Holocausto gitano. María Sierra

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Holocausto gitano - María Sierra


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social no sería en consecuencia ya el horizonte deseable, sino sencillamente un imposible. La naturaleza antropológica supuestamente característica de los gitanos los encapsulaba, desde esta visión, en comunidades cuyas formas de vida eran entendidas como incompatibles con la condición social civilizada.

      Con la categoría de asocial se estaba reformulando un temor antiguo, el que tradicionalmente había recaído sobre los no asentados o no avecindados, reforzado en el cambio de siglo con nuevos argumentos propios de la sociedad de masas. Por lo tanto, no se trataba ya solo del miedo genérico a los nómadas ni de la preocupación —típicamente liberal— por la pérdida de una potencial mano de obra, inquietudes ambas que habían dado forma a las leyes contra la vagancia y el vagabundeo formuladas hasta entonces. A partir de finales del siglo XIX, el problema de la salud colectiva de la sociedad entendida como un organismo se iría haciendo cada vez más acuciante para sociólogos, médicos, psiquiatras y, por supuesto, gobernantes.

      El cuidado del vigor demográfico colectivo de la nación y la inquietud por la posible degeneración del cuerpo nacional, en términos de darwinismo social; la preocupación por la llamada «mala vida» en las grandes ciudades, consideradas terreno propicio no solo para la prostitución sino también para la homosexualidad y otras conductas tipificadas como desviadas; y la alarma ante la delincuencia, concebida ahora como un fenómeno sociológico de dimensiones amenazantes, dieron forma a muchas de las reflexiones intelectuales y decisiones políticas de esta época tanto en Europa como en América. Las teorías sobre la peligrosidad social reflexionaron desde esta óptica sobre fenómenos históricos que estaban resultando cada vez más inquietantes para gobernantes y clases acomodadas: los flujos migratorios de alcance internacional e incluso transoceánico, que hacían saltar las alertas de los controles de entrada en los países receptores; el crecimiento de las grandes urbes, con los problemas de insalubridad y pobreza que presentaban los barrios obreros; o la creciente movilización política de las sociedades, nacida en gran medida de las mismas desigualdades que latían tras los procesos anteriores. Todo ello construyó el marco para las ideas sobre la peligrosidad social que tomaron al gitano como objeto de estudio y reglamentación.

      La identificación del gitano con las figuras del vagabundo o el vago, en las que se le había subsumido legalmente con anterioridad, estuvo en la base de la categoría de asocial; pero la representación se hizo más densa al incorporar otras (des)calificaciones y, sobre todo, al pasar a tener connotaciones raciales de apariencia científica. La ecuación entre gitano-nómada-vagabundo-pobre-vago-delincuente y otras situaciones sociales indeseables (undesirable class fue, precisamente, la etiqueta empleada en las fronteras de Estados Unidos y Canadá) fue fraguando en el cruce de distintas voces, entre las que destacó una nueva disciplina consolidada a finales del siglo XIX: la criminología. Esta ciencia se presentó como la solución a los problemas de delincuencia masiva propios de las sociedades modernas a través del estudio de las condiciones que permitirían explicar —y, en consecuencia, también prever— el delito.

      Con el apoyo de la antropología física y otras disciplinas, criminólogos tan influyentes como Cesare Lombroso afirmaron con absoluta rotundidad que la tendencia genética a la delincuencia era reconocible en la fisonomía de los sujetos, de manera que el estudio de las medidas y formas del cráneo y la cara permitiría incluso diferenciar distintos tipos de delincuentes. Su tarea de clasificación y establecimiento de tipologías se encarnó en L’Uomo delinquente, un tratado de 1876 que tuvo mucha difusión, fue traducido a otros idiomas y sirvió de guía en comisarías de policía y puestos de inmigración. La identificación de los sujetos peligrosos, y aún más de potenciales criminales, se planteó como la llave de la seguridad nacional e internacional en los nuevos tiempos de la sociedad de masas. Fue una operación científico-legal-policial que dio nuevos argumentos para la disolución de las barreras existentes entre la actuación preventiva y la punitiva en materia de seguridad pública: la defensa de la sociedad respecto a sus potenciales enemigos internos debía ser la tarea principal de los gobiernos. En este marco, no podía dejar de tener efectos la afirmación del mismo Lombroso de que los gitanos eran una raza de delincuentes.

      Con este trasfondo, se entiende que la identificación de las personas se convirtiese en una ambición gubernamental cada vez más extendida, a cuyo servicio se pusieron técnicas modernas de fotografía, antropometría, reproducción de huellas dactilares, etc. Con la consolidación de los Estados-nación a lo largo del XIX ya se habían venido desarrollando censos y otros instrumentos de registro de la población, necesarios para su control a efectos de imposición fiscal, reclutamiento militar o el mismo derecho de voto. Ahora se trataba de dar un salto cualitativo, personalizando los procedimientos de registro e incluyendo la puesta en marcha de carnés identificativos. Y en todas estas innovaciones, los gitanos estuvieron muy presentes, puesto que desde el primer momento se dirigió específicamente sobre ellos la atención de los responsables de los nuevos controles. A la preocupación local por la supuesta peligrosidad social de los grupos romaníes se le sumó una inquietud general por el control de las fronteras, llegándose a establecer procedimientos internacionales para impedir la movilidad transnacional.

      Uno de los casos más tempranos y conocidos es el control especial sobre los gitanos que puso en marcha la policía bávara, que además se convertirá más tarde en matriz y modelo para toda Alemania. Ya en 1899 se había establecido en Múnich una oficina específicamente dirigida al registro y control de los gitanos bajo la dirección de Alfred Dillmann. Junto a observaciones sobre el aspecto físico con intenciones identificativas e informaciones genealógicas, la unidad de Dillmann recogió también datos sobre criminalidad que asoció a la «forma de vida gitana». Su Zigeuner-Buch de 1905 registró, con fotografías, a más de 3000 romaníes. Convencido de la utilidad de su esfuerzo, al sostener que la integración de los gitanos era un objetivo ilusorio por imposible, propuso extender el modelo a todo el Imperio. Sin llegar aún a este grado de centralización, registros similares fueron desarrollados en otros estados alemanes, generando una base de datos que el nazismo utilizaría más tarde. Para 1925 la unidad especial para gitanos de Múnich había registrado ya a 14 000 personas.

      Pero la reacción legal y policial no fue, ni mucho menos, exclusivamente alemana. En 1911 el gobierno suizo propuso a Francia, Italia y Alemania compartir informaciones policiales sobre las poblaciones itinerantes; en 1912 Francia introdujo el carné antropométrico para nómadas, que incorporaba, junto a fotografías de frente y perfil, huellas dactilares y medidas antropométricas, obligaba al visado policial en cada salida y entrada de una población y, en definitiva, trataba a sus portadores como presuntos delincuentes. En Suiza se desarrolló a partir de 1913 un trabajo de identificación que implicó la realización de perfiles raciales y la creación de un registro de gitanos. Algo más tarde, países como Hungría y Checoslovaquia implementaron también carnés identificativos especiales. En Austria la labor de fichaje fotográfico de los roma de la zona de Burgenland (vecina a Hungría, con especial densidad de población romaní), realizada a partir de 1928, fue modélica desde parámetros policiales: en los archivos regionales se conservan decenas de imágenes en las que las familias gitanas eran obligadas a posar en las entradas de sus casas, con sus enseres de trabajo, plasmándose así en un rápido y eficaz registro fotográfico tanto individuos, como familias, modos de vida y propiedades [Il. 10].

      De hecho, el «problema gitano» se convirtió en un asunto propio de la policía moderna en la época de entreguerras, tanto por las técnicas novedosas empleadas en la tarea de registro como por la necesaria coordinación internacional que llevaba aparejada la voluntad de controlar los movimientos de una minoría existente en prácticamente todos los Estados europeos. Suiza fue especialmente precoz al promover la coordinación policial entre países, un impulso que tendría mayor éxito a partir de la creación en 1924 de la Comisión Internacional de la Policía Criminal (predecesora de Interpol), con sede en Viena. Los contactos entre las autoridades alemanas y austriacas en el campo de la «lucha contra la plaga del gitanismo» fueron una de las bases para la creación de esta policía internacional, y de hecho se pensó en el establecimiento de una oficina central específica para el intercambio de información y la mayor eficacia en esta materia, tras debatir el problema en congresos celebrados en 1931 y 1932. Como muestra el caso del juicio por un supuesto delito de canibalismo en Checoslovaquia que alertó a los países vecinos,


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