Sabato. Pablo Morosi
Читать онлайн книгу.paseo pensado como pulmón verde de la ciudad que contaba con un zoológico y un jardín botánico, con un pequeño maletín de madera en el que llevaba hojas, acuarelas, una paleta y un puñado de pinceles. Tras una breve recorrida se sentó bajo la sombra de un enorme eucalipto con la intención de reproducir los colores de su corteza. En eso estaba, cuando un grupo de chicos un poco más grandes que él empezaron a agredirlo y a burlarse de él y derramaron el frasco con agua que usaba para humedecer los pinceles. Antes de alejarse, profiriendo todo tipo de alaridos, despedazaron el boceto en el que trabajaba. Nunca pudo sacarse de la cabeza la sensación de amargura de aquella experiencia iniciática.
Cuando a principios de marzo de 1925 empezaron las clases, el rector del Nacional era el abogado e historiador Luis Horacio Sommariva, experto en derecho civil y administrativo, que promovía la renovación de los planes de estudios. La institución había sido creada con el fin de brindar una enseñanza preuniversitaria de excelencia con sesgo moderno y experimental. El plan de estudios ofrecía un pantallazo general sobre prácticamente todas las disciplinas. Se promovía el encuentro directo de los alumnos con las obras e ideas de autores relevantes de diferentes períodos de la humanidad. La propuesta pedagógica se basaba en una trilogía compuesta por el pensamiento positivista, el arte y la cultura física.
El cuerpo docente estaba integrado por profesionales y académicos de fuste, entre los que sobresalían el poeta modernista Rafael Alberto Arrieta; el jurista y prominente dirigente del socialismo, Carlos Sánchez Viamonte; Narciso Binayán Pérez, titular de la Sociedad de Historia Argentina, y el poeta cordobés Arturo Capdevila, que para entonces ya había obtenido en dos oportunidades el Premio Nacional de Literatura. Además, en el marco de una ampliación del plantel docente por la actualización del currículo, se habían sumado el egiptólogo Abraham Rosenvasser, que años más tarde dirigiría una importante misión en los que fueran los restos del faraón egipcio Ramsés II, en Sudán; el arqueólogo Fernando Márquez Miranda, fundador de la Sociedad Argentina de Antropología, y los profesores de Educación Física Arturo y Benigno Rodríguez Jurado.
La nómina de maestros recién incorporados incluía al escritor dominicano Pedro Henríquez Ureña y al polifacético pensador Ezequiel Martínez Estrada, dos figuras que, a partir de entonces, desplegaron una larga y fructífera trayectoria en la institución, en la que dejaron una huella imborrable. Sabato trabó con ambos una amistad entrañable y duradera.
La lectura era un elemento central en el proceso de aprendizaje en el Nacional de La Plata. Al cabo de los cinco años de cursada los estudiantes habían leído de William Shakespeare a Miguel de Cervantes y de Charles Dickens a Robert Louis Stevenson y Julio Verne, pasando por la obra de autores hispánicos, como Domingo Faustino Sarmiento, Miguel de Unamuno o José Esteban Echeverría. En las clases de Filosofía se recorría la historia de las ideas desde Aristóteles y Platón hasta Immanuel Kant, Friedrich Nietzsche y Baruch Spinoza. Aquella sólida base en la formación media forjó no solo al Sabato escritor, sino también al pensador y político.
La adaptación a su nueva vida de estudiante no fue sencilla. Extrañaba a su madre y sufría intensamente el desarraigo. Lo imponente del edificio del Colegio Nacional, la prestancia distinguida de sus docentes y el roce con chicos desconocidos que le enrostraban con crueldad su origen pueblerino profundizaron su carácter retraído. Le habían puesto el mote de “payucano”, que designaba despectivamente a los que, como él, venían del campo. Se sentía torpe, mal vestido, ajeno a todo lo que lo rodeaba. Pasó esos primeros tiempos llorando por las noches, embargado por una sensación de soledad infinita.
El joven Ernesto (legajo de alumno 268) arrancó sus estudios con un rendimiento sobresaliente que mantuvo a lo largo de toda su formación. En primer año tuvo su mejor performance en Dibujo (su boletín de calificaciones registra un 10 en esa materia), mientras que su nota más baja fue en Castellano (8), con Henríquez Ureña, quien tendría una incidencia clave en el impulso de la carrera literaria de Sabato.
El escritor centroamericano ostentaba una cultura vastísima. Había llegado a La Plata a mediados de 1924, con el año lectivo ya comenzado, y se incorporó de inmediato al dictado de clases en el colegio de la UNLP. Había emigrado desde México, donde acababa de pelearse con su amigo José Vasconcelos, por entonces secretario de Instrucción Pública del gobierno de Álvaro Obregón. A poco de instalarse en la ciudad, dijo estar subyugado por aquella urbe moderna y pujante, a la que calificó como “la Atenas de América”. Los alumnos lo apodaban –no sin maldad– “el mexicano”. Muchos se aprovechaban de su bonhomía y corrección y le gastaban bromas por su forma de hablar o le ponían chinches en el asiento. En sus clases sobre gramática echaba mano a los versos del poeta español Luis de Góngora y Argote para enseñar la morfología y estructura de las palabras y sus accidentes y analizar el modo en que se combinan en las oraciones. “Donde termina la gramática, empieza el gran arte”, repetía. Sabato solía recordar agradecido haberse acercado, con sus orientaciones extracurriculares, a las historias de aventuras de escritores como Emilio Salgari o Julio Verne, que leía con fruición en una biblioteca que había en el barrio de la pensión. A través de Henríquez Ureña también descubrió a exponentes de la literatura rusa como Leonid Andréiev, Fiódor Dostoievski o León Tolstoi, que se transformaron en sus preferidos, pese a que, generalmente, tuvo que resignarse a ediciones baratas de pésima traducción. Con Dostoievski desarrolló una suerte de obsesión referencial que lo llevaba a apelar constantemente a pasajes de su obra para aplicarlos a situaciones de la vida cotidiana. A medida que avanzaba en sus lecturas, su paladar literario iba cambiando. Le pasó por ejemplo con la novela de Andréiev, Sascha Yegulev: al leerla quedó subyugado; sin embargo, tiempo después, la consideró “inaguantable”. Siempre creyó que en Argentina existía cierta identificación con los rusos que hacía a sus obras más asequibles en este lado del mundo.
Pero mucho antes de encauzar su vocación por las letras, Ernesto atravesaría un estadio de fascinación con las ciencias duras, especialmente, con las matemáticas. El disparador fue la primera clase del profesor Edelmiro Calvo, un prestigioso docente de destacada actuación en los días intensos en que se gestó la Reforma Universitaria. Su presencia en el aula infundía respeto y admiración. Calvo estaba convencido de que la mejor manera de entusiasmar a sus alumnos e introducirlos al árido estudio de las matemáticas en las primeras clases era mediante la demostración de alguno de los teoremas básicos de la geometría. A través de la exposición sencilla de proposiciones en base a figuras lograba que los estudiantes sintieran una excitante sorpresa y cierta perplejidad ante la existencia de un procedimiento certero para arribar a un resultado exacto e incontrastable.
Muchas décadas después, en su libro Antes del fin, Sabato narró aquella “portentosa revelación” ocurrida en el aula. “En un banco no demasiado visible, asustado y solitario chico de un pueblo pampeano, vi a don Edelmiro Calvo, aindiado caballero de provincia, alto y de porte distinguido, demostrar con pulcritud el primer teorema. Quedé deslumbrado por ese mundo perfecto y límpido. No sabía aún que había descubierto el universo platónico, ajeno a los horrores de la condición humana; pero sí intuí que esos teoremas eran como majestuosas catedrales, bellas estatuas en medio de las derruidas torres de mi adolescencia”, escribió.11
El encuentro con la ciencia y su exactitud lo condujo a una suerte de refugio para su constante estado de angustia. A esa tabla de salvación se aferró en medio del océano bravío que eran sus días. Ese orden diáfano y perfecto, opuesto al mundo oscuro y opresivo de sus tribulaciones, terminó por definir la orientación de sus estudios superiores. El esfuerzo y la dedicación que volcó a las matemáticas hicieron que su desempeño fuera superlativo, algo que, inesperadamente, le sirvió para ganarse un lugar entre sus compañeros, que admiraban su capacidad e inteligencia. Así pudo, poco a poco, empezar a construir relaciones más equilibradas e ir dejando atrás su timidez e incomunicación inicial.
Mientras tanto, seguía amparándose en la guía de su hermano mayor. Juan obligaba a Ernesto a hacer ejercicios de gimnasia sueca todas las mañanas para fortalecer el cuerpo y mejorar la postura. Era un fanático de los deportes; fue un destacado jugador de básquet en el por entonces Club Atlético Estudiantes, de cuyo equipo de fútbol era un ferviente simpatizante. Pronto logró convertir a Ernesto a esa religión, que con los años se transformó en una marca distintiva