Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle

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Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle


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recorrer las tres cuartas partes de Regent Street. Entonces mi cliente levantó la trampilla y gritó que me dirigiera a la estación de Waterloo lo más deprisa que pudiera. Fustigué a la yegua y llegamos en menos de diez minutos. Después me pagó las dos guineas, como había prometido, y entró en la estación. Pero en el momento de marcharse se dio la vuelta y dijo: «Quizá le interese saber que ha estado llevando al señor Sherlock Holmes». De esa manera supe cómo se llamaba.

      —Entiendo. ¿Y ya no volvió a verlo?

      —No, una vez que entró en la estación.

      —Y, ¿cómo describiría usted al señor Sherlock Holmes?

      El cochero se rascó la cabeza.

      —Bueno, a decir verdad no era un caballero fácil de describir. Unos cuarenta años de edad y estatura media, cuatro o seis centímetros más bajo que usted. Iba vestido como un dandi, llevaba barba, muy negra, cortada en recto por abajo, y tenía la tez pálida. Me parece que eso es todo lo que recuerdo.

      —¿Color de los ojos?

      —No; eso no lo sé.

      —¿No recuerda usted nada más?

      —No, señor; nada más.

      —Bien; en ese caso aquí tiene su medio soberano. Hay otro esperándole si me trae alguna información más. ¡Buenas noches!

      —Buenas noches, señor, y ¡muchas gracias!

      John Clayton se marchó riendo entre dientes y Holmes se volvió hacia mí con un encogimiento de hombros y una sonrisa de tristeza.

      —Se ha roto nuestro tercer cabo y hemos terminado donde empezamos —dijo—. Ese astuto granuja sabía el número de nuestra casa, sabía que Sir Henry Baskerville había venido a verme, me reconoció en Regent Street, supuso que me había fijado en el número del cabriolé y que acabaría por localizar al cochero, y decidió enviarme ese mensaje impertinente. Se lo aseguro, Watson, esta vez nos hemos tropezado con un adversario digno de nuestro acero. Me han dado jaque mate en Londres. Sólo me cabe desearle que tenga usted mejor suerte en Devonshire. Pero reconozco que no estoy tranquilo.

      —¿No está tranquilo?

      —No me gusta enviarlo a usted. Es un asunto muy feo, Watson, un asunto muy feo y peligroso, y cuanto más sé de él menos me gusta. Sí, mi querido amigo, ríase usted, pero le doy mi palabra de que me alegraré mucho de tenerlo otra vez sano y salvo en Baker Street.

      6. La mansión de los Baskerville

      El día señalado Sir Henry Baskerville y el doctor Mortimer estaban listos para emprender el viaje y, tal como habíamos convenido, salimos los tres camino de Devonshire. Sherlock Holmes me acompañó a la estación y antes de partir me dio las últimas instrucciones y consejos.

      —No quiero influir sobre usted sugiriéndole teorías o sospechas, Watson. Limítese a informarme de los hechos de la manera más completa posible y deje para mí las teorías.

      —¿Qué clase de hechos? —pregunté yo.

      —Cualquier cosa que pueda tener relación con el caso, por indirecta que sea, y sobre todo las relaciones del joven Baskerville con sus vecinos, o cualquier elemento nuevo relativo a la muerte de Sir Charles. Por mi parte he hecho algunas investigaciones en los últimos días, pero mucho me temo que los resultados han sido negativos. Tan sólo una cosa parece cierta, y es que el señor James Desmond, el próximo heredero, es un caballero virtuoso de edad avanzada, por lo que no cabe pensar en él como responsable de esta persecución. Creo sinceramente que podemos eliminarlo de nuestros cálculos. Nos quedan las personas que en el momento presente conviven con Sir Henry en el páramo.

      —¿No habría que librarse en primer lugar del matrimonio Barrymore?

      —No, no; eso sería un error imperdonable. Si son inocentes cometeríamos una gran injusticia y si son culpables estaríamos renunciando a toda posibilidad de demostrarlo. No, no; los conservaremos en nuestra lista de sospechosos. Hay además un mozo de cuadra en la mansión, si no recuerdo mal. Tampoco debemos olvidar a los dos granjeros que cultivan las tierras del páramo. Viene a continuación nuestro amigo el doctor Mortimer, de cuya honradez estoy convencido, y su esposa, de quien nada sabemos. Hay que añadir a Stapleton, el naturalista, y a su hermana quien, según se dice, es una joven muy atractiva. Luego está el señor Frankland de la mansión Lafter, que también es un factor desconocido, y uno o dos vecinos más. Esas son las personas que han de ser para usted objeto muy especial de estudio.

      —Haré todo lo que esté en mi mano.

      —¿Lleva usted algún arma?

      —Sí, he pensado que sería conveniente.

      —Sin duda alguna. No se aleje de su revólver ni de día ni de noche y manténgase alerta en todo momento.

      Nuestros amigos ya habían reservado asientos en un vagón de primera clase y nos esperaban en el andén.

      —No; no disponemos de ninguna nueva información —dijo el doctor Mortimer en respuesta a las preguntas de Holmes—. De una cosa estoy seguro, y es que no nos han seguido durante los dos últimos días. No hemos salido nunca sin mantener una estrecha vigilancia y nadie nos hubiera pasado inadvertido.

      —Espero que hayan permanecido siempre juntos.

      —Excepto ayer por la tarde. Suelo dedicar un día a la diversión cuando vengo a Londres, de manera que pasé la tarde en el museo del Colegio de Cirujanos.

      —Y yo fui a pasear por el parque y a ver a la gente —dijo Baskerville—. Pero no tuvimos problemas de ninguna clase.

      —Fue una imprudencia de todas formas —dijo Holmes, moviendo la cabeza y poniéndose muy serio—. Le ruego, Sir Henry, que no vaya solo a ningún sitio. Le puede suceder una gran desgracia si lo hace. ¿Recuperó usted la otra bota?

      —No, señor; ha desaparecido definitivamente.

      —Vaya, vaya. Eso es muy interesante. Bien, hasta la vista —añadió mientras el tren empezaba a deslizarse—. Recuerde, Sir Henry, una de las frases de aquella extraña leyenda antigua que nos leyó el doctor Mortimer y evite el páramo en las horas de oscuridad, cuando se intensifican los poderes del mal.

      Volví la vista hacia el andén unos segundos más tarde y comprobé que aún seguía allí la figura alta y austera de Holmes, todavía inmóvil, que continuaba mirándonos.

      El viaje fue rápido y agradable y lo empleé en conocer mejor a mis dos acompañantes y en jugar con el spaniel del doctor Mortimer. En pocas horas la tierra parda se convirtió en rojiza, el ladrillo se transformó en granito y aparecieron vacas bermejas que pastaban en campos bien cercados donde la exuberante hierba y la vegetación más frondosa daban testimonio de un clima más fértil, aunque también más húmedo. El joven Baskerville miraba con gran interés por la ventanilla y lanzó exclamaciones de alegría al reconocer los rasgos familiares del paisaje de Devon.

      —He visitado buena parte del mundo desde que salí de Inglaterra, doctor Watson —dijo—, pero nunca he encontrado lugar alguno que se pueda comparar con estas tierras.

      —No conozco ningún natural de Devonshire que reniegue de su condado —hice notar.

      —Depende de la raza tanto como del condado —intervino el doctor Mortimer—. Una simple mirada a nuestro amigo permite apreciar de inmediato la cabeza redonda de los celtas, que se traduce en el entusiasmo céltico y en la capacidad de afecto. La cabeza del pobre Sir Charles pertenecía a un tipo muy raro, mitad gaélica, mitad irlandesa en sus características. Pero usted era muy joven cuando vio por última vez la mansión de los Baskerville, ¿no es eso?

      —No era más que un adolescente cuando murió mi padre y no vi nunca la mansión, porque vivíamos en un pequeño chalet de la costa sur. De allí fui directamente a vivir con un amigo norteamericano. Le aseguro que todo esto es tan nuevo para mí como para el doctor Watson


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