La riqueza de las naciones. Adam Smith

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La riqueza de las naciones - Adam Smith


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coles, bienes que antes sólo eran cultivados mediante la azada y hoy lo son mediante el arado. Las frutas y hortalizas de todas clases se han abaratado también. La mayor parte de las manzanas y hasta de las cebollas consumidas en Gran Bretaña eran en el siglo pasado importadas desde Flandes. Los apreciables avances en las manufacturas ordinarias de los tejidos de lana y lino permiten a los trabajadores pagar menos y vestirse mejor; y los registrados en las industrias de los metales les proporcionan mejores y más baratos instrumentos de trabajo, así como muchos muebles cómodos y agradables. Es verdad que el jabón, la sal, las velas, los cueros y los licores fermentados se han encarecido bastante, debido principalmente a los impuestos con que han sido gravados. Pero la cantidad de estos bienes que los trabajadores más pobres necesitan consumir es tan pequeña que el incremento en su precio no compensa la disminución en los precios de tantas otras cosas. La queja habitual de que el lujo se está extendiendo incluso hasta las clases más bajas del pueblo, y que los pobres no están satisfechos hoy con la misma comida, el mismo vestido y la misma vivienda que antes, nos convencerá de que no es sólo el precio monetario del trabajo lo que ha aumentado, sino su recompensa real.

      ¿Debe considerarse a esta mejora en las condiciones de las clases más bajas del pueblo como una ventaja o un inconveniente para la sociedad? La respuesta inmediata es totalmente evidente. Los sirvientes, trabajadores y operarios de diverso tipo constituyen la parte con diferencia más abundante de cualquier gran sociedad política. Y lo que mejore la condición de la mayor parte nunca puede ser considerado un inconveniente para el conjunto. Ninguna sociedad puede ser floreciente y feliz si la mayor parte de sus miembros es pobre y miserable. Además, es justo que aquellos que proporcionan alimento, vestimenta y alojamiento para todo el cuerpo social reciban una cuota del producto de su propio trabajo suficiente para estar ellos mismos adecuadamente bien alimentados, vestidos y alojados.

      La pobreza, aunque desanima a los matrimonios, no siempre los impide; incluso parece que incentiva la procreación. Una mujer medio muerta de hambre en las Tierras Altas escocesas con frecuencia llega a tener más de veinte hijos, mientras que una dama mimada y elegante muchas veces es incapaz de tener ninguno y generalmente queda exhausta después de dos o tres. La esterilidad, tan extendida entre las señoras de alto rango, es muy rara en las de humilde condición. El lujo en el sexo bello, aunque quizás inflama el afán de placer, casi siempre debilita las facultades reproductivas, y a menudo las destruye por completo.

      Pero aunque la pobreza no impide la procreación, resulta extremadamente desfavorable para criar a los hijos. La planta tierna nace, pero en un suelo tan frío y un clima tan severo pronto se marchita y muere. Me han relatado muchas veces que no es extraño que en las Tierras Altas de Escocia de una madre que ha tenido veinte hijos sólo sobrevivan dos. Varios oficiales muy experimentados me han asegurado que al hacer la recluta para sus regimientos nunca son capaces de conseguir los tambores y pífanos a partir de los hijos de los soldados. En parte alguna se ven más muchachos magníficos que en las barracas de los soldados, pero muy pocos llegan a la edad de trece o catorce años. En algunos lugares la mitad de los niños mueren antes de los cuatro años; en muchos, antes de los siete; y en casi todos antes de los nueve o diez. Pero esta enorme mortalidad se limita fundamentalmente a los hijos del pueblo llano, que no puede dedicarles tantos cuidados como los otorgados a los de las clases superiores. Aunque sus matrimonios son generalmente más prolíficos que los de la gente elegante, una proporción menor de sus hijos llega a una edad madura. En los hospicios y entre los niños de los asilos de las parroquias la mortalidad es aún mayor que entre el pueblo llano.

      Toda especie animal se multiplica naturalmente en proporción a sus medios de subsistencia, y ninguna especie puede multiplicarse más allá. Pero en una sociedad civilizada es sólo en las clases más bajas del pueblo donde la escasez de subsistencia puede trazar un límite a la ulterior multiplicación de la especie, y lo hace destruyendo una gran parte de los hijos que sus fecundos matrimonios generan.

      Una retribución generosa del trabajo, al permitirles cuidar mejor a sus hijos, y en consecuencia criar un número mayor, tiende naturalmente a ampliar y extender ese límite. Merece ser destacado también que lo hace necesariamente de forma ajustada a la proporción requerida por la demanda de trabajo. Si esta demanda crece permanentemente, la remuneración del trabajo debe inevitablemente incentivar de tal forma al matrimonio y multiplicación de los trabajadores, como para permitirles satisfacer esa demanda siempre creciente con una población también creciente. Si en algún momento dado la remuneración es menor que lo necesario para alcanzar este objetivo, la escasez de mano de obra pronto la elevaría; y si es mayor, su multiplicación excesiva pronto la rebajaría hasta la tasa necesaria. El mercado estaría tan desabastecido de mano de obra en un caso y tan saturado en el otro, que rápidamente forzaría de nuevo al precio hasta la tasa requerida por las circunstancias de la sociedad. De esta forma la demanda de personas, igual que la de cualquier otra mercancía, necesariamente regula la producción de personas; la acelera cuando avanza muy despacio y la frena cuando lo hace muy rápido. Es esta demanda lo que regula y determina la procreación en todos los países del mundo, en América del Norte, en Europa y en China; es lo que hace que sea velozmente progresiva en el primer caso, lenta y gradual en el segundo, y completamente estancada en el tercero.

      Se ha sostenido que los gastos de mantenimiento de un esclavo corren por cuenta de su amo, mientras que los de un sirviente libre corren por su propia cuenta. Pero la manutención del segundo en realidad es pagada por su patrono tanto como la del primero. Los salarios de los jornaleros y sirvientes de toda suerte deben ser tales que les permitan continuar la raza de jornaleros y sirvientes según requiera la creciente, decreciente o estacionaria demanda social. Pero aunque el mantenimiento de un sirviente libre corresponda también al patrono, le costará en general mucho menos que el de un esclavo. El fondo destinado a reemplazar o reparar el desgaste de un esclavo, si se me permite hablar así, está normalmente administrado por un amo negligente o por un capataz descuidado. El destinado a cumplir el mismo papel en el caso de un hombre libre es administrado por el propio hombre libre. Los desórdenes que generalmente prevalecen en la economía del rico se introducen naturalmente en la administración del primero; la estricta frugalidad y cuidada atención del pobre se establecen también naturalmente en la administración del segundo. Con manejos tan distintos, la ejecución del mismo propósito debe exigir grados de gasto muy diferentes. Y así ocurre a mi juicio a partir de la experiencia de todos los tiempos y naciones que el trabajo de las personas libres llega al final a ser más barato que el realizado por esclavos. Esto es cierto incluso en Boston, Nueva York y Filadelfia, donde los salarios del trabajo corriente son tan elevados.

      La retribución generosa del trabajo, entonces, así como es la consecuencia de una riqueza creciente, también es la causa de una población creciente. Lamentarse por ella es lamentarse por el efecto y la causa indispensable de la máxima prosperidad pública.

      Debe subrayarse, quizás, que en el estado progresivo, cuando la sociedad avanza hacia la consecución de la riqueza plena, más que cuando ya la ha adquirido, es cuando la condición del pueblo trabajador, la gran masa de la población, es más feliz y confortable. Su condición es dura en el estado estacionario y miserable en el regresivo. El estado progresivo es realmente el alegre y animoso para todas las clases de la sociedad. El estacionario es desvaído; el regresivo, melancólico.

      Así como la remuneración abundante del trabajo estimula la procreación, también incrementa la laboriosidad del pueblo llano. Los salarios son el estímulo del esfuerzo, que como cualquier otra cualidad humana mejora en proporción al incentivo que recibe. Una subsistencia copiosa eleva la fortaleza física del trabajador, y la confortable esperanza de mejorar su condición y de terminar sus días quizás en paz y plenitud lo anima para ejercitar esa fortaleza al máximo. Por eso siempre veremos que los trabajadores son más activos, diligentes y eficaces donde los salarios son altos que donde son bajos; más en Inglaterra, por ejemplo, que en Escocia; en los alrededores de las grandes ciudades que en los parajes remotos del campo. Es verdad que algunos trabajadores, allí donde pueden ganar en cuatro días el sustento de una semana, permanecerán ociosos durante los otros tres días. Pero esto en modo alguno sucede con la mayoría de ellos. Al contrario, cuando los trabajadores a destajo reciben una paga abundante, son capaces de trabajar en exceso y de arruinar su salud y su constitución en pocos años. Se cree que un carpintero en Londres, y en algunos otros sitios, no puede trabajar


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