1984. George Orwell

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1984 - George Orwell


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slogans del Partido en grandes letras:

      LA GUERRA ES LA PAZ

      LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD

      LA IGNORANCIA ES LA FUERZA

      Daba la impresión de que el rostro del Gran Hermano persistía en la pantalla durante algunos segundos, como si el “impacto” que había producido en las retinas de los espectadores fuera demasiado intenso para borrarse inmediatamente. La mujercita del cabello color arena se lanzó hacia delante, agarrándose a la silla de la fila anterior y luego, con un trémulo murmullo que sonaba algo así como “¡Mi salvador!”, extendió los brazos hacia la pantalla. Después ocultó la cara entre sus manos. Sin duda, estaba rezando a su manera.

      Entonces, todo el grupo prorrumpió en un canto rítmico, lento y profundo: “¡Ge-Hache. Ge-Hache... Ge-Hache!”, dejando una gran pausa entre la G y la H. Era un canto monótono y salvaje en cuyo fondo parecían oírse pisadas de pies desnudos y el batir de los tam-tam. Este canturreo duró unos treinta segundos. Era un estribillo que surgía en todas las ocasiones de gran emoción colectiva. En parte, era una especie de himno a la sabiduría y majestad del Gran Hermano, pero, más aún, constituía un procedimiento de autohipnosis, un modo deliberado de ahogar la conciencia mediante un ruido rítmico.

      A Winston parecían enfriársele las entrañas. En los Dos Minutos de Odio, no podía evitar ser arrastrado por la oleada emotiva, pero este infrahumano canturreo “¡Ge-Hache... Ge-Hace... Ge-Hache!” siempre lo llenaba de horror. Desde luego, se unía al coro; esto era obligatorio. Controlar los verdaderos sentimientos y hacer lo mismo que hicieran los demás era una reacción natural. Pero durante un par de segundos, sus ojos podían haberlo delatado. Y fue precisamente en esos instantes cuando ocurrió aquello que a él le había parecido significativo... si es que había ocurrido.

      Momentáneamente, sorprendió la mirada de O’Brien. Éste se había levantado; se había quitado las gafas volviéndoselas a colocar con su delicado y característico gesto. Pero durante una fracción de segundo, sus ojos se encontraron con los de Winston y éste supo –sí, lo supo– que O’Brien pensaba lo mismo que él. Un inconfundible mensaje se había cruzado entre ellos. Era como si sus dos mentes se hubieran abierto y los pensamientos hubiesen volado de la una a la otra a través de los ojos. “Estoy contigo”, parecía estarle diciendo O’Brien. “Sé en qué estás pensando. Conozco tu asco, tu odio, tu disgusto. Pero no te preocupes... ¡estoy contigo!” Y luego la fugacísima comunicación se había interrumpido y la expresión de O’Brien volvió a ser tan inescrutable como la de todos los demás.

      Esto fue todo y ya no estaba seguro de si, efectivamente, eso había sucedido. Esos incidentes nunca tenían consecuencias para Winston. Lo único que hacían era mantener viva en él la creencia o la esperanza de que otros, además de él, eran enemigos del Partido. Quizá, después de todo, resultaran ciertos los rumores de extensas conspiraciones subterráneas; quizás realmente existiera la Hermandad. Era imposible, a pesar de los continuos arrestos y las constantes confesiones y ejecuciones, estar seguro de que la Hermandad no era sencillamente un mito. Algunos días Winston lo creía; otros, no. No había pruebas, sólo destellos que podían significar algo o no significar nada: retazos de conversaciones oídas al pasar, algunas palabras garrapateadas en las paredes de los lavabos, y, alguna vez, al encontrarse dos desconocidos, ciertos movimientos de las manos que podían parecer señales de reconocimiento. Pero todo ello eran suposiciones que podían resultar totalmente falsas.

      Winston había vuelto a su cubículo sin mirar otra vez a O’Brien. Apenas cruzó por su mente la idea de continuar este momentáneo contacto. Hubiera sido extremadamente peligroso incluso si él hubiera sabido cómo entablar esa relación. Durante uno o dos segundos, se había cruzado entre ellos una mirada equívoca, y eso era todo. Pero incluso así, se trataba de un acontecimiento memorable en el aislamiento casi hermético en que uno tenía que vivir.

      Winston se sacó de encima estos pensamientos y adoptó una posición más erguida en su silla. Se le escapó un eructo. La ginebra estaba haciendo su efecto.

      Sus ojos volvieron a fijarse en la página. Descubrió entonces que durante todo el tiempo en que había estado recordando, no había dejado de escribir como por una acción automática. Y ya no era la inhábil escritura retorcida de antes. Su pluma se había deslizado voluptuosamente sobre el suave papel, imprimiendo en claras y grandes mayúsculas lo siguiente:

      ABAJO EL GRAN HERMANO

      ABAJO EL GRAN HERMANO

      ABAJO EL GRAN HERMANO

      ABAJO EL GRAN HERMANO

      ABAJO EL GRAN HERMANO

      Una vez y otra, hasta llenar media página.

      No pudo evitar un escalofrío de pánico. Era absurdo, ya que escribir aquellas palabras no era más peligroso que el acto inicial de abrir un diario, pero, por un instante, estuvo tentado de romper las páginas ya escritas y abandonar su propósito.

      Sin embargo, no lo hizo, porque sabía que era inútil. El hecho de escribir ABAJO EL GRAN HERMANO o no escribirlo, era completamente igual. Seguir con el diario o renunciar a escribirlo, venía a ser lo mismo. La Policía del Pensamiento lo descubriría de todas maneras. Winston había cometido –seguiría habiendo cometido aunque no hubiera llegado a posar la pluma sobre el papel– el crimen esencial que contenía en sí todos los demás. El crimental, el crimen mental, como lo llamaban. El crimental no podía ocultarse durante mucho tiempo. En ocasiones, se podía llegar a tenerlo oculto años enteros, pero antes o después, uno era descubierto.

      Las detenciones ocurrían invariablemente por la noche. Se despertaba sobresaltado porque una mano le sacudía el hombro, una linterna le enfocaba los ojos y un círculo de sombríos rostros aparecía en torno al lecho. En la mayoría de los casos no había proceso alguno ni se daba cuenta oficialmente de la detención. La gente sencillamente desaparecía y siempre durante la noche. El nombre del individuo en cuestión desaparecía de los registros, se borraba de todas partes toda referencia a lo que hubiera hecho y su paso por la vida quedaba totalmente anulado como si jamás hubiera existido. Para esto se empleaba la palabra vaporizado.

      Winston sintió una especie de histeria al pensar en estas cosas. Empezó a escribir rápidamente y con muy mala letra: me matarán no me importa me matarán me dispararán en la nuca me da lo mismo abajo el gran hermano siempre lo matan a uno por la nuca no me importa abajo el gran hermano...

      Se echó hacia atrás en la silla, un poco avergonzado de sí mismo, y dejó la pluma sobre la mesa. De repente, se sobresaltó espantosamente. Habían llamado a la puerta.

      ¡Tan pronto! Siguió sentado inmóvil, como un ratón asustado, con la tonta esperanza de que quien fuese se marchara al ver que no le abrían. Pero no, la llamada se repitió. Lo peor que podía hacer Winston era tardar en abrir. El corazón le redoblaba como un tambor, pero es muy probable que sus facciones, a fuerza de la costumbre, resultaran inexpresivas. Se levantó y se acercó pesadamente a la puerta.

      II

      Al poner la mano en el pestillo Winston recordó que había dejado el Diario abierto sobre la mesa. En aquella página se podía leer desde lejos el ABAJO EL GRAN HERMANO repetido con letras enormes. Pero Winston sabía que incluso en su pánico no había querido estropear el cremoso papel cerrando el libro mientras la tinta no se hubiera secado.

      Contuvo la respiración y abrió la puerta. Instantáneamente, lo invadió una sensación de alivio. Una mujer insignificante, avejentada, con el cabello revuelto y la cara llena de arrugas, estaba a su lado.

      –¡Oh, camarada! –empezó a decir la mujer en una voz lúgubre y quejumbrosa–, te sentí llegar y he venido por si puedes echarle un ojo al desagüe del lavadero. Se nos ha atascado...

      Era la señora Parsons, esposa de un vecino del mismo piso (señora era una palabra desterrada por el Partido, ya que había que llamar a todos camaradas, pero con algunas mujeres se usaba todavía instintivamente). Era una mujer de unos treinta años que aparentaba


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