La Corona De Bronce. Stefano Vignaroli

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La Corona De Bronce - Stefano Vignaroli


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razón a aquel famoso legado pontificio. ¿Qué sentido tenía mandarlo a combatir por el Señor de Rimini? Pero quizás, las intenciones de Montacuto eran otras. Quizás le venía bien mantener la situación de desorden en la cercana Jesi, ahora que había expulsado al Consiglio degli Anziani y había tomado en sus manos el gobierno de la ciudad y de la Marca Anconitana. A lo mejor, en el último momento, daría la espalda a todos y vendería Ancona al Papa por unas decenas de miles de florines de oro. O quizás se aliaría en secreto con el Duca della Rovere y harían un frente común contra el Papa y contra el mismo Malatesta, a fin de que éste último no extendiese sus miras expansionistas hacia el sur. ¡Quién sabe! A Andrea no le disgustaría regresar a Jesi y poder volver a ver a su amada. Pero si ni siquiera había sido informado de la muerte de su jurado enemigo el Cardenal Baldeschi, imaginemos si hubiese pasado por la mente del Duca hacerlo volver a su patria. Así que Andrea decidió permanecer en silencio y seguir escuchando la argumentación del Duca Berengario, mientras se llevaba distraídamente a la boca algunas patatas y saboreaba su delicado sabor. Sólo unos pocos años antes ni se conocía la existencia de este delicioso tubérculo que había sido importado del Nuevo Mundo. Un siervo le echó vino rojo en la copa y él lo tragó para acompañar a las patatas en su largo recorrido hacia el estómago.

      ―El Papa que ha sido nombrado hace poco, Adriano VI, es un títere, un fantoche en manos de la oligarquía eclesiástica, que ha apartado de sí al linaje de los Medici, que estaban adquiriendo demasiado poder, incluso en Roma. No creo que dure mucho, antes de que Giulio Dei Medici trame algo para echarlo y volver a tomar las riendas del estado eclesiástico. Por lo que debemos aprovechar el momento antes de que sea demasiado tarde. Mañana por la mañana, temprano, Andrea, partirás hacia Pesaro, donde tomarás el mando de la guarnición del ejército de Sigismondo Malatesta. Guiarás a esta guarnición hasta Urbino mientras Malatesta llegará a la misma ciudad desde el norte con el resto de su ejército, a través de los territorios de Montefeltro. Atenazaréis Urbino desde el norte y desde el sur y, tanto los Medici que ocupan Montefeltro como el conde Boschetti que gobierna Urbino de parte de la Santa Sede, no tendrán escapatoria. Tú, Gesualdo, acompañarás a Andrea hasta Pesaro. El camino es largo y peligroso y tú conoces las mejores vías para recorrerlo. Te asegurarás de que Andrea llegue a su destino lo antes posible. Luego volverás enseguida. Que no me entere de que por algún motivo, por muy válido que sea, tu acompañes a Andrea en la batalla. Dentro de cuatro días te quiero de vuelta en el castillo, en caso contrario… ―y se pasó dos dedos deslizando la piel del cuello, simulando lo que haría la hoja de un cuchillo presionado contra la yugular.

      Aunque, en su interior, intentaba no admitirlo, Andrea había entrevisto brillar una luz de traición en los ojos del Duca mientras éste hablaba. Nunca se había fiado de él y ahora mucho menos. Cuando luego, él y Gesualdo, fueron despedidos y, al salir, se cruzaron con dos brutas caras de esbirros, que nunca habían visto antes en la Corte, los temores de Andrea todavía se acentuaron más. Por suerte el Mancino, en el que tenía completa confianza, en las horas y los días venideros, estaría a su lado para defenderlo a costa de su propia vida.

      ―Según tú, ¿quiénes son esos dos, Gesualdo? ¿Sicarios, quizás, unos matones?

      ―No sabría decirlo. Es la primera vez que los veo. Pero esas caras no me inspiran nada bueno. Pero no hablemos de eso aquí. Ven, vamos a escoger los caballos para mañana. En los establos podremos hablar tranquilamente.

      Cuando Matteo y Amilcare estuvieron dentro del salón, el Duca hizo cerrar la puerta, luego dio unas palmadas. Enseguida algunas sirvientas, con vestidos de colores, con transparencias que ponían perfectamente en evidencia sus gracias femeninas, llegaron a la sala desde una puerta secundaria y comenzaron a bailar teniendo de fondo una melodía tocada por invisibles músicos, escondidos quién sabe dónde. Berengario tenía más de sesenta años y, durante su vida, había tenido tres esposas, todas desaparecidas muy jóvenes y en circunstancias misteriosas. Alguien, en la Corte, murmuraba sobre el hecho de que él mismo había mandado matarlas, una vez que se había aburrido de ellas. Siempre había sido un lujurioso, además de un amante de las delicias de la mesa, tanto que había dudas sobre en qué círculo infernal acabaría después de su muerte. Lo importante era gozar de los placeres que la vida le ofrecía hasta que pudiese. Y desde este punto de vista, en privado, no dejaba que le faltase nada. Alargó el brazo hacia una de las siervas, la que vestía una túnica de color rojo encendido y se la arrancó dejándola desnuda del todo. La muchacha ya sabía lo que tenía que hacer y estaba al corriente de que, si no desenvolvía perfectamente su misión, al día siguiente su cuerpo sin vida sería encontrado en medio del bosque por cualquier cazador. Se acercó al Duca y le bajó las calzas. Luego cogió el miembro entre sus manos hasta hacerlo endurecer, bajó sus abundantes senos hacia el bajo vientre de su señor, intentando que se excitase cada vez más. Sólo cuando creyó que el hombre estaba a punto de explotar se giró y se dejó sodomizar. Finalmente, el Duca lanzó un grito de placer satisfecho y, como recompensa, metió una moneda de oro en el hueco entre los senos de la joven, que fue muy hábil en mantenerla sin dejarla caer al suelo.

      ―¡Venga, queridos huéspedes! Hay comida y mujeres para todos aquí. Adelante. Yo invito y hoy me siento generoso. Y al final también hablaremos de negocios.

      Los establos del castillo de Massignano eran capaces de albergar más de cien caballos pero en ese momento sólo había allí una treintena. Dejando aparte las yeguas más tranquilas y dóciles, el Mancino guió a Andrea hasta la zona en la que habían sido construidos algunos compartimentos en ladrillo, donde los caballos más fogosos estaban encerrados para evitar que se pusiesen nerviosos sólo mirándose entre ellos.

      ―Los sementales son los más difíciles de montar pero dan muchas satisfacciones. Son mucho más veloces y pueden arremeter contra el enemigo despreciando las flechas que silban cerca de sus orejas. Y aunque los sobrecargues con las armaduras disminuyen muy poco su rendimiento. Aquí estamos ―dijo Gesualdo abriendo la puerta de una estancia donde un caballo, todo negro, relinchó nervioso ante la visión de los recién llegados ―Ruffo es mi preferido. Es un murguese, un caballo originario de Puglia, donde tiempo atrás eran adiestrados los caballos para el Emperador Federico II di Svevia y para su linaje.

      Andrea apreció las magníficas formas del corcel, luego bajó la mirada para estudiar patas y cascos.

      ―Se ve que no es un caballo adiestrado en llanuras verdes y húmedas sino en las colinas áridas y pedregosas de Murguia. Nos gusta mucho recordar a Federico II en Jesi porque es la ciudad en la que nació y yo he podido tener entre mis manos su tratado De arte venandi cun avibus, donde describe cómo éstos eran caballos adaptados a la cetrería, al contrario de los otros, el murguese no teme a los halcones o águilas que sobrevuelan a su alrededor, especialmente cuando descienden en picado para volver al brazo enguantado de su dueño…

      Su conversación fue interrumpida al oír voces que indicaban la presencia de otras personas. El Mancino le hizo una señal a Andrea para que estuviese en silencio y permaneciese escondido, agachándose cerca de Ruffo y conteniendo la puerta de madera sin cerrarla del todo. Los dos esbirros con los que poco antes se habían cruzado en las estancias de arriba quizás habían tenido la misma idea, la de venir a escoger los caballos para el día siguiente. Convencidos de que no había nadie en los establos hablaban en voz bastante alta, de manera que era fácil captar su conversación. A Andrea se le hizo un nudo en la garganta cuando los tipos se pararon justo delante de la puerta entrecerrada del refugio de Ruffo. La idea de ser descubiertos allí dentro y tener que hacerles frente no es que le gustase demasiado, también porque tanto él como Gesualdo estaban desarmados.

      Por suerte los dos pasaron de largo.

      ―Mejor no arriesgarse a cabalgar sementales que no conocemos ―dijo el más anciano y más desagradable, un tipo con el rostro picado de viruelas, enmarcado por una barba despeluchada. ―Cojamos mejor dos jóvenes castrados. De todas formas tenemos la ventaja de la noche. Llegaremos con tranquilidad a la Torre di Montignano y tendremos todo el tiempo para preparar la emboscada. Será un trabajo sencillo y rápido y el Duca sabrá recompensarnos debidamente.

      El otro acompañó las últimas palabras dichas por su compadre con una sonora risotada. Bajo los ojos incrédulos de Andrea y Gesualdo, que continuaban permaneciendo


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