El pequeño libro del lenguaje. David Crystal

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El pequeño libro del lenguaje - David  Crystal


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hablando con otras tres personas de la última película de James Bond, y que todos tenéis algo que decir al respecto. Si queréis que sea una conversación eficaz, los cuatro debéis contar con la oportunidad de compartir vuestra opinión, y así todos estaréis contentos.

      Sin embargo, si eso no ocurre puede ser que al final te acabes enfadando. Imagina ahora que alguien no para de hablar y no te deja intervenir. Este comportamiento se llama «monopolizar la conversación». También puede pasar que empieces a hablar y alguien te esté interrumpiendo todo el tiempo, sin dejarte terminar. Algunas personas interrumpen muy a menudo. Al parecer, lo hombres interrumpen a las mujeres más de lo que las mujeres interrumpen a los hombres.

      Hablar por turnos no surge de manera natural: tenemos que aprender a hacerlo. Este proceso de aprendizaje comienza desde muy temprano, durante el primer año de vida. El niño oye que su madre habla… él arrulla o balbucea… su madre responde… él vuelve a arrullar o balbucear… y la madre responde otra vez. Escuchar/hablar/escuchar/hablar/escuchar. Esa es la base de cualquier conversación. Debemos aprender a ser oyentes tanto como hablantes.

      Durante el segundo año de vida, las conversaciones se vuelven más avanzadas. Comienzan a tener una forma más predecible debido al aumento en el conocimiento del lenguaje. Veamos, por ejemplo, una conversación entre Sue y su padre cuando ella tenía casi dos años. Estaban mirando juntos un dibujo de un libro. «¿Qué es eso?», le preguntó su padre. «Perro», contestó ella. «Sí, eso es un perro —dijo él—. Es un perro grande y marrón, ¿verdad?» «Sí —dijo Sue y agregó—: perro marrón», llevando a cabo un gran esfuerzo para pronunciar la nueva palabra (que le salió algo como «maón»).

      Analicemos este pequeño intercambio. Es una miniconversación en cinco partes. Primero, el padre hace una pregunta, y Sue responde. Luego, el padre asiente. Parémonos un segundo para ver cómo lo hizo. Podía haber dicho únicamente «sí», y detenerse ahí. Pero no fue esto lo que hizo. En cambio, cogió la pequeña frase de Sue, compuesta solo por una palabra, y la insertó en una frase más larga: «Eso es un perro». Al hacer esto, le mostraba a Sue cómo integrar una palabra en una oración. Poco tiempo después, Sue comenzaría también a construir frases como esa.

      Su padre, además, no se detuvo después de esta frase. Agregó una más, atrayendo la atención de Sue hacia otras características del perro: era grande y marrón. De nuevo, no tenía necesidad de añadir esa información. ¿Por qué lo hizo, entonces? La respuesta se vuelve evidente cuando vemos lo que Sue contestó después. Esa era la primera vez que trataba decir la palabra marrón. No lo habría intentado si no hubiera escuchado a su padre decirla. Le había enseñado esa nueva palabra sin que ninguno de los dos se diera cuenta.

      Las conversaciones entre los padres y sus hijos de dos años suelen ser muy parecidas a la que acabamos de ver. Los padres les responden continuamente con oraciones un poco más complicadas que las que han dicho los niños. En realidad, los progenitores se están comportando como maestros.

      Un año después, las conversaciones toman una nueva y refrescante dirección. Esta es Sue hablando con su padre cuando tenía tres años y medio: «¿Puedo comer una galleta?», preguntó. Y su padre hizo algo que podría parecer muy extraño al principio. Cogió la galleta y se la tendió, pero sin dársela, y dijo: «¿Puedo comer una galleta…?», con un tono de voz interrogativo. Sue comprendió de inmediato: «¿¡Puedo comer una galleta, por favor!?». «Muy bien», contestó su padre, entregándole la galleta, y ella añadió un «gracias», por si acaso.

      ¿Qué estaba haciendo en esta ocasión? Le estaba enseñando a ser educada en una conversación. Los niños tienen que aprender a decir por favor y gracias, y esto lo consiguen los padres repitiendo esas palabras una y otra vez hasta que los niños las adoptan. Puede llevar su tiempo, pero, alrededor de los cuatro años, la mayoría de los niños han aprendido lo básico de la buena educación lingüística.

      Los niños tienen que aprender muchas cosas distintas sobre cómo dirigirse a los demás con cortesía. Deben aprender a decir hola y adiós, buenos días y buenas noches. Aprenden a llamar a los adultos señor y señora. Cuando alguien estornuda, saben decir salud. También aprenden que, cuando se hacen daño o se enfadan, hay ciertas palabrotas que no deberían decir (¡o al menos no si sus padres están delante!).

      Los niños también tienen que aprender a escuchar. Y eso conlleva mucho más que simplemente quedarse quieto y prestar atención. Cuando dos personas mantienen una conversación, una de ellas habla y la otra escucha, pero la que escucha no está inmóvil y en silencio. Al contrario, el oyente siempre está activo. Asiente o niega con la cabeza, muestra acuerdo o desacuerdo con la expresión de la cara, hace ruidos como «mmmh» o chasquea la lengua, y dice cosas como , vaya, o no, ¿de verdad? Estas reacciones del oyente le hacen saber al hablante que ha entendido lo que le está diciendo. Esto es extremadamente importante, pues el hablante necesita saber si está consiguiendo una comunicación efectiva. Si no observa ninguna reacción en el oyente, no es capaz de continuar con la conversación.

      Los niños pequeños no muestran este tipo de reacciones. Por eso, cuando hablamos con niños muy pequeños, a veces no sabemos si han entendido lo que les hemos dicho. Es algo que aprenden a hacer, gradualmente, conforme se hacen mayores. Una señal de que han alcanzado la madurez conversacional es que cooperan activamente mientras están escuchando.

      Otra característica de las conversaciones que deben aprender es «cómo leer entre líneas» —es decir, cómo descubrir lo que la gente verdaderamente quiere decir con las palabras que emplea—. Las personas no siempre dicen lo que quieren decir, especialmente cuando intentan ser educadas. Imagina que estoy en una habitación, de pie junto a una puerta abierta, y que hace un poco de frío. Alguien podría decirme: «¿Podrías cerrar la puerta, por favor?» (si quiere ser amable) o sencillamente: «Cierra la puerta» (si no quiere serlo). Piensa también en algunas de las otras formas en las que podría hacerme cerrar la puerta:

      Hace mucho frío aquí.

      Vaya, qué corriente hay.

      Brrrr.

      ¿Por qué dice esto? Probablemente porque le preocupe que pueda considerarlo maleducado si me pide directamente que cierre la puerta. Siendo indirecto, y haciéndome saber lo que siente, me deja a mí la decisión de cerrar o no la puerta. Es su manera de ser cortés y, si yo también quiero ser considerado con él, la cerraré.

      Los niños deben aprender todo esto. Y les lleva un tiempo. Recuerdo que una vez, en una clase de primaria, una maestra le dijo a un niño de unos siete años: «James, hay una tiza tirada en el suelo». James miró hacia abajo, vio la tiza y dijo: «Sí, maestra, hay una tiza», y nada más. ¡Esa no era la respuesta que ella esperaba! «¡Entonces, recógela!», explotó. James aprendió rápidamente a leer entre líneas.

CONVERSACIONES EXTRAÑASLa gente a veces habla consigo misma —o con sus plantas, o con el lavavajillas (sobre todo cuando no funciona bien), o sencillamente sola—. Los niños hablan con sus juguetes. A los tres años pueden mantener conversaciones imaginarias interminables. A menudo los padres oyen su manera de hablar a los hijos repetida en cómo los niños hablan a sus juguetes. Qué vergüenza.
Hoy en día, la tecnología nos permite tener conversaciones con diversos aparatos, como con el manos libres del móvil en el coche o incluso con la lavadora. La máquina reconoce nuestra voz (siempre que hablemos claro) y realiza la acción. «Lavado ligero a treinta grados», ordenamos, y ella lo hace.
Con la navegación por satélite de los coches ocurre lo contrario: el aparato nos habla a nosotros. «Sigue recto cinco coma tres kilómetros, luego gira a la izquierda», dice la mujer de la máquina. Resulta muy difícil no contestar. «Sí, señora», suelo responderle, a menos que me pida ir por una ruta que sé que es la equivocada. En ese caso, le echo una buena bronca.
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