Purgatorio. Divina comedia de Dante Alighieri. Franco Nembrini

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Purgatorio. Divina comedia de Dante Alighieri - Franco Nembrini


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de ser, de mirar las cosas y de actuar; y a menudo esto se traduce en solicitar un permiso de salida, la libertad provisional para poder trabajar y estar con esos amigos que han conocido y tanto bien les hacen. Entonces, ¿qué contribuye más «a la reeducación del condenado», como dice la Constitución italiana (art. 27)? ¿Qué favorece más la realización de la tarea de «redimir vigilando», que es el lema del cuerpo de agentes penitenciarios italianos? ¿Insistir de forma inflexible en la condena o favorecer la experiencia buena que está cambiando al preso? De hecho, la ley contempla también reducciones de condena, permisos y similares. Creo que no es muy distinto de lo que está diciendo Dante en el purgatorio.

      Se trata de una cuestión importante y compleja, hasta el punto de que Dante ya la había mencionado en el Infierno cuando dijo que la Virgen «mitiga allí todo juicio severo» (Infierno II v. 96); y de igual manera concluye aquí Virgilio (vv. 43-48):

      […] Pero sobre duda tan profunda no formes tu opinión hasta que te la aclare aquella que derramará la luz de la verdad sobre tu inteligencia. Lo digo por Beatriz, a la que verás arriba, sobre la cima de este monte, radiante y feliz.

      Es como si dijera: si esta cuestión te preocupa tanto, insiste, que te la explique Beatriz. Y la fórmula con que lo indica es maravillosa: «Aquella que derramará la luz de la verdad sobre tu inteligencia». Los comentaristas en general lo explican más o menos así: dado que Virgilio es figura de la razón y Beatriz de la fe, Virgilio está diciendo que para entender de verdad la cuestión no basta la razón, hace falta la fe. Sin embargo, según el criterio con el que estamos leyendo la Comedia, aunque sea cierto, esto es poco. Beatriz es para Dante no solo figura de la teología, sino que es una persona real, la experiencia de un amor verdadero. Y lo que Virgilio está diciendo es que, para comprender cabalmente —la cuestión de la oración de intercesión, pero en el fondo cualquier otra cosa— los razonamientos ayudan, pero no bastan; hace falta una experiencia amorosa para comprender hasta el fondo qué es la realidad. Es el amor —no la idea del amor, sino una experiencia amorosa de la que se participa— lo que «derramará la luz de la verdad sobre tu inteligencia», lo que permite entender de verdad. Y aquí se ve de manera especial: solo si experimentamos un amor verdadero, entendemos que este sirve mucho más que los castigos o los sermones para purificarnos, para cambiar a las personas.

      Dante confirma todo esto al retomar el tema de la relación entre la oración y el juicio de Dios en el canto XX del Paraíso, y ahí resolverá definitivamente el enigma.

      Después tiene lugar una escena deliciosa. Al oír el nombre de Beatriz, Dante se anima súbitamente y pide que vayan «más deprisa» (v. 49), quiere llegar a verla antes de la noche. En ese momento le toca a Virgilio calmarle: ten paciencia, subiremos lo que podamos, pero no te hagas ilusiones, hará falta más de un día de camino. La cual testimonia una vez más lo humano que es el recorrido de ambos…

      Aquí se abre la segunda parte del canto, que pasa a un tema totalmente diferente. Al menos a primera vista.

      La ocasión la proporciona el encuentro con el alma de Sordello. Era un autor famoso de la Italia del siglo XIII, célebre sobre todo por un poema que a Dante debía de gustarle mucho, dado que «despellejaba» a los políticos de la época, acusados de no saber actuar por el bien del pueblo. Virgilio le pregunta por el camino, pero este no responde y se limita a preguntar quiénes son y de dónde vienen. Pero en cuanto Virgilio nombra Mantua, este se lanza a abrazarle: «“¡Oh mantuano! Yo soy Sordello, de tu misma ciudad”. Y se abrazaron el uno al otro» (vv. 74-75).

      En este momento, Dante —Dante poeta, no Dante personaje; es el autor de la obra el que asume directamente la responsabilidad de lo que se va a decir—, impresionado por el contraste entre el afecto demostrado por los dos y las heridas de la Italia de aquella época, prorrumpe en un grandioso discurso polémico del que no se salva nadie: no se salva la Iglesia, que contribuye al desorden luchando contra la autoridad imperial (vv. 91-96); no se salva el Emperador, que no muestra interés por Italia y la abandona a las luchas entre facciones (vv. 91-17); no se salva Florencia, a la que trata con ironía despectiva (vv. 127-151).

      La implacable arenga comienza con un terceto que se ha hecho muy famoso (vv. 76-78):

      ¡Ah Italia esclava, albergue del dolor, nave sin piloto en fuerte tempestad, no señora de provincias, sino meretriz!

      Como es sabido, en el siglo XIX estos versos fueron venerados por el patriotismo del Risorgimento italiano, que hizo de ellos una bandera de la lucha por la unificación del país. Añado de paso que los buenos patriotas se olvidaban de que para Dante «patria» es la ciudad —Sordello abraza a Virgilio porque es mantuano, no italiano—, de que cuando invoca una fuerza superior que ponga fin a las protestas ciudadanas piensa en el Imperio cristiano universal, no desde luego en el Estado nacional masón. Pero este no es el tema que ahora me interesa. Me importa más pararme en dos tercetos que Dante sitúa en el centro del discurso (vv. 118-123):

      Y si me es lícito, ¡oh sumo Júpiter4, que fuiste crucificado por nosotros en la tierra!, preguntaré: ¿Están tus justos ojos vueltos a otra parte? ¿O es esto que nos preparas, en el abismo de tus planes, para algún bien que escapa de nuestra comprensión?

      Es la pregunta, dramática y eterna, que surge ante el mal que hacen los hombres: Dios, ¿dónde estás? ¿Te has olvidado de nosotros? Es el grito que resuena de un extremo a otro de la Biblia, tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo Testamento: «Despierta, Señor, ¿por qué duermes? Levántate, no nos rechaces más. ¿Por qué nos escondes tu rostro y olvidas nuestra desgracia y opresión?», reza el salmo (Sal 44,24-25); «¿Hasta cuándo, Dueño santo y veraz, vas a estar sin hacer justicia y sin vengar nuestra sangre de los habitantes de la tierra?», se hace eco el Apocalipsis (Ap 6, 10).

      Se trata de una cuestión que volvió a plantearse en términos más dramáticos que nunca en el siglo pasado, con la pregunta sobre el «silencio de Dios» durante el Holocausto que Benedicto XVI pronunció en Auschwitz: «En un lugar como este se queda uno sin palabras; en el fondo solo se puede guardar un silencio de estupor, un silencio que es un grito interior dirigido a Dios: ¿por qué, Señor, callaste? ¿Por qué toleraste todo esto?».5

      Creo que es necesario detenerse en la forma en que Dante plantea este interrogante.

      Me gustaría subrayar en primer lugar la familiaridad que tiene el pueblo de Dios con su Señor. Una familiaridad, una confianza que puede llegar hasta el punto de amonestarlo de manera tan directa, inmediata, casi de recriminarlo: ¿por qué no cumpliste con Tu deber? Una actitud que encontramos ya en el pueblo judío y que con Cristo se vuelve más transparente, una naturalidad que nace de la intervención directa de Dios en la historia y que el mundo pagano no podía imaginar ni de lejos. Es verdad que también los dioses del mundo antiguo intervenían en los asuntos humanos, pero solo para dirigirlos según lo que el hado había decidido.

      Y precisamente para subrayar la continuidad y a la vez la diferencia entre el mundo antiguo y el cristiano, Dante se refiere a Jesús con la expresión «Júpiter […] crucificado». Con esta identificación nos dice que Jesús es, en cierto sentido, el nuevo Júpiter, que ha ocupado el lugar del dios Júpiter de los antiguos; y al mismo tiempo se trata de un dios muy distinto. De hecho, la divinidad de los antiguos era lejana, indiferente a la suerte de los hombres, mientras que el Dios de Jesucristo se ha compadecido del dolor humano, ha cargado sobre sí los pecados y los sufrimientos de los hombres clavándolos en la cruz.

      Solo en Cristo se restablece la unidad entre lo humano y lo divino. Para superar la distancia entre el mal que cometemos y el bien que es Dios, Jesús tuvo que sufrir. Tuvo que ofrecer su dolor y «su vida en rescate por muchos» (Mt 20,28; Mc 10,45).

      Esta afirmación abre un recorrido diferente. Remite a la afirmación del sumo sacerdote Caifás («conviene que uno muera por el pueblo», Jn 11,50) que, a su vez, debía de recordarle a Dante las palabras que Virgilio pone en boca de Neptuno en la Eneida a propósito de Palinuro: «Unum pro multis dabitur caput»,6 uno solo dará su vida por la salvación de muchos. De este modo se cierra el círculo y empezamos a entender por qué las dos partes del canto —entre otras cosas, dos mitades exactas,


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