Holocausto gitano. María Sierra
Читать онлайн книгу.Como es lógico, hubo un trasvase de imágenes desde este tipo de espectáculos al cine, el gran protagonista de la cultura del nuevo siglo. También la fotografía y la postal colaboraron a la extensión social de estas representaciones, permitiendo la reproducción seriada y barata de imágenes atractivas por exóticas o románticas. Aunque, sin duda, los espectáculos que mejor encarnan el empleo de representaciones estereotipadas sobre los «otros», fundiendo cultura de masas y negocio, fueron las exposiciones internacionales y los zoológicos humanos. En este tipo de marcos, que muestran de forma descarnada la naturalización de una jerarquía racial en las sociedades occidentales, fueron exhibidos grupos cuyas apariencias físicas y formas de vida concitaban la curiosidad del público (y la ganancia del empresario) por ser considerados «diferentes». Las comunidades romaníes compartieron en ocasiones estos circuitos con bosquimanos, mapuches, lapones… Así sucedió en el Jardin d’Acclimatation de París, inicialmente concebido para las especies botánicas y animales, que se convirtió en 1877 en un Jardin d’Acclimatation Antropologique donde poder observar también grupos humanos exóticos. Antes de la Primera Guerra Mundial, Alexandre Zanko, autor de un compendio de relatos tradicionales de los kalderásh que se publicaría más tarde bajo el título de La Bible des Roms (1959), formó parte junto a su familia de los pueblos exhibidos en este complejo de entretenimiento. Que su imagen fuera empleada y posaran para postales fotográficas, mostrando la originalidad de sus vestidos y ceremonias, no evitó que más tarde, durante la Segunda Guerra Mundial, quedaran recluidos junto a otras familias romaníes por su supuesta peligrosidad en el campo de internamiento de Lannemezan (Hautes-Pyrénées), en funcionamiento entre 1941 y 1946.
No solo en Alemania: el cerco se cierra en el siglo XX
Precisamente aquellos gitanos que pudieron encontrar trabajo en alguno de los papeles asignados desde siempre a su colectivo quedaron doblemente atrapados por las consecuencias de los estereotipos reduccionistas: músicos, artistas circenses, pequeños empresarios de espectáculos para ferias, etc., cuyo modo de vida móvil sería motivo de sospecha en una Europa atravesada por viejas y nuevas tensiones en el tiempo de entreguerras. Como recuerda Philomena Franz, superviviente del holocausto romaní, su familia representaba obras de temática gitana en las que se vestían de forma reconociblemente gitana, que era lo que el público esperaba. La trampa del cliché reduccionista es así de paradójica.
Sin embargo, la realidad social que los estereotipos hacían invisible era mucho más diversa y compleja a comienzos del siglo XX. Es cierto que la dedicación a la música y otros espectáculos se convirtió en actividad laboral para bastantes familias romaníes, que hallaron en ella un modo de vida: hubo desde intérpretes de tanto éxito como Django Reindhardt hasta músicos callejeros cuyos nombres hemos perdido [Il. 8]. Pero no es menos cierto que las actividades económicas de las comunidades romaníes a lo largo de Europa eran más variadas de lo que la percepción mayoritaria registró; muchas de ellas implicaban una sedentarización que tampoco fue reconocida en el discurso oficial, que continuó haciendo sinónimos los términos gitano y nómada. Sin embargo, junto a grupos romaníes que viajaban con sus caravanas como forma de vida, había también familias asentadas y otras que combinaban el desplazamiento estacional —en función de la demanda laboral— con la vida sedentaria. En la Europa de entreguerras vivían romaníes dedicados al cultivo de la tierra, como también había gitanos artesanos (herreros, caldereros, etc.), tratantes de caballos, dueños de pequeñas tiendas, comerciantes e incluso funcionarios [Il. 9].
De hecho, en algunos países había empezado a desarrollarse una clase media romaní, tanto de negocios como intelectual, que en ocasiones llegó también a impulsar un movimiento cívico en defensa de los derechos de los gitanos como minoría. El caso de la Unión Soviética fue especial, dado el apoyo oficial que durante los primeros tiempos del régimen comunista tuvieron los intelectuales y activistas romaníes, capaces en consecuencia de desarrollar iniciativas a la vez culturales y políticas, como el Teatr Romen impulsado por el bolchevique romaní Ivan Rom-Lebedev, o el periódico Nevo Drom. Incluso cuando Stalin retiró el reconocimiento como minoría nacional al pueblo romaní en 1936, en la Unión Soviética pudieron darse casos como el de Aleksandr Baurov, quien procedente de una familia de músicos se formó como ingeniero especialista en comunicaciones y sirvió como oficial en el ejército que luchó contra la invasión nazi. Condecorado como héroe de guerra, formaría parte de la comisión encargada de examinar la tecnología espacial alemana tras la rendición y del grupo de ingenieros soviéticos que puso en órbita los primeros cohetes.
Sin llegar al nivel soviético, también en lugares como Bulgaria, Rumanía, Yugoslavia y Checoslovaquia se puede constatar el surgimiento, durante el tiempo de entreguerras, de un tejido social de intelectuales y activistas que luego el nazismo destruiría. En estos países hubo diversas iniciativas culturales y políticas que nos hablan de un naciente asociacionismo romaní, según ha estudiado Ilona Klímová-Alexander. La articulación de un discurso reclamando derechos cívicos tenía uno de sus fundamentos en su sentimiento de pertenencia nacional, en la autopercepción como ciudadanos de sus respectivos países. De hecho, había sido general la participación de soldados romaníes en los ejércitos de las distintas naciones contendientes durante la Primera Guerra Mundial. En Alemania muchos varones de familias sinti asentadas se sintieron llamados a la defensa común de la patria, mientras que en Francia se dio la paradoja de que había gitanos empleados en el ejército a la vez que otros eran encerrados en arsenales fronterizos por su supuesta peligrosidad para la seguridad nacional. Sin salir de este mismo marco de movilización militar de ciudadanos romaníes durante la guerra, es posible encontrar situaciones aún más chocantes, como la de los cuarenta y cinco soldados gitanos del ejército serbio prisioneros de los austriacos que sirvieron al antropólogo racial Victor Lebzelter para la realización de sus estudios antropométricos.
A pesar de la diversidad sociológica de la población romaní europea, a comienzos del siglo XX la atención gubernamental se dirigió cada vez más hacia los gitanos considerados genéricamente nómadas y descritos como peligrosos para la sociedad. Eran los grupos móviles, sin recursos ni dedicación económica estable, carentes de un claro estatus nacional que los protegiera, quienes encarnaban al conjunto de los romaníes para la mirada oficial, quedando invisibilizadas otras situaciones que habrían puesto en cuestión los estereotipos simplificadores. El aumento del control y el acoso policial es solo la cara más visible de esta evolución que, como veremos, se manifiesta también en el campo de los discursos políticos, jurídicos y científicos sobre este tema. Pero es una faceta importante, no solo porque abrió el camino hacia procedimientos que se extremarían con el nazismo, sino también y aun antes porque, como señaló Michael Zimmermann, el hostigamiento policial hizo que la teórica política de asimilación fuera en la práctica una política de expulsión. Directivas como la prusiana de 1906, Bekämpfung der Zigeunerplage, dirigida a la «lucha contra la plaga gitana» (nombre recogido más tarde por el nazismo), estaban pensadas tanto para dificultar la actividad del comercio itinerante como para impedir a los gitanos que se quedaran en las ciudades que visitaban.
Mayor desarraigo aún producirían medidas de desmembramiento familiar como las tomadas en Suiza: en 1913 se separó a los miembros de las familias romaníes extranjeras, encerrando a los hombres en el campo de trabajo forzado de Witzwil; en 1926 la fundación Pro Juventute privó de sus hijos a aquellos romaníes suizos que por su forma de vida nómada no fueron considerados padres aptos, entregándolos a orfanatos y otras instituciones cuando no se encontraron familias adoptivas.
De hecho, se puede observar que el discurso de asimilación propio del liberalismo del siglo XIX —la idea, de cuño ilustrado, de convertir a los gitanos en buenos ciudadanos a través de su integración forzosa en los modos de vida mayoritarios— perdió espacio ante el discurso de la «peligrosidad social», que acabó siendo hegemónico en las primeras décadas del XX. El nomadismo, atribuido genérica e incluso genéticamente a todos los romaníes, se convirtió en este contexto en la clave sustentante de una imagen colectiva que tendría cada vez más efectos legales y policiales: la «asocialidad». Los gitanos serían vistos y explicados como un colectivo cuya forma de vida itinerante manifestaba —y a la vez servía para esconder— una tendencia