El latido que nos hizo eternos. Mita Marco

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El latido que nos hizo eternos - Mita Marco


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Negocio que, por supuesto, es una tapadera para lo que de verdad le interesa: la droga. —Se removió en el asiento y continuó—: Tenemos a un agente dentro de la plantación, trabajando como jornalero. Consiguió que Robles te contratase a ti también.

      —Espera. —Oliver lo miró extrañado—. ¿Contratado?

      —Claro, ¿qué esperabas? ¿Que te metiéramos a vivir en su casa, con él? —se carcajeó—. No sé si en la capital sabéis algo del cultivo de plátanos, pero vas a tener que ensuciarte las manos, guapín. Trabajarás como cualquier jornalero, vivirás allí, pero en la casa destinada a los trabajadores, e intentarás descubrir cuándo y dónde va a producirse el envío de la cocaína. De hoy en adelante, dejarás de llamarte Oliver Berenguer y pasarás a ser Oliver Pérez, nacido en Guadalajara y viviendo en La Gomera desde hace ocho años.

      —Entendido. —Cogió el falso carnet y se lo guardó en el bolsillo—. No sabía que todavía, en la actualidad, existiesen las casas para los jornaleros. Pensaba que era algo que había desaparecido.

      —Las hay, pero prácticamente no se usan. Todo el mundo tiene casa propia y prefiere desplazarse cada día a su trabajo. —Despegó unos segundos la vista de la carretera para mirarlo—. El árbol cuenta con una casa para los trabajadores enorme. Tiene casi sesenta habitaciones.

      —¿Están todas ocupadas?

      —No, según nos dijo nuestro hombre, que también se queda allí, viven en ella seis trabajadores. Todos inmigrantes sin casa.

      Oliver asintió. No le hacía gracia tener que quedarse en ese lugar, con gente a la que no conocía, pero era su trabajo y lo haría.

      Pasaron el resto del camino en silencio. Ninguno de los dos hombres quiso sacar un tema de conversación.

      Marín detuvo el vehículo cinco kilómetros antes de llegar a Vallehermoso. Aparcó en una pequeña explanada de un camino rural. Allí les esperaba otro coche. Salieron del vehículo y se encontraron, a medio camino, con el ocupante.

      Era un hombre de mediana edad, orondo y prácticamente calvo. Tenía una expresión amable, incluso les sonrió cuando estuvo a su lado.

      Oliver se despidió, con un leve levantamiento de cejas, de Marín y montó con el otro.

      Mauro, que así se llamaba, apenas le habló durante el trayecto, y eso fue algo que agradeció. Estaba cansado del viaje, lo que de verdad le apetecía era dormir.

      Cuando llegaron a El árbol ya era de noche, así que Oliver apenas pudo ver nada de aquel lugar.

      Caminaron por un sendero empedrado, por la parte de atrás de la casa, y entraron en una enorme edificación de piedra. Dentro se notaba frescor, y era de agradecer pues había hecho un día de lo más caluroso.

      En aquel lugar no se escuchaba ni el más mínimo ruido.

      Mauro le mostró, de forma escueta, la vieja cocina, la sala donde se reunían a comer y el baño.

      Lo acompañó, escaleras arriba, por un pasillo kilométrico, lleno de puertas a su derecha, y le mostró su habitación.

      Oliver la miró sin mucho interés, pues no había nada que valiese la pena admirar. En aquel lugar solo había una cama, una mesilla de noche con una pata rota, un armario viejo y una pequeña ventana por la que apenas se podía ver nada.

      —Mañana vendré a las seis a por ti. —Mauro bostezó por el sueño—. Hoy es tarde para hablar del caso, pero cuando venga te pondré al día sobre lo que tienes que hacer aquí. No salgas de la habitación hasta entonces, ¿de acuerdo?

      —Sí —contestó sin ganas.

      Al quedarse a solas, se sentó sobre el lecho. Era incómodo, duro y lleno de bultos. Genial.

      No sacó la ropa de su mochila. Estaba tan cansado que decidió dejarlo para el siguiente día.

      A pesar de todo, del viaje desde la península, del comportamiento de Marín y de aquella cama tan incómoda, tenía ganas de ver lo que le deparaba aquella misión. Sabía que era peligrosa, sabía que si lo descubrían sería hombre muerto, pero había algo que lo hacía seguir hacia delante. Quizás, en su círculo de amigos y familiares, lo llamasen loco, pero no tenía nada que perder, pues ya lo perdió todo. El árbol era una forma de escapar de su vida, una manera de no tener que recordar todos los días al hombre que una vez fue. Una forma de olvidar que una vez fue feliz.

      Capítulo 4

      Amanda odiaba a la gente chismosa. No podía evitarlo, era algo que le sobrepasaba. Cada vez que se encontraba con alguien así, la miraba con desprecio y daba media vuelta.

      No obstante, ¿qué podía hacer cuando tenía que convivir con ese tipo de personas?

      Llevaba dos días en El árbol y, desde el minuto uno, tuvo que hacer frente a miradas envenenadas y cuchicheos a su espalda.

      Había hablado con su hermano sobre el tema, pero Alberto se reía y le quitaba importancia.

      —Es una mujer mayor, se divierte de esa forma —le decía—. No se lo tomes en cuenta.

      —¿Que no lo tome en cuenta? —resopló ella—. Cada vez que me cruzo con ella por el pasillo noto como si me traspasase con la mirada.

      —Mira, Amanda, Dolores lleva muchos años conmigo. Incluso desde antes de venir a La Gomera. Puede parecer seria y estirada, pero hace muy bien su trabajo y jamás he tenido una queja sobre ella.

      Recordó el gesto severo de la mujer y apretó los labios. La tal Dolores fue desagradable incluso cuando la recibió el día de su llegada.

      —Me hace sentir mal, Alberto. No puedo caminar tranquila por la casa.

      —¡No seas exagerada! —rio él.

      —¡No lo soy! —exclamó enfadada—. ¡Esa mujer es el demonio! Esta mañana la he escuchado murmurar sobre mí. Decía que soy una mantenida, que lo he sido toda mi vida, y que pobre del hombre que acabe conmigo. ¡A eso no hay derecho!

      Alberto comenzó a carcajearse.

      —Vamos, no le hagas caso. Tiene mucho tiempo libre y lo ocupa en lo que sea.

      —Y ahora ha decidido ocuparlo en despellejarme, ¿no?

      Su hermano negó con la cabeza y suspiró.

      —Mira, tú haz oídos sordos a lo que dice, ya se cansará.

      —Claro, pero mientras tanto tengo que estar soportando todo esto.

      —Ya verás qué pronto se olvida de ti. Eres la novedad. Cuando pasen unos días, ni se acordará de que vives aquí. —Caminaron por el salón de la casa y salieron al porche, donde corría una ligera brisa—. Le tengo mucho cariño a esa señora, es buena y me quiere como a un hijo. Estoy seguro de que a ti también lo hará.

      —No sé yo qué decirte —contestó poniendo los ojos en blanco.

      Alberto se miró el reloj de muñeca y chasqueó la lengua.

      —Tengo que irme, Amanda. Me esperan en veinte minutos para una reunión.

      Ella asintió, acostumbrada a las obligaciones de su hermano.

      —¿Cómo va el negocio?

      —Muy bien —asintió—. Los plátanos están dando más beneficios de lo que me imaginaba.

      —¿Es mejor que tu trabajo anterior?

      —Bueno… hay que ir poco a poco. Una finca tiene mucho trabajo —añadió sin querer entrar demasiado en el tema.

      —Nunca me dijiste en qué trabajabas antes de mudarte a La Gomera.

      —En nada importante, por eso lo dejé —dijo zanjando el tema con rapidez. Le dio un beso en la frente, a modo de despedida, y se marchó a su despacho.

      Al


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