No me toques el saxo. Rowyn Oliver

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No me toques el saxo - Rowyn Oliver


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a medida que nuestras bocas se buscan con intensidad, él baja la mano de mi cintura y acaricia mi trasero. Aprieta mis nalgas con fuerza y no puedo recordar haber estado tan cachonda en mi vida.

      —Vaya, vuelve a hacerlo.

      Él me besa más entregado que antes y aprieta mis nalgas, esta vez con ambas manos. Jadeo y me retuerzo contra él, al notar la dureza de su erección.

      Me doy cuenta de que quizás no tenga toda la prisa que debería tener.

      ¿Sabéis en las pelis cuando la protagonista escucha la orquesta sinfónica en su cabeza al besar al tío de la peli? Pues siempre me han parecido chorradas. A una puede acelerarse el corazón por una arritmia o un amago de infarto, pero por un beso…

      ¡Pues sí, joder! ¿Cómo es posible que descubra que lo que sucede en las pelis es cierto en el momento más inoportuno? ¡Con el chico más inoportuno! Ciertamente no escucho la filarmónica, pero sí un buen ritmo de jazz que me acelera el pulso y está a punto de hacerme olvidar algo que debería tener muy presente. El por qué estoy aquí.

      Él profundiza el beso y yo vacilo. Me aparto unos milímetros de su boca. No es un beso baboso, es un besazo apasionado que pagaría por volver a sentir.

      —¿Todo bien?

      ¿Bien? No, está todo mal. Pero... ¿quiero parar?, ¿sí?, ¿no?... ¿Un poquito más?

      Sus labios se entreabren para besar los míos y siento que me humedezco.

      —¡Oh! Vaya...

      Con exquisita suavidad me atrapa una y otra vez. Y ese beso es todo menos desagradable. Es memorable.

      No sé si será la magia de la música que nos envuelve o la suave caricia de sus manos, que de repente han recorrido mi espalda y acarician tiernamente mi rostro, pero me dejo llevar.

      Su lengua bucea en mi boca. No besa como se supone que debe besar un divo a quien no le importa el corazón de las mujeres. De hecho, él parece poner el corazón en cada beso.

      Me separo y ahí están otra vez esos ojos enormes de chocolate.

      Me sonríe con una boca grande llena de dientes blancos y parejos. No me dice nada, solo se eleva hasta besarme de nuevo. Su mano ha ascendido hacia mi nuca y tira de mí con delicadeza.

      ¡Cristina! ¡El plan!

      El plan, ¡voy!

      Debo concentrarme, dejar que esas malditas mariposas que van descendiendo del estómago a mi entrepierna se queden quietecitas y desaparezcan. Pero no estoy teniendo mucho éxito, la verdad.

      —¡Joder! —Estoy muy cabreada conmigo misma y a la vez increíblemente cachonda, como hacía siglos no me sentía.

      —Perdona —me dice él y parece preocupado de haber hecho algo mal.

      No puede ser, al final va a resultar que es un trozo de pan.

      En ese momento podría haberme escapado, pero dejo pasar dos segundos de más y él aprovecha para abrazarme. Sus brazos rodean mi cintura y se incorpora para besarme el mentón, el cuello y desciende hasta mis pechos. Sentada sobre él, lo abrazo para no caerme. Mi blusa sin mangas se abre y veo cómo da un delicado mordisco sobre la tela de encaje negro.

      Soy incapaz de respirar, cuando mis ojos se abren como platos. Echo la cabeza hacia atrás y cierro los ojos mientras siento cómo mi excitación va en aumento.

      Vale, las mariposas están muy revoltosas ahí abajo.

      ¡El plan me llama! Pero yo pienso que puede esperar un minuto más. Un minuto hasta que él deje de acariciarme los pechos y besarme el escote.

      —Madre mía…

      Sé que sonríe contra mi delicada piel y no me importa. Yo reiré la última en el momento en que me decida largarme. Mientras sigo a horcajadas sobre él, alucino de lo jodida que me parece la postura del diamante en el yoga, y lo mucho que me gusta cuando lo que tengo es su pelvis entre mis muslos.

      La cosa se complica cuando intento pararle y le agarro la cara entre las manos. Me apodero salvajemente de su boca y todo porque me parece que un par de besos no harán daño a nadie. Además, cuanto más distraído, más fácil será la huida, ¿no?

      Le beso. ¡Y qué beso, señores! Ríete del beso de Lancelot a Ginebra en El Primer caballero, Julia Ormond era una tía con suerte y yo… yo lo sería si quisiera sexo y no su saxo.

      Dolida porque se me va la olla, me espabilo.

      Lo empujo hasta que su espalda se da con un golpe sordo contra el suelo de la furgoneta. Deja de abrazarme y me mira entre desconcertado y excitado. Parece que le gusta que le manden. Sonrío sin poder evitarlo, y me siento muy mala persona cuando disfruto de su respiración entrecortada mientras le abro la camisa. Después de quitársela y maldecir que tenga semejantes abdominales, mis manos descienden hasta llegar a su cintura. Lleva unos pantalones que le quedan de miedo, elegantes y suaves.

      Le desabrocho el cinturón, consciente de que no hay marcha atrás. Empieza la recta final.

      Se incorpora hasta abrazarme de nuevo, como si quisiera que fuera más despacio. Pero ¡ah, amigo! Esto no va a pasar. Voy apretando el acelerador y sin frenos.

      Me besa, acariciando mi espalda.

      —No hace falta que...

      Su falta de malicia me conmueve y hace que por un momento me descentre de lo que tengo que hacer.

      Profundizo el beso cuando las manos me acarician las mejillas y mi pelo suelto. Me agarro a sus hombros y flipo de lo musculoso que es. Tengo curiosidad por saber si el resto de su cuerpo está tan bien esculpido, así que deslizo mis manos sobre su pecho. ¡Y madre de Dioooooos! ¡Es perfecto! Alzo la cabeza hacia atrás y pongo distancia entre nuestros labios.

      Inspiro con fuerza y casi se me escapa un gemido de frustración.

      Las mariposas se han convertido en puñeteras pirañas que mordisquean mi entrepierna amenazándome con devorarme si no les doy de comer.

      Ahora las manos de él están en mis costados y su boca en mi escote, me abre otro botón de la camisa y lo empujo levemente.

      —Tú primero —le digo.

      Él parece vacilar, hasta que se da cuenta de que le estoy pidiendo que se desvista. Acepta mi exigencia con un simple gesto de asentimiento.

      Se quita la camisa roja y sí, definitivamente hay hombres que es mejor que vayan desnudos, siempre. Como este. Sin duda su sitio es un puñetero poblado nudista.

      Tengo la boca seca, y una loca necesidad de desnudarme con él y acabar lo que estamos haciendo, pero eso no va a poder ser. Tengo que largarme. Que me volviera loca con esa boca y esas manos, no entraba en mis planes.

      Ahora soy yo que me giro levemente y le deshago los cordones de los zapatos, se los quito y me siento bastante satisfecha de la rapidez con que lo he hecho.

      Entonces llega la prueba de fuego. El cinturón está desabrochado, ahora voy a por el botón del pantalón y su cremallera.

      Él empieza a respirar con dificultad mientras mira cómo mis manos hacen el trabajo.

      Ahora o nunca.

      Tiro de pantalones y calzoncillos. Con una pericia que no sabía que poseía, se los bajo hasta los tobillos.

      Me quedo sin respiración al ver cómo su soldado me saluda firme.

      Cierro los ojos, esto no estaba en mis planes de esta noche.

      Todo tenía que ser mucho más sencillo.

      Despacio, me deslizo sobre él. Beso su pecho, su estómago... ¿Y si me quedo hasta el final? Me muero por quedarme hasta el final.

      ¡Cristina! ¡No!

      Interiormente hago un puchero.

      Irene y Marina me están


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