.

      —Solo falta que me des las gracias.

      Una bocanada de humo salió desde lo alto del respaldo gris del sillón: una vieja ballena.

      —Parece que estás orgulloso de mí.

      Se sentó dándome la espalda. Encendió otro Ducados.

      —¿Qué planes tienes para hoy?

      Entré en la cocina. Le hablé levantando la voz.

      —Tengo que dar una rueda de prensa. ¿Qué te parece?

      —Mejor imposible.

      —Ah, y luego tengo que pasar por la consulta del doctor Puertas. Nada importante. Un trámite: me medirá las defensas y la carga viral.

      —El sarcasmo mata.

      —¿Y me lo dices tú?

      Se levantó del sofá y vino hacia mí, al fin.

      —No me has ofrecido café. Huele bien.

      —¿Quieres tomar un café?

      —No, gracias.

      —Sin azúcar, entonces.

      —Me voy. Andaré cerca. Llámame si necesitas algo.

      —De acuerdo.

      —¿Me llamarás?

      —Puede.

      —Prométeme que andarás con la cabeza bien alta.

      —Sí, claro.

      —Prométemelo, Jenisjoplin.

      —Te lo prometo.

      Salí por primera vez a la calle en mi cuerpo diagnosticado, como quien lleva una bomba en el bolsillo. La calle, la gente, la luz del día tenían un tinte nuevo. Me acordé de la mañana que aborté: recorrí las calles con una brizna de vida en el vientre, escondida del mundo y consciente de que pronto desaparecería. Ahora portaba una brizna de muerte en alguna parte del cuerpo que no sabía identificar.

      Aun siendo pronto, tomé el autobús del hospital. Me sentía más cerca que en la víspera de la fealdad general que llenaba el vehículo. Al otro lado de la ventanilla, la gente sana iba de camino al trabajo. Sentí la necesidad de hablar con Luka.

      —¡Nagore!

      —Luka.

      Me sentaba bien pronunciar aquel nombre.

      —Estoy en el bar de enfrente del tribunal esperando a la abogada.

      —¿La ha visto?

      —Todavía no. Pero le aseguraron que declararía con ella.

      —¿Hoy mismo?

      —No se puede saber. Mientras tanto anda por los pasillos: es donde se resuelven los casos.

      —El periódico trae la foto de Karra.

      —Lo tengo delante. ¿Tú que tal estás?

      —Bien, bien.

      Pareció que la llamada se había cortado.

      —¿Luka?

      Su voz volvió de repente.

      —Fue una linda noche.

      —¿Cómo?

      —Que fue una noche hermosa.

      —Policial.

      —Tierna.

      En el asiento de al lado, un anciano no acababa de poder aclararse la voz. Carraspeaba una y otra vez. No me dejaba escuchar bien.

      —Me ha llamado Irantzu: andas desaparecida desde ayer.

      —Ya me juntaré con ella.

      El anciano resfriado, de ojos saltones, me hizo un gesto con la mano para que me alejara. Un ruidoso estornudo propulsó su cuerpo hacia delante.

      —¡No quiero contagiarte nada, niña! —me dijo tapándose la boca con el pañuelo.

      Me levanté.

      —¿Dónde estás?

      —De camino al médico.

      —¿Otra vez?

      El autobús se paró y aproveché para bajarme. La parada estaba vacía. Parecía un decorado de cine esperando la frase de la protagonista. Encendí un cigarro y lo dejé ir junto con el humo:

      —Tengo el bicho, Luka.

      Silencio.

      —Sida.

      No dijo nada, o el ruido del autobús tapó su voz.

      —No sabía nada, te lo juro. Tendrás que hacerte la prueba.

      Esa sensación de estar actuando según el guion que alguien había escrito para mí. No suficiente con contar la verdad, quería resultar creíble.

      Una mujer se me acercó corriendo.

      —¿El autobús?

      Le señalé que se estaba yendo. Se sentó refunfuñando en la silla de la marquesina.

      —Ahora no puedo hablar, Luka. Luego te llamo.

      —Volveré a Bilbo.

      —No.

      —En serio.

      Ese intento de parecer verosímil, otra vez:

      —Tienes que estar ahí con Karra.

      —Pues ven tú entonces.

      —No puedo.

      —Te estaré esperando.

      Me colgó.

      En letras de neón: Ataka. El tercer bar que tenían mis padres a su cargo, después del Zazpi y del Media Luna. Lo habían cogido cuatro años atrás, en el verano del 87, tras la muerte de mi tía, en una esquina de la plazuela de cemento situada en el sucio corazón del pueblo.

      Contrataron a dos amigos, como ellos,


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