Sabato. Pablo Morosi
Читать онлайн книгу.bien nunca fue lo que se dice un gran deportista, más de una vez el escritor contó que en su época de estudiante había incursionado en las lides del rugby, guiado por los hermanos Rodríguez Jurado; también hizo lanzamiento de jabalina y hasta practicó boxeo con Julio Mocoroa, un púgil al que la prensa apodaba “Bulldog” y que llegó a disputar el título argentino en la categoría livianos.
Un ejemplo del clima de camaradería que se vivía entre alumnos y profesores del colegio eran los animados partidos de pelota que organizaba el por entonces vicerrector Luis María Bergez, en los que Ernesto llegó a participar. Alguna vez, al recordar aquellas contiendas deportivas, las vinculó con los problemas de visión que lo afectarían severamente en el último tramo de su vida. “Estaba yo en segundo de secundaria cuando me dieron un pelotazo en el ojo izquierdo. Desde entonces he ido cada vez peor con esto del ojo”, señaló durante una visita al País Vasco en 1982.12
Pero Ernesto también jugaba al fútbol y tuvo su fama como aguerrido zaguero. Según comentó su sobrino Juan Carlos Sabato –hijo de Juan– en una entrevista para este libro, además de jugar en los torneos del Nacional, su tío llegó a probarse en la denominada “cuarta especial” del club Estudiantes, una suerte de reserva formada por jóvenes que aspiraban a ingresar a los planteles oficiales. Su vínculo con el mundo “pincharrata” ya forma parte de la historia y las leyendas de la institución, que en su página web recuerda con orgullo cuando Sabato “probó suerte en las divisiones inferiores”.13
El escritor rememoró esa época muchos años después ante el periodista Eduardo Verona, de la revista El Gráfico. “Jugaba bastante bien. No rechazaba la pelota a cualquier parte. No era un chambón. Era aceptable, pero tuve que dejar. No podía cabecear bien, porque fui el penúltimo chico de once hijos varones y nací medio descalcificado. Tenía la mollera un poco blanda. Y un defensor no puede darse el lujo de no cabecear”, dijo. Consultado sobre si era cierto que tenía un carácter violento dentro de la cancha, respondió: “Sí, muy violento. Yo era de Estudiantes y pegaba mucho y hasta me agarraba a las trompadas con los de Gimnasia. Hoy no hubiera durado demasiado en las canchas, teniendo en cuenta cómo se manejan los árbitros con la amarilla y la roja. ¿Sabe cómo me decían? ‘Rompecanillas’, pero no lo digo esto como una virtud; de ninguna manera. Era un gran defecto”.14
A fines de la década de los 20, en Estudiantes se destacó una delantera mítica en la historia del fútbol nacional, a la que llamaron “Los Profesores” porque se decía que daban cátedra dentro del campo de juego. Fue la época en que Sabato concurría a la cancha entusiasmado por ver aquel equipo en el que descollaron, entre otros, Miguel Ángel Lauri, Alberto Máximo Zozaya y Manuel “Nolo” Ferreira.
En cierta ocasión, reunido en Asunción con su colega y amigo paraguayo Augusto Roa Bastos, otro de los talentos literarios del continente, Sabato recordó su amor por los colores de Estudiantes, aunque consideró que esa pasión que alguna vez hasta lo había llevado a agarrarse a trompadas se había extraviado, empañada por un ambiente “completamente comercializado”.15
Su rendimiento en los primeros dos años del colegio fue tan bueno que en el tercero adelantó un año al rendir todas las materias como alumno libre. Entre diciembre de 1926 y marzo del año siguiente aprobó las nueve asignaturas correspondientes. En paralelo, tomó durante tres años cursos de inglés en la escuela de Lenguas Vivas.
A medida que fue creciendo, sus intereses comenzaron a mutar. Se hizo habitué de las estudiantinas que se organizaban en el Bosque y de las funciones del Cine América. Una de las cosas que lo encandilaron por entonces fue el ajedrez. Leía libros sobre estrategia para afrontar las partidas y jugaba a toda hora; hasta llegó a coronarse campeón en un torneo organizado en el colegio. En esa época tuvo un mayor acercamiento a Martínez Estrada, a quien no había tenido como profesor pero lo unía la afición por ese deporte. En 1927, cuando se llevó a cabo en Buenos Aires el Mundial de Ajedrez, quiso conocer personalmente a quienes en ese momento eran los máximos exponentes de la actividad: el campeón cubano José Raúl Capablanca y el retador ruso Alexander Alekhine, que a la postre se consagró ganador. A lo largo de su obra pueden hallarse referencias al ajedrez. En Sobre héroes y tumbas, el capítulo titulado “Un Dios desconocido” aúna hechos políticos de sus años de estudiante universitario con historias de anarquistas ajedrecistas. Uno de esos personajes, llamado Max, está inspirado en el astrónomo de origen belga Miguel Itzigsohn, destacado ajedrecista y uno de sus mejores amigos de aquellos años, con quien compartió la pensión y la militancia mientras ambos cursaban la carrera de Física. Permeable a los drásticos cambios de timón, sin embargo, Ernesto abandonó el ajedrez de un día para otro, alegando que era “una enorme estupidez” y llegando a considerarlo, incluso, pernicioso porque “despierta vanidad y rencores”.16.
En aquella época, la impronta de la Reforma Universitaria lo impregnaba todo. Por entonces, Juan –constante referencia para Ernesto– estaba inmerso en los grupos que bregaban desde la FULP por la aplicación efectiva de los cambios propuestos en Córdoba en 1918. No era inusual que, en su compañía, Ernesto asistiera a reuniones en las que estaban los principales activistas de la universidad. Así fue empezando a interesarse por la política y poco a poco asumió una actitud de fuerte compromiso social.
Desde hacía tiempo, la protesta en repudio por la condena a pena de muerte dictada por la justicia del Estado de Massachusetts contra los inmigrantes italianos Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti, acusados por un violento robo a una financiera en el que fueron asesinadas dos personas, recorría el mundo. El caso revitalizó el activismo anarquista en el ámbito estudiantil platense. Cuando, el 23 de agosto de 1927, se produjo finalmente la ejecución, Sabato se sumó a una fuerte huelga de estudiantes que incluyó diversas actividades callejeras de las que también participaron docentes, entre ellos uno de sus profesores más apreciados: el físico, matemático y astrónomo Enrique Loedel Palumbo, uno de los primeros científicos de Latinoamérica en escribir sobre la relatividad. Como había nacido en Montevideo, durante algún tiempo lo llamaron “el Einstein uruguayo”. Cultivaba la filosofía y la poesía y era, además, un ferviente anarquista.
Ernesto promediaba la secundaria cuando comenzó a sentirse atraído por las ideas libertarias, a las que se fue acercando guiado por referentes como el propio Loedel Palumbo o el pedagogo José María Lunazzi.
En los mítines políticos a los que empezó a asistir se mezclaban el repudio a los abusos patronales y al sesgo considerado antiobrero de los gobiernos radicales con la condena al fascismo italiano y el intervencionismo estadounidense en Centroamérica. Contagiado del coraje y la entrega de figuras casi legendarias como Rodolfo González Pacheco o Severino Di Giovanni, a quien conoció en el centro literario El Ateneo, comenzó a participar en diversas tareas de agitación que años después llegó a calificar como verdaderos actos de terrorismo.17
La discusión de la política universitaria se centraba en los alcances del reformismo. En un extremo del abanico estaban los que defendían exclusivamente la idea de un cambio en la democracia interna de la casa de estudios; en el otro rincón, aquellos que pugnaban por transformar el movimiento en el germen de un cambio social y político más profundo. Esa disputa, que generaba constantes reagrupamientos y pases de uno a otro sector, se sumaba a un debate preexistente en el interior del anarquismo, en el que algunos, sobre todo los activistas de origen universitario, cuestionaban la violencia exagerada e inconducente de algunas acciones a las que calificaban como injustificadas y hasta criminales. Esos mismos sectores criticaban los desvaríos provocados por la falta de organicidad y el nihilismo en el que se extraviaban límites y objetivos.
A fines de 1928 Ernesto completó el secundario y obtuvo el diploma de bachiller con un promedio de 9,20, uno de los mejores de su promoción.18
“Aquella fue la época más feliz de mi vida. Quizás la única en que fui feliz”, aseguró en cierta ocasión, al rememorar los años de la secundaria.19
Tenía diecisiete años cuando, el 4 de marzo de 1929, inauguró el legajo de alumno N° 2837 al formalizar su inscripción para cursar el primer año en la Facultad de Ciencias Físico Matemáticas de la UNLP, por entonces conducida por el ingeniero civil Juan A. Briano,