Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle

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Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle


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costa —se dejó caer de rodillas y pegó el oído al suelo—. Me parece que le oigo venir, gracias a Dios.

      El ruido de unos pasos rápidos rompió el silencio del páramo. Agazapados entre las piedras, contemplamos atentamente el borde plateado del mar de niebla que teníamos delante. El ruido de las pisadas se intensificó y, a través de la niebla, como si se tratara de una cortina, surgió el hombre al que esperábamos. Sir Henry miró a su alrededor sorprendido al encontrarse de repente con una noche clara, iluminada por las estrellas. Luego avanzó a toda prisa sendero adelante, pasó muy cerca de donde estábamos escondidos y empezó a subir por la larga pendiente que quedaba a nuestras espaldas. Al caminar miraba continuamente hacia atrás, como un hombre desasosegado.

      —¡Atentos! —exclamó Holmes, al tiempo que se oía el nítido chasquido de un revólver al ser amartillado—. ¡Cuidado! ¡Ya viene!

      De algún sitio en el corazón de aquella masa blanca que seguía deslizándose llegó hasta nosotros un tamborileo ligero y continuo. La niebla se hallaba a cincuenta metros de nuestro escondite y los tres la contemplábamos sin saber qué horror estaba a punto de brotar de sus entrañas. Yo me encontraba junto a Holmes y me volví un instante hacia él. Lo vi pálido y exultante, brillándole los ojos a la luz de la luna. De repente, sin embargo, su mirada adquirió una extraña fijeza y el asombro le hizo abrir la boca. Lestrade también dejó escapar un grito de terror y se arrojó al suelo de bruces. Yo me puse en pie de un salto, inerte la mano que sujetaba la pistola, paralizada la mente por la espantosa forma que saltaba hacia nosotros de entre las sombras de la niebla. Era un sabueso, un enorme sabueso, negro como un tizón, pero distinto a cualquiera que hayan visto nunca ojos humanos. De la boca abierta le brotaban llamas, los ojos parecían carbones encendidos y un resplandor intermitente le iluminaba el hocico, el pelaje del lomo y el cuello. Ni en la pesadilla más delirante de un cerebro enloquecido podría haber tomado forma algo más feroz, más horroroso, más infernal que la oscura forma y la cara cruel que se precipitó sobre nosotros desde el muro de niebla.

      La enorme criatura negra avanzó a grandes saltos por el sendero, siguiendo los pasos de nuestro amigo. Hasta tal punto nos paralizó su aparición que ya había pasado cuando recuperamos la sangre fría. Entonces Holmes y yo disparamos al unísono y la criatura lanzó un espantoso aullido, lo que quería decir que al menos uno de los proyectiles le había acertado. Siguió, sin embargo, avanzando a grandes saltos sin detenerse. A lo lejos, en el camino, vimos cómo Sir Henry se volvía, el rostro blanco a la luz de la luna, las manos alzadas en un gesto de horror, contemplando impotente el ser horrendo que le daba caza.

      Pero el aullido de dolor del sabueso había disipado todos nuestros temores. Si aquel ser era vulnerable, también era mortal, y si habíamos sido capaces de herirlo también podíamos matarlo. Nunca he visto correr a un hombre como corrió Holmes aquella noche. Se me considera veloz, pero mi amigo me sacó tanta ventaja como yo al detective de corta estatura. Mientras volábamos por el sendero oíamos delante los sucesivos alaridos de Sir Henry y el sordo rugido del sabueso. Pude ver cómo la bestia saltaba sobre su víctima, la arrojaba al suelo y le buscaba la garganta. Pero un instante después, Holmes había disparado cinco veces su revólver contra el costado del animal. Con un último aullido de dolor y una violenta dentellada al aire, el sabueso cayó de espaldas, agitando furiosamente las cuatro patas, hasta inmovilizarse por fin sobre un costado. Yo me detuve, jadeante, y acerqué mi pistola a la horrible cabeza luminosa, pero ya no servía de nada apretar el gatillo. El gigantesco perro había muerto.

      Sir Henry seguía inconsciente en el lugar donde había caído. Le arrancamos el cuello de la camisa y Holmes musitó una acción de gracias al ver que no estaba herido: habíamos llegado a tiempo. El baronet parpadeó a los pocos instantes e hizo un débil intento de moverse. Lestrade le acercó a la boca el frasco de brandy y muy pronto dos ojos llenos de espanto nos miraron fijamente.

      —¡Dios mío! —susurró nuestro amigo—. ¿Qué era eso? En nombre del cielo, ¿qué era eso?

      —Fuera lo que fuese, ya está muerto —dijo Holmes—. De una vez por todas hemos acabado con el fantasma de la familia Baskerville.

      El tamaño y la fuerza bastaban para convertir en un animal terrible a la criatura que yacía tendida ante nosotros. No era ni sabueso ni mastín de pura raza, sino que parecía más bien una mezcla de los dos: demacrado, feroz y del tamaño de una pequeña leona. Incluso ahora, en la inmovilidad de la muerte, de sus enormes mandíbulas parecía seguir brotando una llama azulada, y los ojillos crueles, muy hundidos en las órbitas, aún daban la impresión de estar rodeados de fuego. Toqué con la mano el hocico luminoso y al apartar los dedos vi que brillaban en la oscuridad, como si ardieran a fuego lento.

      —Fósforo —dije.

      —Un ingenioso preparado hecho con fósforo —dijo Holmes, acercándose al sabueso para olerlo—. Totalmente inodoro para no dificultar la capacidad olfatoria del animal. Es mucho lo que tiene usted que perdonarnos, Sir Henry, por haberlo expuesto a este susto tan espantoso. Yo me esperaba un sabueso, pero no una criatura como ésta. Y la niebla apenas nos ha dado tiempo para recibirlo como se merecía.

      —Me han salvado la vida.

      —Después de ponerla en peligro. ¿Tiene usted fuerzas para levantarse?

      —Denme otro sorbo de ese brandy y estaré listo para cualquier cosa. ¡Bien! Ayúdenme a levantarme. ¿Qué se propone hacer ahora, señor Holmes?

      —A usted vamos a dejarlo aquí. No está en condiciones de correr más aventuras esta noche. Si hace el favor de esperar, uno de nosotros volverá con usted a la mansión.

      El baronet logró ponerse en pie con dificultad, pero aún seguía horrorosamente pálido y temblaba de pies a cabeza. Lo llevamos hasta una roca, donde se sentó con el rostro entre las manos y el cuerpo estremecido.

      —Ahora tenemos que dejarlo —dijo Holmes—. Hemos de acabar el trabajo y no hay un momento que perder. Ya tenemos las pruebas; sólo nos falta nuestro hombre. Hay una probabilidad entre mil de que lo hallemos en la casa —siguió mi amigo, mientras regresábamos a toda velocidad por el camino—. Sin duda los disparos le han hecho saber que ha perdido la partida.

      —Estábamos algo lejos y la niebla ha podido amortiguar el ruido.

      —Tenga usted la seguridad de que seguía al sabueso para llamarlo cuando terminara su tarea. No, no; se habrá marchado ya, pero lo registraremos todo y nos aseguraremos.

      La puerta principal estaba abierta, de manera que irrumpimos en la casa y recorrimos velozmente todas las habitaciones, con gran asombro del anciano y tembloroso sirviente que se tropezó con nosotros en el pasillo. No había otra luz que la del comedor, pero Holmes se apoderó de la lámpara y no dejó rincón de la casa sin explorar. Aunque no aparecía por ninguna parte el hombre al que perseguíamos, descubrimos que en el piso alto uno de los dormitorios estaba cerrado con llave.

      —¡Aquí dentro hay alguien! —exclamó Lestrade—. Oigo ruidos. ¡Abra la puerta!

      Del interior brotaban débiles gemidos y crujidos. Holmes golpeó con el talón exactamente encima de la cerradura y la puerta se abrió inmediatamente. Pistola en mano, los tres irrumpimos en la habitación.

      Pero en su interior tampoco se hallaba el criminal desafiante que esperábamos ver y sí, en cambio, un objeto tan extraño y tan inesperado que por unos instantes no supimos qué hacer, mirándolo asombrados.

      El cuarto estaba arreglado como un pequeño museo y en las paredes se alineaban las vitrinas que albergaban la colección de mariposas diurnas y nocturnas cuya captura servía de distracción a aquel hombre tan complicado y tan peligroso. En el centro de la habitación había un pilar, colocado allí en algún momento para servir de apoyo a la gran viga, vieja y carcomida, que sustentaba el techo. A aquel pilar estaba atada una figura tan envuelta y tan tapada con las sábanas utilizadas para sujetarla que de momento no se podía decir si era hombre o mujer. Una toalla, anudada por detrás al pilar, le rodeaba la garganta. Otra le cubría la parte inferior del rostro y, por encima de ella, dos ojos oscuros —llenos de dolor y de vergüenza y de horribles preguntas— nos contemplaban. En un


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