El latido que nos hizo eternos. Mita Marco

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El latido que nos hizo eternos - Mita Marco


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está el despacho —respondió Amanda, con las cejas alzadas y extrañada por aquel recibimiento tan frío. ¿Quién era esa mujer y por qué no había ido su hermano a recibirla?

      —Segunda planta, tercera puerta a la izquierda —indicó con cansancio. Continuó su camino hasta que desapareció del recibidor.

      Amanda miró a su alrededor, antes de emprender el camino hasta el despacho de su hermano, y se fijó en aquel lugar.

      Era un espacio enorme, bonito, aunque sobrio, decorado con modernidad, pero sin estropear la belleza de aquel caserón colonial. Era una mezcla extraña, pero agradable. Los muebles de madera oscura otorgaban calidez a aquel amplio recibidor que, junto a las cortinas blancas y a algunas pequeñas palmeras, colocadas estratégicamente, daban la sensación de haber viajado hasta el trópico.

      Dejó las maletas allí mismo y subió las escaleras, logrando que el sonido de sus tacones resonase por toda la casa.

      La planta superior era igual de impresionante que la inferior. El color de la madera primaba por encima de todo, y apenas había muebles ni adornos en ella.

      Encontró el despacho sin problemas. Abrió la puerta, sin tocar antes, y entró en aquella habitación con decisión. La opulencia de aquella estancia la impresionó tanto o más que el resto de la casa. El escritorio era de caoba, antiguo, de patas torneadas y bellos grabados, que admiró nada más poner sus ojos en él. Las paredes, forradas de madera oscura, estaban repletas de estanterías rebosantes de libros, los cuales parecían tan viejos como la misma edificación.

      Su hermano se encontraba hablando por teléfono.

      Al verla, la saludó con un movimiento de cabeza y le indicó que se sentase en una silla situada frente a él.

      Casi no había cambiado nada en los años que había pasado sin verlo. Simplemente, su cabello moreno estaba salpicado por algunas canas, que lo hacían todavía más interesante.

      Era un hombre guapo. Las personas que lo conocían siempre comentaban que tenía el porte de su padre. Sus ojos marrones y rasgados, su altura y su forma de fruncir el ceño.

      Amanda no podía contradecir aquello, pues casi no se acordaba de su padre. Había muerto cuando ella tenía cuatro años, dejándola a cargo de su único hermano, del que la separaba una diferencia de edad de casi veinte años.

      Cuando este colgó el aparato, se quedó mirándola unos segundos y le sonrió.

      —¿Qué tal el viaje?

      —Largo —se quejó ella—. Podrías haberte ido a vivir a China, ya de paso.

      Alberto rio por la contestación de su hermana.

      —Qué exagerada eres, son menos de tres horas desde la península.

      —¿Y te parece poco?

      Se frotó la mandíbula y la miró con interés.

      —¿Qué ha pasado para que hayas decidido romper con él de esa forma?

      —Lo que pasa es que Samuel me asfixiaba —se quejó, poniéndole morritos a su hermano—. No me dejaba ser yo, quería que me pudriese dentro de nuestra casa.

      —¿Seguro? —preguntó sin llegar a creérselo, pues la conocía a la perfección—. Samuel siempre me ha parecido un buen hombre, y lo conozco desde hace más tiempo que tú.

      —Ay, Alberto —lloriqueó como la mejor actriz—. No te puedes imaginar el infierno de vida que tenía. Era horrible.

      Su hermano se echó hacia atrás en su silla y apoyó la espalda en el respaldo.

      —Ya —asintió, mirándola fijamente—. ¿Y no será que eres una inmadura?

      Amanda lo miró con los ojos muy abiertos.

      —Pero ¿qué…?

      —Hablé con él ayer. De hecho, fue Samuel el que llamó.

      Ella irguió la espalda y alzó el mentón.

      —¿Qué te dijo?

      —Pues me confirmó lo que yo ya sabía. —Cruzó los brazos sobre el pecho—. Amanda, tienes que madurar.

      —¿Cómo? —No podía creer lo que estaba escuchando.

      —¿Sabes? La culpa es mía por haberte consentido tantas cosas. Tendría que haber sido más duro y recto contigo —dijo, más para sí que para ella—. Debería haberte cortado el grifo, no haberte dado dinero cada vez que llamabas.

      —¡No! Tú hiciste lo que hubiese hecho cualquier buen hermano —lo aduló, para intentar que olvidase todo aquello.

      —Sin embargo, de los errores se aprende.

      Amanda alzó las cejas y lo miró con fijeza.

      —¿Qué… qué quieres decir con eso?

      —Que se acabó. Ya no voy a salvarte el culo cada vez que lo necesites. —La boca de ella se abrió por el asombro—. No voy a consentir que sigas por ese camino. Por tu bien. Tienes treinta y un años, ya va siendo hora de que tomes las riendas de tu vida.

      —¡No jodas!

      Alberto frunció el ceño por el vocabulario de su hermana.

      —Se acabó el darte dinero y el sacarte de los líos en los que te metes. Se te ha acabado la vida ociosa —dijo con decisión—. Tienes que aprender a valerte por ti misma, buscar un trabajo, estudiar, salir tú sola adelante.

      —¡Pero tú tienes dinero de sobra para los dos!

      —El dinero se acaba, Amanda —resopló—. ¿Has pensado en eso? ¿Qué vas a hacer cuando yo no esté para ayudarte?

      —Pues… —No supo qué contestar.

      —Y no me digas que buscarías a algún ricachón con el que casarte, porque te desheredo ahora mismo —le advirtió—. Venga, contéstame, ¿qué harás cuando yo no esté? ¿Cómo te las vas a ingeniar ahora que no voy a darte más dinero?

      Ella se levantó de la silla hecha una furia. Miró a su hermano con los labios apretados y dio un golpe en la mesa.

      —¡No hace falta que montes todo este numerito! Ya me apañaré yo sola como buenamente pueda, aunque tenga que pedir limosna de puerta en puerta. ¡No quiero ser ninguna molestia para ti!

      Alberto suspiró y se la quedó mirando con indiferencia.

      —Yo no he dicho que no vaya a ayudarte.

      —¡No! Solo me acabas de llamar niña mimada, me acabas de decir que soy una cría para ti —respondió dolida.

      —Es que lo eres, para mí, siempre serás la niña pequeña a la que crie. —Rodeó la mesa para llegar a su lado y la cogió por los hombros, con cariño, intentando apaciguarla—. Quiero que te quedes aquí en El árbol. Esta casa es tanto mía como tuya.

      —¡Pues deja de decir todas esas cosas sobre mí!

      —Vale, lo siento —se disculpó, arrepentido. Le dio un beso en la mejilla y le sonrió. Amanda era su debilidad, siempre lo había sido desde que nació—. Me alegro de que estés aquí, de verdad.

      —¿Seguro? —preguntó ella poniendo morritos.

      —Sí. —La rodeó con los brazos y empezó a guiarla fuera del despacho, por el pasillo—. Mira, instálate y relájate unas semanas. Después hablaremos sobre tu futuro, ¿de acuerdo?

      —Está bien. Pero no quiero que el tema del trabajo vuelva a hacernos discutir —dijo, poniendo carita de lástima.

      —Cuando pase un tiempo ya decidiremos lo que hacer —indicó él zanjando el tema.

      La hizo pasar a una enorme habitación blanca, con un espléndido ventanal por el que se veían todas las tierras de la plantación. En el centro de aquella estancia, había una hermosa cama con dosel.


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