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Читать онлайн книгу.sólo eran visibles las huellas del ser humano. Al verlo caído e inmóvil es probable que el animal se acercara a olerlo; fue después, al descubrir que estaba muerto, cuando, al dar la vuelta para marcharse, dejó la huella en la que más tarde había de reparar el doctor Mortimer. Stapleton llamó al perro y se apresuró a devolverlo a su guarida en la ciénaga de Grimpen, dejando atrás un misterio que desconcertó a las autoridades, alarmó a todos los habitantes de la zona y provocó finalmente que se solicitara nuestra colaboración.
Es posible que Stapleton ignorase aún la existencia del heredero que vivía en Canadá, pero, en cualquier caso, lo supo muy pronto de labios de su amigo el doctor Mortimer, que le comunicó además todos los detalles sobre la llegada a Londres de Sir Henry Baskerville. La primera idea de Stapleton fue que, en lugar de esperar a que se presentara en Devonshire, quizá fuera posible acabar en Londres con la vida del joven extranjero. Como desconfiaba de su esposa desde que se negara a ayudarle a tender una trampa al anciano baronet, no se atrevió a dejarla sola por temor a perder su influencia sobre ella. Esa es la razón de que vinieran juntos a Londres. Se alojaron, según descubrí, en el hotel privado Mexborough, en Craven Street, uno de los que de hecho visitó mi agente en busca de pruebas. Stapleton dejó allí encerrada a su esposa mientras él, ocultando su identidad bajo una barba, seguía al doctor Mortimer a Baker Street y más tarde a la estación y al hotel Northumberland. Su mujer tenía barruntos de los planes de su marido, pero era tanto su temor —temor fundado en los brutales malos tratos a los que la había sometido— que no se atrevió a escribir para advertir a Sir Henry del peligro que corría. Si la carta caía en manos de Stapleton también su vida se vería amenazada. Finalmente, como sabemos, recurrió al expediente de recortar palabras impresas y de escribir la dirección deformando la letra. El mensaje llegó a manos del baronet y fue el primer aviso del peligro que corría.
Stapleton necesitaba alguna prenda de vestir de Sir Henry, para, en el caso de que se viera obligado a recurrir al sabueso, disponer de los medios que le permitieran seguir su rastro. Con la celeridad y la audacia que le caracterizaban puso de inmediato manos a la obra y no cabe duda de que sobornó al limpiabotas o a la camarera del hotel para que le ayudaran en su empeño. Casualmente, sin embargo, la primera bota que consiguió era una de las nuevas y, por consiguiente, sin utilidad para sus planes. Stapleton hizo entonces que se devolviera y obtuvo otra. Un incidente muy instructivo, porque me demostró sin lugar a dudas que se trataba de un sabueso de verdad: ninguna otra explicación justificaba la apremiante necesidad de conseguir la bota vieja y la indiferencia ante la nueva. Cuanto más outré y grotesco resulta un incidente, mayor es la atención con que hay que examinarlo, y el punto que más parece complicar un caso es, cuando se estudia con cuidado y se maneja de manera científica, el que proporciona mayores posibilidades de elucidarlo.
A la mañana siguiente recibimos la visita de nuestros amigos, siempre espiados por Stapleton desde el coche de punto. Dados su conocimiento del sitio donde vivimos y también de mi aspecto, así como por su manera general de comportarse, me inclino a creer que la carrera criminal de Stapleton no se redujo al asunto de Baskerville. Resulta interesante saber que durante los tres últimos años se han producido en esa zona cuatro robos con fractura de considerable importancia y que en ninguno de los casos se ha detenido a los culpables. El último, en el mes de mayo, con Folkestone Court como escenario, fue notable porque el ladrón enmascarado, que actuaba en solitario, disparó a sangre fría contra el botones que lo sorprendió. No me cabe la menor duda de que Stapleton renovaba de ese modo sus menguados recursos económicos y que era desde hacía años un individuo desesperado y sumamente peligroso.
Lo sucedido aquella mañana en que se nos escapó tan hábilmente, así como su audacia al devolverme mi propio nombre por medio del cochero, es un buen ejemplo de sus muchos recursos. A partir de aquel momento, sabedor de que me había hecho cargo del caso en Londres, comprendió que no tenía ya ninguna posibilidad de éxito en la metrópoli y regresó a Dartmoor para esperar la llegada del baronet.
—¡Un momento! —dije yo—. No hay duda de que ha descrito usted correctamente la sucesión de los hechos, pero hay un punto que no ha mencionado. ¿Qué se hizo del sabueso durante la estancia de su amo en Londres?
—He reflexionado sobre ese asunto, porque no hay duda de que tiene importancia. Es evidente que Stapleton tenía un confidente, aunque no es probable que se pusiera por completo a su merced comunicándole todos sus planes. En la casa Merripit había un anciano sirviente llamado Anthony. Su asociación con los Stapleton se remonta a años atrás, a los tiempos del colegio, por lo que debía de saber que su señor y su señora eran en realidad marido y mujer. Este hombre ha desaparecido, huyendo del país. Dese usted cuenta de que Anthony no es un nombre frecuente en Inglaterra, mientras que Antonio sí lo es en España y en los países americanos de habla española. Ese individuo, como la misma señora Stapleton, hablaba inglés correctamente, pero con un curioso ceceo. Tuve ocasión de ver cómo ese anciano cruzaba la ciénaga de Grimpen por el camino que Stapleton marcara. Es muy probable, por tanto, que en ausencia de su señor fuese él quien se ocupara del sabueso, aunque quizá sin saber nunca la finalidad para la que se lo destinaba.
Acto seguido los Stapleton regresaron a Devonshire, seguidos, muy poco después, por Sir Henry y usted. Un breve comentario sobre mi situación en aquel momento. Quizá conserve usted el recuerdo de que, cuando examiné el papel en el que estaban pegadas las palabras impresas, lo estudié con gran detenimiento en busca de la filigrana. Al hacerlo me lo acerqué bastante y advertí un débil olor a jazmín. El experto en criminología ha de distinguir los setenta y cinco perfumes que se conocen y, por lo que a mi propia experiencia se refiere, la resolución de más de un caso ha dependido de su rápida identificación. Aquel aroma sugería la presencia de una dama, por lo que mis sospechas empezaron a dirigirse hacia los Stapleton. Fue así cómo averigüé la existencia del sabueso y deduje ya quién era el asesino antes de trasladarme a Devonshire.
Mi juego consistía en vigilar a Stapleton. Era evidente, sin embargo, que no podía hacerlo yendo con usted, porque en ese caso mi hombre estaría siempre en guardia. De manera que engañé a todos, usted incluido, y me trasladé secretamente al páramo cuando se daba por sentado que seguía en Londres. Los apuros que pasé no fueron tan grandes como usted imagina, aunque cuestiones de tan poca importancia no deben nunca dificultar la investigación de un caso. Pasé la mayor parte del tiempo en Coombe Tracey y únicamente utilicé el refugio neolítico cuando era necesario estar cerca del escenario de la acción. Cartwright, que me había acompañado, me fue de gran ayuda con su disfraz de campesino. Dependía de él para la comida y las mudas de ropa. Mientras yo vigilaba a Stapleton, era frecuente que Cartwright lo vigilara a usted, de manera que controlaba todos los resortes.
Ya le he explicado que sus informes me llegaban enseguida, porque de Baker Street los enviaban inmediatamente a Coombe Tracey. Me fueron de gran utilidad y en especial aquel fragmento verídico de la biografía de Stapleton. Así pude averiguar la identidad de la pareja y saber por fin a qué carta quedarme. El caso se había complicado bastante debido al incidente del preso fugado y de su relación con los Barrymore. También eso lo aclaró usted de manera muy eficaz, aunque por mi parte hubiera llegado a la misma conclusión.
Cuando me encontró usted en el páramo tenía ya un conocimiento completo del caso, pero carecía de pruebas que pudieran presentarse ante un jurado. Ni siquiera el intento criminal contra Sir Henry la noche en que quedó truncada la vida del desventurado preso nos hubiera servido de ayuda para acusar a Stapleton de asesinato. No parecía existir otra alternativa que sorprenderlo con las manos en la masa y para ello teníamos que utilizar como cebo a Sir Henry, solo y sin protección en apariencia. Así lo hicimos y, a costa de un terrible sobresalto para nuestro cliente, logramos coronar nuestro trabajo y provocar el fin de Stapleton. He de confesar que supone un desdoro para mi forma de llevar el caso el hecho de que Sir Henry se viera expuesto a semejante peligro, pero carecíamos de medios para prever el aspecto, terrible y sobrecogedor, que presentaba el animal, como tampoco podíamos predecir la niebla que le permitió aparecer ante nosotros casi de improviso. Logramos nuestro objetivo a un costo que, según me han asegurado tanto el especialista como el doctor Mortimer, será sólo momentáneo. Un viaje largo permitirá que nuestro amigo se recupere no sólo de sus nervios destrozados sino también de sus sentimientos heridos. Su amor por la señora