Holocausto gitano. María Sierra
Читать онлайн книгу.«destrucción sistemática de seis millones de judíos y otros grupos cometida por la Alemania nazi y sus colaboradores durante la Segunda Guerra Mundial» (según la Enciclopedia Británica (https://www.britannica.com/event/Holocaust, 14 enero 2020).
Como puede apreciarse en la definición anterior, la categoría de «otras» víctimas invisibiliza o al menos coloca en un lugar secundario a grupos que sufrieron la misma destrucción masiva, como es el caso de la población romaní europea. En este contexto se explica que se haya hablado con cierta frecuencia de un «holocausto olvidado» para referirse al caso de los gitanos. De hecho, aunque las investigaciones existentes son ya muchas, como se verá a continuación, es muy limitada la transferencia del conocimiento científico al espacio de lo público y, consecuentemente, muy escaso el impacto social y político de estas investigaciones, nada comparable a lo que sucede con el caso judío. En este mismo contexto hay que situar el surgimiento de nombres en romanés propuestos más recientemente por algunos intelectuales romaníes, con la intención de reclamar lugares de reconocimiento y memoria para estas víctimas de la política racial nazi. El académico afincado en los Estados Unidos Ian Hancock ha empleado la palabra porrajmos, un neologismo que significa ‘destruir’ o ‘devorar’. Debido a algunas connotaciones sexuales de este término, otros autores como el lingüista francés Marcel Courthiade lo han discutido; su propuesta alternativa de samuradipen —‘destrucción de todos’ o ‘destrucción en masa’— es la que emplean actualmente la Unión Internacional Romaní y la mayoría de las asociaciones locales.
Estos nombres buscan levantar el velo de silencio e invisibilidad que durante mucho tiempo se impuso sobre estas víctimas de la política racial nazi y, a la vez, vienen a recalcar la singularidad del caso romaní. Es cierto que la persecución y el asesinato masivo de los gitanos europeos por el nazismo y otros gobiernos fascistas presenta rasgos específicos, como se mostrará en el Capítulo 2 de este libro. En varios sentidos, estas características peculiares agravan lo que fue el patrón general de limpieza racial que llevó a la práctica el régimen nazi. Sin embargo, creo que inscribir el genocidio romaní en el contexto del conjunto de políticas genocidas del Tercer Reich explica más de lo que oculta. Estudiar de forma fragmentaria este complejo fenómeno histórico conlleva una guetificación del conocimiento que, de alguna manera, colabora a la guetificación social que precisamente el nazismo pretendió. Por el contrario, encontrar relaciones y establecer comparaciones —de las que se derivan no solo similitudes, sino también diferencias— entre los distintos casos de persecución racial y asesinato colectivo perpetrados por el nazismo proporciona un tipo de conocimiento útil para combatir mejor los tópicos que pesaron sobre los gitanos europeos en aquel tiempo.
Desde su mismo título, este libro emplea el término holocausto. Primero, porque permite la comparación entre casos y habilita un esquema de comprensión general. Segundo, porque se trata de un término de uso extendido académica y socialmente, lo que trabaja a favor de la principal intención de la obra: contribuir a la conversión del conocimiento científico en conocimiento público. Por todo ello, consciente de que Holocausto tiene las connotaciones de origen antes mencionadas, aquí se prefiere holocausto con minúscula, utilizable en plural. Se trata de situarse en una tensión productiva entre la postura que remarca la inconmensurabilidad del fenómeno histórico así denominado y la opción de buscar referencias comparativas que lo hagan inteligible. Remito al libro de Enrique Moradiellos La semilla de la barbarie, para una posición que comparto sobre la conveniencia de usar este término. El hecho de que estemos hablando de un programa de eliminación sistemática de grupos raciales considerados inferiores que afectó a millones de personas, acometido con todos los recursos administrativos del Estado, implementado por una extensa burocracia que incluyó a técnicos de diverso tipo (científicos, ingenieros, policías, militares…), ejecutado a través de un sistema industrial de destrucción masiva y aplicado sobre la población civil más allá de cualquier lógica militar de combate, nos sitúa ante un hecho histórico con un impacto moral especial no ya solo para los historiadores, sino también para cualquier ciudadano consciente.
Es cierto, por otra parte, que el holocausto debe ser entendido en su contexto histórico —un contexto de extrema violencia— para no convertirlo en un fenómeno tan excepcional que en su asimilación social actual quede encapsulado en la categoría de lo insólito, monstruoso e inigualable. Como ha señalado Enzo Traverso (2009), Europa vivió inmersa en una situación parecida a una guerra civil desde 1914 hasta 1945, con la extensión de una cultura dominada por imaginarios violentos y el triunfo del concepto de «guerra total», que no respetó las divisorias tradicionales entre frente y retaguardia, entre militares combatientes y población civil. Si la Primera Guerra Mundial fue la matriz de todo ello, Traverso y otros autores coinciden en señalar la invasión nazi de la Unión Soviética en 1941 como un punto sin retorno en la deshumanización del enemigo y la violencia consiguiente. Si no entendemos estas coordenadas generales, perderemos de vista todo lo que el régimen nazi pudo encontrar «servido en bandeja» en forma de medidas legales, estudios científicos y productos culturales previos de carácter decididamente racista. Ignoraremos también la complicidad de buena parte de la sociedad ante los fenómenos de hostigamiento, maltrato, deportación y asesinato de aquellos marcados como «enemigos» raciales de la nación. Olvidaremos que el asesinato de millones de personas por estos motivos es algo que tuvo responsables y ejecutores con nombres propios, pero también otros que nos son desconocidos. Perderemos, en definitiva, la capacidad de estar advertidos contra la «banalidad del mal» que denunció Hannah Arendt en su crónica del juicio de Eichmann en Jerusalén, y quedaremos bajo la ingenua convicción de que el holocausto es un asunto del pasado, ya cerrado.
En la tensión terminológica en la que se sitúa este libro, el nombre de genocidio es probablemente la opción más segura. Como se explicará al comienzo del Capítulo 2, hay poca duda sobre que este término se pueda aplicar al fenómeno de destrucción de la población romaní europea bajo el nazismo. Como categoría jurídica, el término genocidio nació justamente tras la Segunda Guerra Mundial, en un esfuerzo por crear instrumentos con los que atender el reto del tratamiento legal y judicial de los crímenes nazis. Fue, en este sentido, una categoría promovida por un jurista judío de origen polaco exiliado en Estados Unidos, Raphael Lemkin, quien por cierto incluyó a los gitanos en tempranas formulaciones de su idea. Pero, más allá de su significado legal, genocidio es la categoría académica más empleada hoy en día en los estudios sobre la persecución y destrucción de las comunidades romaníes en la Europa de Hitler. Remito al libro de Anton Weiss-Wendt, The Nazi Genocide of the Roma (2013), y especialmente a su introducción, para el debate sobre la oportunidad de emplear este término, especialmente a partir de las nuevas evidencias de archivo surgidas en países del este de Europa y en la antigua Unión Soviética, que muestran la magnitud y la determinación ideológica de los episodios de persecución sufridos por los gitanos por el hecho de ser «gitanos».
El mencionado libro de Weiss-Wendt ofrece también un buen balance de una cuestión más que está relacionada con las anteriores y que ha sido abordada igualmente por otros estudiosos: la comparación entre el holocausto judío y el holocausto gitano. No me refiero ahora a las grandes diferencias entre los movimientos que han impulsado el estudio y reconocimiento de ambos casos, sino a las posiciones desde las cuales se ha venido desarrollando la investigación. En este sentido, hay algunas voces contrarias o cuando menos refractarias a semejante comparación, tanto de historiadores judíos que se resisten a aceptar la inclusión de otros grupos de víctimas en términos de igualdad, como de activistas romaníes que han preferido destacar la singularidad de la persecución contra los gitanos. En este espectro se sitúa, aunque sin ser lo uno ni lo otro, la obra del historiador Guenter Lewy (2000), una aportación importante para el avance del conocimiento sobre el holocausto gitano que, sin embargo, opta por minimizar el alcance del genocidio que afectó al pueblo romaní en comparación con el caso judío.
Sin embargo, la mayoría de los investigadores coinciden actualmente en señalar las similitudes de la política racial de agresión hacia ambos colectivos y de sus