No me toques el saxo. Rowyn Oliver

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No me toques el saxo - Rowyn Oliver


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de subir las escaleras de la casa de dos en dos.

      Como le he dicho, hace un día espléndido y lo va a ser cuando recupere lo que es mío.

      Me cambio rápido, me enfundo en mis vaqueros, mis bambas y la camiseta de Pink Floyd.

      Veamos... ¿Dónde se puede comprar un saxo robado?

      6

       Sin remordimientos

       Cristina

      Me duele todo, pero no me quejo.

      Después de la hazaña de anoche, al llegar a casa, Irene, Marina y yo, nos despatarramos en el sofá y abrimos una botella de cava. Esa botella de cava del bueno que teníamos guardada en la nevera para lo que se suponía una ocasión especial. Normalmente la ocasión especial o hecho extraordinario es cuando una de nosotras liga con un objetivo de nivel 9 como mínimo y tiene que contárselo a todas las demás.

      Sin duda, el saxofonista es un nivel nueve, pero admitamos que no se puede decir que me lo haya ligado, más bien le he hecho la putada de su vida.

      —No me puedo creer que le hayas hecho eso al pobre hombre. ¿No piensas darle una explicación del porqué?

      Ahí estaba Irene, nuestra Pepito Grillo, preocupándose por Àngel al que, a fin de cuentas, había robado su saxofón y que el pobre, poca culpa tenía de haberse comprado el saxo equivocado. A ellas si les he explicado el porqué de todo en el coche camino a casa.

      Por suerte, Marina le quitaba hierro al asunto, poniendo la nota de humor y relatando con detalle cada paso dado en mi carrera hacia el Renault 12 destartalado de Irene.

      Al final hemos reído mucho y dormido poco. Pero... sí que Irene tiene razón. Tengo mi mala leche, no soy excesivamente cariñosa, ni tengo don de gentes para hacer amigos, pero si algo tengo es que soy buena persona. Las buenas personas no roban saxofones, de hecho, no roban, sin más. Y mucho menos engañan de la manera que yo engañé al robasueños. Porque yo le besé para distraerle... ¿no?

      Respiro hondo y se me acelera el corazón cuando mi cerebro vuelve al pensamiento recurrente que me ha atormentado toda la noche y parte de la mañana. No sé si será autoengaño, pero intento convencerme de que no besaba tan bien, no era tan guapo y que sus manos acariciando mi piel desnuda no fue lo mejor que he sentido en meses, quizás años. Y es que admitamos que el panorama amoroso cada vez está peor.

      Será eso. Será que no me liaba con un tío hacía tiempo. No puede ser que sienta algo más que un inmenso sentimiento de superioridad frente al robasueños.

      Intento quitármelo de la cabeza.

      Son las diez de la mañana y tenemos que irnos si queremos encontrar un lugar donde poner la toalla. Con tanto dominguero, Ca’n Picafort se pone imposible y Playas de Muro no está menos masificada.

      Nos preparamos el desayuno y Marina se sienta en la mesa mirando al infinito.

      Es una chica preciosa, altruista y todo corazón. Ama tanto a los animales, tanto como Irene los odia. Eso es una suerte porque si no, nuestra casa estaría llena de animalejos varios, seguramente lisiados y faltos de cariño. El mes pasado intentó colarnos una iguana, Merilyn, como si ponerle un nombre de diva la hiciera más atractiva. No sé cómo se la endosó a su madre que ya tiene dos perros y cinco gatos, uno de ellos paralítico.

      Nuestra Marinita. Si fuera hombre me casaría con ella, pero tenemos esa especie de maldición de ser heterosexuales y que nos gusten los hombres inalcanzables.

      —Yo… no sé por qué no ligo.

      Me da la risa ante las palabras de Marina, quizás por su cara desganada o su mirada perdida en el blanco de los armarios de nuestra cocina.

      Las dos vamos en pijama, pantaloncitos cortos y camiseta de tirantes. Yo llevo un conejo verde, Marina, una calavera con un lacito rosa… muy Marina. Nos desperezamos a nuestro ritmo. Puedo oler el café recién molido, y eso parece hacer más llevadero el hecho de tener alguna que otra legaña.

      Me sirvo un café en una taza y añado leche fría; en verano, no concibo que sea de otra manera.

      La cocina es abierta, da a la parte trasera de la casa donde tenemos un bonito jardín donde a Irene y a mí nos gusta tener macetas, casi todas vacías, porque por algún extraño motivo que no llegamos a comprender, las cabronas mueren irremediablemente cuando nos acercamos a ellas, unos días después de haberlas comprado.

      —En serio —murmura Marina mientras introduce a buen ritmo, una y otra vez una magdalena en el café—. Yo… yo… he nacido para ligar.

      Dejo de mirar por las cristaleras y centro mi atención en ella. Alzo una ceja con una sonrisa socarrona.

      Marina asiente.

      —Tengo sangre latina.

      Me descojono e Irene, que ha aparecido a mi lado con la cafetera en la mano, se tira por el suelo de la risa.

      —¿Qué dice que tiene?

      —Sangre latina —le digo alzando una ceja sin parar de reír.

      Y es que no es lo que dice Marina, si no cómo lo dice. Con toda la desgana del mundo.

      —Tienes de latina, lo que Irene de Madagascar.

      Irene nació en Francia, y de pequeña confundía la localidad de Castelnaudaury con Madagascar, hasta ahí lo que la pueda unir a la isla africana.

      Marina es de Muro, como yo, autóctona de pura cepa, y por mucho que mueva sus caderas al ritmo de Shakira, siempre bailará mejor las jotas y boleros con zapatos planos y rebosillo .

      —En serio —me dice Marina con ojos resacosos—. Ya está bien de ser un asno, a partir de mañana... seré una pantera.

      Asiente con total convicción, ajena a nuestras carcajadas.

      Irene y yo nos aguantamos el estómago y cuando nos calmamos, la abrazamos. Nuestra Marinita es una joya, un diamante en bruto que la vida intenta pulir a base de desengaños amorosos.

      Entre sus ocurrencias y el show de anoche, estamos más que animadas.

      —No ligas porque no quieres —le digo sincera.

      —Anoche me hubiese gustado ligar, pero como le robaste el saxo, pues creo que ya no podrá ser.

      Hundo los hombros y hago el fingido gesto de escupir en el suelo.

      —¡Puaj! ¿Querías ligar con eso? —le pregunto con mi cara de haber chupado un limón.

      Ella se ríe e Irene menea la cabeza.

      —Está buenísimo y tiene talento —me dice Irene—. Si no lo odiaras tanto, estoy convencida de que te gustaría. Pero creo que nuestra Marinita no tenía los ojos puestos en tu saxo, sino en otra parte.

      Las miro con interés.

      —¿Qué parte? —pregunta picarona, Marina.

      Irene niega con la cabeza.

      —No te hagas… sé perfectamente que no quitabas ojo al cantante.

      —¿A quién vamos a mirar si no? ¿Cuando vas a un concierto miras al guitarrista? No, miras al cantante.

      —Bueno, Cristina miraba al saxofonista.

      Pongo los ojos en blanco.

      —Digo la gente normal...

      —¡Oye! —me ofendo.

      —Cuando miras al escenario, quien capta tu atención es el vocalista —se defiende Marina—. Y este en concreto... Vaya pedazo de…

      —¿De qué?

      —De voz —me responde.

      —Sí, sí, de voz. —Irene se sienta frente a ella en el taburete


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