No me toques el saxo. Rowyn Oliver

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No me toques el saxo - Rowyn Oliver


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concentrada estabas ojeando la fauna intercontinental.

      Escupo el sorbo de café sobre la isla de la cocina y me río cuando nuestra amiga hace referencia a la predilección de Irene por los mulatos bien bronceados.

      —Te gusta el cantante —le dice Irene entrecerrando los ojos y apuntándola con un dedo.

      Marina alza la mano y la señala de igual modo.

      —¡Puede! —Marina no dice nada y lo dice todo—. Además, tiene los dedos largos —dice, volviéndose a incorporar en el taburete alto—. La distancia de la punta de su pulgar al dedo índice… era bastante grande.

      Minutos después aún nos reímos de la teoría de Marina que sigue pensando que está científicamente demostrado, que se puede medir el pene de un hombre sin echarle una ojeada a sus atributos, solo observando sus manos.

      —De todas formas, después de semejante show, olvídate de que volvamos a cruzarnos con ellos, si es que no queremos salir por patas.

      Las dos me miran y yo me hago pequeña. De repente, la hazaña de anoche ya no nos parece tan divertida.

      —Dejadme en paz —farfullo algo compungida.

      Pero no voy a tener suerte. De nuevo se ponen a hablar entre ellas, esta vez como si yo no estuviera.

      —Yo creo que algo le gusta —le dice Irene volviendo al molesto tema del saxofonista.

      —Ni de coña. No me gusta nada...

      —Yo también lo creo.

      —... demasiado delgado y es... —sigo hablando, pero ninguna de las dos le interesan lo más mínimo mis réplicas.

      —Se lo comía con los ojos.

      —Le pone muy cachonda cuando toca el saxo. —Marina asiente después de meterse el último trozo de magdalena en la boca.

      —... es idiota —acabo de decir finalmente.

      —¿Cómo va a ser idiota? No conoces al pobre chico.

      ¿Ahora de repente me hacen caso?

      —No has hablado con él ni media palabra. Porque no hablaste con él, ¿no?

      Ahora Irene también se muestra muy interesada.

      —¿Hablaste algo o directamente le arrancaste la ropa?

      Mis ojos en blanco no las desmotivan en su empeño de sacarme información.

      Meneo la cabeza y me niego a seguir hablando del saxofonista de ojazos de chocolate.

      —No pienso decir nada más del tema. Y no necesito conocerlo para entender que lo que tiene en el cerebro es poco más que aire y chicas en bikini.

      —No, no lo conoce en absoluto —se mofa Irene con cinismo—, solo lo suficiente para dejarlo en pelota picada.

      —Bueno... —vacilo.

      No debería haber vacilado, son caimanes, notan el olor a sangre.

      Me echo hacia atrás ante sus inquisitivas miradas.

      —¿Qué pasó en la furgo? —Irene sabe que oculto algo.

      —Ya os lo conté.

      —¡Bah! Muy por encima y sin detalles.

      —¡Nada! No pasó nada —mi grito las alerta—. En serio, no quiero pensar en eso.

      Marina entrecierra los ojos.

      ¡Genial! Ahora también sabe que no les he contado toda la verdad. Y sus dedos índices vuelven a estar estirados, pero esta vez me señalan a mí exigiendo una respuesta, y más me vale que tenga una convincente.

      —Nos dijiste que el tipo te pidió rollo y se desnudó él solito.

      Silencio.

      Marina está flipando.

      —¿Le quitaste tú la ropa?

      —No... qué va.

      Mierda, he tardado demasiado en contestar.

      —En serio. —Irene empieza a alucinar—. Cuando me dijiste que te esperara en el coche que tenías algo que hacer... No pensé… ¿en serio...? —repite alucinada—. Cristina, no sé cómo pudiste robarle el saxo a ese pobre chico. ¿En serio no vas a darle una explicación?

      —Eh, de pobre nada. —¿En qué momento el robasueños ha empezado a darles lástima?—. ¿De qué parte estás?

      —De la tuya —me dice Marina—, pero yo tampoco te reconozco.

      Irene la secunda. Ambas asienten con la cabeza.

      —¿Y qué queréis? —les digo a la defensiva—. No podía dejar que el saxo de mi abuelo cayera en manos de ese… bueno, de otra persona. ¡Es mi saxo! El abuelo me lo dejó a mí. Mi padre no tenía ningún derecho de venderlo.

      Mis amigas asienten y puedo ver que les doy algo de lástima, con un poco de suerte quizás más que el robasueños.

      Ya saben la mala relación que tengo con mi padre, la que hoy en día prácticamente es nula, después de que él decidiera vender el saxo de mi abuelo a ese músico verbenero, casi no nos dirigimos la palabra.

      —El saxo de mi abuelo debe tocar en una buena banda, en los brazos de alguien que lo quiera. Y nadie va a querer a mi saxo como yo. ¡No va a saltar de verbena en verbena como…!

      —Como hacía tu abuelo —me dice Marina enarcando una ceja.

      Me callo.

      Tiene razón. Mi abuelo era un gran músico. El gran Toni Trui. Sus bolos eran en hoteles y casinos, pero ¡qué actuaciones, señores! Que Antònia Palmer cantara en su grupo aún los hacía más increíbles.

      Me invade la añoranza. Y tengo que reconocer que si el abuelo viera su saxo sobre el escenario de verbena en verbena no haría otra cosa que reírse con alegría.

      Marina abre los ojos como platos.

      —¡Dios mío! ¡Joder!

      La miro, porque está claro que acaba de darse de cuenta de algo importante.

      —¿Qué?

      —¿Sois conscientes de que no vamos a poder ir ni a una puta verbena sin que nos aterrorice encontrarnos al pobre chico?

      Escupo el café con leche.

      —¡Me cago…! —Aprieto los labios y me dan ganas de patalear.

      Lo que me faltaría sería tener que encontrarme a ese tío y tener que darle explicaciones. Por suerte, en septiembre me largaré de sa roqueta durante una buena temporada. Me presentaré a la audición con el saxo y empezará la gira por Europa. Eso es lo que va a suceder, y no pienso dejar que pase otra cosa.

      —No lo había pensado —dice Irene algo sorprendida—, pero bueno, no nos ha visto la cara… solo a Cristina. —Hace una mueca divertida—. Nosotras estamos a salvo.

      —Gracias —digo, mirándolas con reproche—, estoy muy agradecida de tener amigas como vosotras. Pero, de todas maneras, solo tendré que evitar ir a las que toquen.

      —Sí, es un buen plan —dice Marina— pero creo que pudo coger la matrícula de tu coche.

      —Mierda —dice Irene ante el comentario de Marina.

      Frunzo el ceño. ¿Sería posible que cogiera el número de la matrícula? Sí, sería más que probable, además, esa cafetera oxidada es bastante característica, si es un coche con dos letras.

      —Cruza los dedos, estaba oscuro… ¡Bah! Imposible —digo, levantándome de la mesa—. Y no pienso perder un minuto más de mi tiempo pensando en ese tipo.

      No, no pensaré más en él. Ahora me dedicaré a lo que ha sido


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