Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle

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Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle


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me pareció oír algo así. Esperé un buen rato, pero el ruido no se repitió, de manera que llegué a la conclusión de que lo había soñado.

      —Yo lo oí con toda claridad y estoy seguro de que se trataba de los sollozos de una mujer.

      —Debemos informarnos inmediatamente.

      Sir Henry tocó la campanilla y preguntó a Barrymore si podía explicarnos lo sucedido. Me pareció que aumentaba un punto la palidez del mayordomo mientras escuchaba la pregunta de su señor.

      —No hay más que dos mujeres en la casa, Sir Henry —respondió—. Una es la fregona, que duerme en la otra ala. La segunda es mi mujer, y puedo asegurarle personalmente que ese sonido no procedía de ella.

      Y sin embargo mentía, porque después del desayuno me crucé por casualidad con la señora Barrymore, cuando el sol le iluminaba de lleno el rostro, en el largo corredor al que daban los dormitorios. La esposa del mayordomo era una mujer grande, de aspecto impasible, facciones muy marcadas y un gesto de boca severo y decidido. Pero sus ojos enrojecidos, que me miraron desde detrás de unos párpados hinchados, la denunciaban. Era ella, sin duda, quien lloraba por la noche y, aunque su marido tenía que saberlo, había optado por correr el riesgo de verse descubierto al afirmar que no era así. ¿Por qué lo había hecho? Y ¿por qué lloraba su mujer tan amargamente? En torno a aquel hombre de tez pálida, bien parecido y de barba negra, se estaba creando ya una atmósfera de misterio y melancolía. Barrymore había encontrado el cuerpo sin vida de Sir Charles y únicamente contábamos con su palabra para todo lo referente a las circunstancias relacionadas con la muerte del anciano. ¿Existía la posibilidad de que, después de todo, fuera Barrymore a quien habíamos visto en el cabriolé de Regent Street? Podía muy bien tratarse de la misma barba. El cochero había descrito a un hombre algo más bajo, pero no era impensable que se hubiera equivocado. ¿Cómo podía yo aclarar aquel extremo de una vez por todas? Mi primera gestión consistiría en visitar al administrador de correos de Grimpen y averiguar si a Barrymore se le había entregado el telegrama de prueba en propia mano. Fuera cual fuese la respuesta, al menos tendría ya algo de que informar a Sherlock Holmes.

      Sir Henry necesitaba examinar un gran número de documentos después del desayuno, de manera que era aquél el momento propicio para mi excursión, que resultó ser un agradable paseo de seis kilómetros siguiendo el borde del páramo y que me llevó finalmente a una aldehuela gris en la que dos edificios de mayor tamaño, que resultaron ser la posada y la casa del doctor Mortimer, destacaban considerablemente sobre el resto. El administrador de correos, que era también el tendero del pueblo, se acordaba perfectamente del telegrama.

      —Así es, caballero —dijo—; hice que se entregara al señor Barrymore, tal como se indicaba.

      —¿Quién lo entregó?

      —Mi hijo, aquí presente. James, entregaste el telegrama al señor Barrymore en la mansión la semana pasada, ¿no es cierto?

      —Sí, padre; lo entregué yo.

      —¿En propia mano?

      —Bueno, el señor Barrymore se hallaba en el desván en aquel momento, así que no pudo ser en propia mano, pero se lo di a su esposa, que prometió entregarlo inmediatamente.

      —¿Viste al señor Barrymore?

      —No, señor; ya le he dicho que estaba en el desván.

      —Si no lo viste, ¿cómo sabes que estaba en el desván?

      —Sin duda su mujer sabía dónde estaba —dijo, de malos modos, el administrador de correos—. ¿Es que no recibió el telegrama? Si ha habido algún error, que presente la queja el señor Barrymore en persona.

      Parecía inútil proseguir la investigación, pero estaba claro que, pese a la estratagema de Holmes, seguíamos sin dilucidar si Barrymore se había trasladado a Londres. Suponiendo que fuera así, suponiendo que la misma persona que había visto a Sir Charles con vida por última vez hubiese sido el primero en seguir al nuevo heredero a su regreso a Inglaterra, ¿qué consecuencias podían sacarse? ¿Era agente de terceros o actuaba por cuenta propia con algún propósito siniestro? ¿Qué interés podía tener en perseguir a la familia Baskerville? Recordé la extraña advertencia extraída del editorial del Times. ¿Era obra suya o más bien de alguien que se proponía desbaratar sus planes? El único motivo plausible era el sugerido por Sir Henry: si se conseguía asustar a la familia de manera que no volviera a la mansión, los Barrymore dispondrían de manera permanente de un hogar muy cómodo. Pero sin duda un motivo así resultaba insuficiente para explicar unos planes tan sutiles como complejos que parecían estar tejiendo una red invisible en torno al joven baronet. Holmes en persona había dicho que de todas sus sensacionales investigaciones aquélla era la más compleja. Mientras regresaba por el camino gris y solitario recé para que mi amigo pudiera librarse pronto de sus ocupaciones y estuviera en condiciones de venir a Devonshire y de retirar de mis hombros la pesada carga de responsabilidad que había echado sobre ellos.

      De repente mis pensamientos se vieron interrumpidos por el ruido de unos pasos veloces y de una voz que repetía mi nombre. Me volví esperando ver al doctor Mortimer, pero, para mi sorpresa, descubrí que me perseguía un desconocido. Se trataba de un hombre pequeño, delgado, completamente afeitado, de aspecto remilgado, cabello rubio y mandíbula estrecha, entre los treinta y los cuarenta años de edad, que vestía un traje gris y llevaba sombrero de paja. Del hombro le colgaba una caja de hojalata para especímenes botánicos y en la mano llevaba un cazamariposas verde.

      —Estoy seguro de que sabrá excusar mi atrevimiento, doctor Watson —me dijo al llegar jadeando a donde me encontraba—. Aquí en el páramo somos gentes llanas y no esperamos a las presentaciones oficiales. Quizá haya usted oído pronunciar mi apellido a nuestro común amigo, el doctor Mortimer. Soy Stapleton y vivo en la casa Merripit.

      —El cazamariposas y la caja me hubieran bastado —dije—, porque sabía que el señor Stapleton era naturalista. Pero, ¿cómo sabe usted quién soy yo?

      —He ido a hacer una visita a Mortimer y, al pasar usted por la calle, lo hemos visto desde la ventana de su consultorio. Dado que llevamos el mismo camino, se me ha ocurrido alcanzarlo y presentarme. Confío en que Sir Henry no esté demasiado fatigado por el viaje.

      —Se encuentra perfectamente, muchas gracias.

      —Todos nos temíamos que después de la triste desaparición de Sir Charles el nuevo baronet no quisiera vivir aquí. Es mucho pedir que un hombre acaudalado venga a enterrarse en un sitio como éste, pero no hace falta que le diga cuánto significa para toda la zona. ¿Hago bien en suponer que Sir Henry no alberga miedos supersticiosos en esta materia?

      —No creo que sea probable.

      —Por supuesto usted conoce la leyenda del perro diabólico que persigue a la familia.

      —La he oído.

      —¡Es notable lo crédulos que son los campesinos por estos alrededores! Muchos de ellos están dispuestos a jurar que han visto en el páramo a un animal de esas características —hablaba con una sonrisa, pero me pareció leer en sus ojos que se tomaba aquel asunto con más seriedad—. Esa historia llegó a apoderarse de la imaginación de Sir Charles y estoy convencido de que provocó su trágico fin.

      —Pero, ¿cómo?

      —Tenía los nervios tan desquiciados que la aparición de cualquier perro podría haber tenido un efecto fatal sobre su corazón enfermo. Imagino que vio en realidad algo así aquella última noche en el paseo de los Tejos. Yo temía que pudiera suceder un desastre, sentía por él un gran afecto y no ignoraba la debilidad de su corazón.

      —¿Cómo lo sabía?

      —Me lo había dicho mi amigo Mortimer.

      —¿Piensa usted, entonces, que un perro persiguió a Sir Charles y que, en consecuencia, el anciano baronet murió de miedo?

      —¿Tiene usted alguna explicación mejor?

      —No he llegado a ninguna conclusión.

      —¿Tampoco


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