Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle

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Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle


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señalando hacia el paisaje.

      Por encima de los verdes cuadrados de los campos y de la curva de un bosque, se alzaba a lo lejos una colina gris y melancólica, con una extraña cumbre dentada, borrosa y vaga en la distancia, semejante al paisaje fantástico de un sueño. Baskerville permaneció inmóvil mucho tiempo, con los ojos fijos en ella, y supe por la expresión de su rostro lo mucho que significaba para él ver por primera vez aquel extraño lugar que los hombres de su sangre habían dominado durante tanto tiempo y en el que habían dejado una huella tan honda. A pesar de su traje de tweed, de su acento americano y de viajar en un prosaico vagón de ferrocarril, sentí más que nunca, al contemplar su rostro, moreno y expresivo, que era un auténtico descendiente de aquella larga sucesión de hombres de sangre ardiente, tan fogosos como autoritarios. Las cejas espesas, las delicadas ventanas de la nariz y los grandes ojos de color avellana daban fe de su orgullo, de su valor y de su fortaleza. Si en aquel páramo inhóspito nos esperaba una empresa difícil y peligrosa, contaba al menos con un compañero por quien se podía aceptar un riesgo con la seguridad de que lo compartiría con valor.

      El tren se detuvo en una pequeña estación junto a la carretera y allí descendimos. Fuera, más allá de una cerca blanca de poca altura, esperaba una tartana tirada por dos jacos. Nuestra llegada suponía sin duda todo un acontecimiento, porque el jefe de estación y los mozos de cuerda se arracimaron a nuestro alrededor para llevarnos el equipaje. Era un lugar sencillo y agradable, pero me sorprendió observar la presencia junto al portillo de dos hombres de aspecto marcial con uniforme oscuro que se apoyaban en sus rifles y que nos miraron con mucho interés cuando pasamos. El cochero, un hombrecillo de facciones duras y manos nudosas, saludó a Sir Henry y pocos minutos después volábamos ya por la amplia carretera blanca. Ondulantes tierras de pastos ascendían a ambos lados y viejas casas con gabletes asomaban entre la densa vegetación, pero detrás del campo tranquilo e iluminado por el sol se elevaba siempre, oscura contra el cielo del atardecer, la larga y melancólica curva del páramo, interrumpida por colinas dentadas y siniestras.

      La tartana se desvió por una carretera lateral y empezamos a ascender por caminos muy hundidos, desgastados por siglos de ruedas, con taludes muy altos a los lados, cubiertos de musgo húmedo y carnosas lenguas de ciervo. Helechos bronceados y zarzas resplandecían bajo la luz del sol poniente. Sin dejar de subir, pasamos sobre un estrecho puente de granito y bordeamos un ruidoso y veloz torrente, que espumeaba y rugía entre grandes rocas. Camino y curso de agua discurrían después por un valle donde abundaban los robles achaparrados y los abetos. A cada vuelta del camino Baskerville lanzaba una nueva exclamación de placer y miraba con gran interés a su alrededor haciendo innumerables preguntas. A él todo le parecía hermoso, pero para mí había un velo de melancolía sobre el paisaje, en el que se marcaba con toda claridad la proximidad del invierno. Los caminos estaban alfombrados de hojas amarillas que también caían sobre nosotros. El traqueteo de las ruedas enmudecía cuando atravesábamos montones de vegetación podrida: tristes regalos, en mi opinión, para que la naturaleza los lanzara ante el coche del heredero de los Baskerville que regresaba a su casa solariega.

      —¡Caramba! —exclamó el doctor Mortimer—, ¿qué es esto?

      Teníamos delante una pronunciada pendiente cubierta de brezos, una avanzadilla del páramo. En lo más alto, tan destacado y tan preciso como una estatua ecuestre sobre su pedestal, vimos a un soldado a caballo, sombrío y austero, el rifle preparado sobre el antebrazo. Estaba vigilando la carretera por la que circulábamos.

      —¿Qué es lo que sucede, Perkins? —preguntó el doctor Mortimer.

      El cochero se volvió a medias en su asiento.

      —Se ha escapado un preso de Princetown, señor. Ya lleva tres días en libertad y los guardianes vigilan todas las carreteras y las estaciones, pero hasta ahora no han dado con él. A los agricultores de la zona no les gusta nada lo que pasa, se lo aseguro.

      —Bueno, según tengo entendido, se les recompensará con cinco libras si proporcionan alguna información.

      —Es cierto, señor, pero la posibilidad de ganar cinco libras es muy poca cosa comparada con el temor a que te corten el cuello. Porque no se trata de un preso corriente. Es un individuo que no se detendría ante nada.

      —¿De quién se trata?

      —Selden, señor: el asesino de Notting Hill.

      Yo recordaba bien el caso, que había despertado el interés de Holmes por la peculiar ferocidad del crimen y la absurda brutalidad que había acompañado todos los actos del asesino. Se le había conmutado la pena capital en razón de algunas dudas sobre el estado de sus facultades mentales, precisamente por lo atroz de su conducta. Nuestra tartana había coronado una cuesta y entonces apareció ante nosotros la enorme extensión del páramo, salpicado de montones de piedras y de peñascos de formas extrañas. Enseguida se nos echó encima un viento frío que nos hizo tiritar. En algún lugar de aquella llanura desolada se escondía el diabólico asesino, oculto en un escondrijo como una bestia salvaje y con el corazón lleno de malevolencia hacia toda la raza humana que lo había expulsado de su seno. Sólo se necesitaba aquello para colmar el siniestro poder de sugestión del páramo, junto con el viento helado y el cielo que empezaba a oscurecerse. Hasta el mismo Baskerville guardó silencio y se ciñó más el abrigo.

      Habíamos dejado atrás y abajo las tierras fértiles. Al volver la vista contemplábamos los rayos oblicuos de un sol muy bajo que convertía los cursos de agua en hebras de oro y que brillaba sobre la tierra roja recién removida por el arado y sobre la extensa maraña de los bosques. El camino que teníamos ante nosotros se fue haciendo más desolado y silvestre por encima de enormes pendientes de color rojizo y verde oliva, salpicadas de peñascos gigantescos. De cuando en cuando pasábamos junto a una de las casas del páramo, con las paredes y el techo de piedra, sin planta trepadora alguna para dulcificar su severa silueta. De repente nos encontramos ante una depresión con forma de taza, salpicada de robles y abetos achaparrados, retorcidos e inclinados por la furia de años de tormentas. Dos altas torres muy estrechas se alzaban por encima de los árboles. El cochero señaló con la fusta.

      —La mansión de los Baskerville —dijo.

      Su dueño se había puesto en pie y la contemplaba con mejillas encendidas y ojos brillantes. Pocos minutos después habíamos llegado al portón de la casa del guarda, un laberinto de fantásticas tracerías en hierro forjado, con pilares a cada lado gastados por las inclemencias del tiempo, manchados de líquenes y coronados por las cabezas de jabalíes de los Baskerville. La casa del guarda era una ruina de granito negro y desnudas costillas de vigas, pero frente a ella se alzaba un nuevo edificio, construido a medias, primer fruto del oro sudafricano de Sir Charles.

      A través del portón penetramos en la avenida, donde las ruedas enmudecieron de nuevo sobre las hojas muertas y donde los árboles centenarios cruzaban sus ramas formando un túnel en sombra sobre nuestras cabezas. Baskerville se estremeció al dirigir la mirada hacia el fondo de la larga y oscura avenida, donde la casa brillaba débilmente como un fantasma.

      —¿Fue aquí? —preguntó en voz baja.

      —No, no; el paseo de los Tejos está al otro lado.

      El joven heredero miró a su alrededor con expresión melancólica.

      —No tiene nada de extraño que mi tío tuviera la impresión de que algo malo iba a sucederle en un sitio como éste —dijo—. No se necesita más para asustar a cualquiera. Haré que instalen una hilera de lámparas eléctricas antes de seis meses, y no reconocerán ustedes el sitio cuando dispongamos en la puerta misma de la mansión de una potencia de mil bujías de Swan y Edison.

      La avenida desembocaba en una gran extensión de césped y teníamos ya la casa ante nosotros. A pesar de la poca luz pude ver aún que la parte central era un macizo edificio del que sobresalía un pórtico. Toda la fachada principal estaba cubierta de hiedra, con algunos agujeros recortados aquí y allá para que una ventana o un escudo de armas asomara a través del oscuro velo. Desde el bloque central se alzaban las torres gemelas, antiguas, almenadas y horadadas por muchas troneras. A izquierda y derecha de las torres se extendían las alas más modernas de granito negro. Una luz mortecina brillaba


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