El latido que nos hizo eternos. Mita Marco

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El latido que nos hizo eternos - Mita Marco


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Inma, te guste o no —le anunció. Dio la vuelta y caminó hasta su dormitorio.

      Este era bastante amplio, luminoso, gracias a un ventanal que daba a un espacioso balcón, desde el que tenían unas vistas privilegiadas al bonito jardín comunitario.

      La habitación, decorada con modernidad, estaba presidida por una enorme cama estilo japonés y un par de mesillas de noche. Tenía aseo propio, porque Amanda así lo exigió, y un enorme vestidor en el que almacenaba toda su ropa, que no era poca.

      Samuel la siguió y se adentró también en la habitación, se colocó detrás de ella y cruzó los brazos.

      —Y ¿cómo se supone que va a pagarse Inma el viaje? —se carcajeó con sorna—. No tiene dónde caerse muerta.

      —Se lo voy a pagar yo —respondió con orgullo.

      —¿Tú? Dirás que se lo va a pagar tu hermano, porque no has trabajado en tu vida para poder tener dinero propio.

      Aquellas palabras le hicieron apretar los labios. Se dirigió hacia su mesilla de noche y le dio un manotazo a la lámpara que había sobre ella, para, después, volver a encarar a su novio.

      —¡Eres un desgraciado! ¡Te encanta rebajarme! Te sientes superior cuando me dices eso, ¿verdad?

      —Mi intención no es esa —se defendió—. Solo quiero que abras los ojos, que te des cuenta de que en la vida no podemos hacer siempre lo que nos gustaría. Tenemos unas obligaciones todos los meses, un piso que mantener, unas facturas que pagar.

      —¡Y yo pago mi parte religiosamente! —chilló Amanda.

      —No, cariño, la paga tu hermano. —Samuel suspiró y se pasó una mano por su cabello—. Nena, tienes que madurar. Tienes que empezar a trabajar o estudiar para poder tener un futuro.

      —¡No! No me hace falta nada de eso, porque mi futuro va a ser igual que mi presente: cómodo y relajado. Es más, va a ser incluso mejor que ahora, ¿sabes por qué?

      —Pues, no.

      —Porque ya no voy a tener que aguantarte ni un minuto más —boceó fuera de sus casillas—. ¡Hemos terminado!

      Los ojos de él casi se le salieron de sus órbitas. Dio un pequeño paso hacia Amanda.

      —¿Qué… qué dices?

      —¡Que se acabó! ¡Que no te aguanto! —Entró al vestidor y sacó su ropa sin cuidado—. Ya puedes tener la vida ordenada que quieres. ¡Ahora puedes ser responsable, puedes madurar y puedes irte a la mierda tú solito!

      La cara de Samuel estaba desencajada. No había esperado ese final.

      —Pero, nena, no… no lo estarás diciendo en serio, ¿verdad?

      —¿Quieres que te lo vuelva a repetir? Porque yo creo que no me he reído en ningún momento —dijo con desprecio.

      —Amanda… —No podía ni parpadear por el shock—. Tú sabes que nos queremos con locura, no nos hagas esto por una tontería.

      —No. Yo no te quiero. Dejé de sentir eso por ti el día que comenzaste a interrumpir mi vida con tus consejitos de abuela. —Se mesó el cabello y terminó de sacar la ropa de los cajones—. No quiero estar atada a ninguna carga, y tú lo eres para mí. Quiero disfrutar de la vida, que ya bastante jodida es de por sí.

      Samuel tragó saliva, sin saber qué decir. Finalmente reaccionó.

      —¿Y ya está?

      —¿Qué más quieres? ¿Que contrate a una orquesta para dejarlo contigo? —rio con desprecio.

      —¡No, quiero que recapacites, porque me dejas a mí toda la mierda!

      —¿De qué estás hablando?

      —Te vas y me dejas con la carga de la hipoteca de un piso que elegiste tú, ¿recuerdas? Casi te da un ataque cuando te sugerí comprar otro más barato. Tenía que ser este. Y ¿ahora te largas y te desentiendes de todo?

      —Sí —respondió con frescura—. Y si tienes algún problema al respecto, puedes hablar con mi hermano.

      Dio media vuelta y cogió una maleta del fondo de su vestidor.

      —¡Tu hermano, tu hermano! ¿Cuándo vas a dejar de ser una niña mimada?

      —Lo que sea o deje de ser, cariñito, ya no es asunto tuyo. —Cerró la maleta y la arrastró hacia el exterior de la habitación.

      Cruzó la vivienda, seguida por Samuel, que todavía no podía creer que todo aquello estuviese pasando de verdad.

      Al verla abrir la puerta, la agarró por la muñeca.

      —Amanda, espera —suplicó—. No te vayas, te quiero.

      Ella lo miró de arriba abajo y resopló.

      —¿Sí? Pues, yo no quiero volver a verte en lo que me queda de existencia. Adiós, Samuel. Espero que seas súper feliz con tu vida aburrida, tu madurez y tu hipoteca.

      Y, tras decir aquello, salió de la casa y cerró la puerta, dando el último portazo en aquel edificio.

      El rostro de Bruno mostraba preocupación.

      No podía dejar de observar a su compañero, con el ceño fruncido.

      Desde hacía casi dos años, no era el mismo. Ya no recordaba cómo era salir con él a tomarse unas cañas, bromear por cualquier tontería o, simplemente, ver un partido de fútbol como lo hacían antes.

      En la actualidad, Oliver solo se relacionaba con él por cuestiones de trabajo. Y, cuando lo hacía, no reconocía a la persona que fue en el pasado. Desde aquel desafortunado accidente, se había vuelto taciturno, osco, frío y distante. Echaba de menos al Oliver de siempre. Echaba de menos al cabrón que se llevaba a las tías de calle con tan solo una sonrisa. Pero, sobre todo, echaba de menos verlo feliz y relajado.

      Se conocían desde la adolescencia, y jamás pensó que algún día se convertiría en aquel ser, casi sin alma, que tenía delante.

      —¿Estás seguro de querer hacerlo?

      —Sí. —Ni siquiera miró a Bruno, que permanecía sentado en el salón de su casa.

      Su amigo suspiró y se pasó una mano por su cabello, corto y moreno.

      —No tienes por qué ir. Hay más agentes que pueden ocupar tu puesto.

      —No quiero que nadie ocupe mi puesto —respondió con cansancio, dando el último trago a su cerveza y recostándose en el sillón, sin prestar atención a su amigo, que lo observaba con el ceño fruncido.

      —Oliver, por favor, no te juegues la vida de esa forma.

      —Alguien se la tendrá que jugar, ¿no? —Se levantó de golpe y fue hacia la cocina a por algo más de beber.

      Un par de años atrás, el piso de Oliver era un coqueto estudio, pulcro y muy ordenado, que hacía las delicias de las chicas a las que llevaba para divertirse. Sin embargo, ahora estaba descuidado, y tan desmejorado como su dueño. Los botes de cerveza se apilaban sobre la mesa auxiliar del salón, había ropa amontonada sobre uno de los sofás y en la cocina los platos sucios formaban una montaña en el fregadero.

      Bruno fue tras él y se quedó apoyado en el marco de la puerta, observando a Oliver.

      Cómo había cambiado. Y no solo en temperamento, sino que su apariencia física también se había resentido durante todo ese tiempo.

      Casi no quedaba nada del atractivo hombre de ojos avellana. Tenía aspecto cansado, con ojeras. La barba, mal recortada, lo hacía parecer mucho mayor de lo que era. Y su cuerpo atlético y fuerte había dejado paso a una pronunciada delgadez, que lo hacía tener aspecto enfermizo.

      —¿Por qué no le dices a Garrido que dejas el caso? —insistió.

      Oliver miró a su amigo a los ojos, cansado de tanta


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