1984. George Orwell

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1984 - George Orwell


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atrás –¿cuánto tiempo hacía? ¿quizás siete años?– Winston había soñado que paseaba por una habitación oscura... Alguien sentado a su lado le había dicho al pasar: “Nos encontraremos en el lugar donde no hay oscuridad”. Se lo había dicho con toda calma, de una manera casual, más como una afirmación cualquiera que como una orden. Él había seguido andando. Y lo curioso era que al oírlas en el sueño, aquellas palabras no lo habían impresionado. Fue sólo más tarde y gradualmente cuando empezaron a tomar significado. Ahora no podía recordar si fue antes o después de tener el sueño cuando había visto a O’Brien por primera vez. Y tampoco podía recordar cuándo había identificado aquella voz como la de O’Brien. Pero, de todos modos, era indudablemente O’Brien quien le había hablado en la oscuridad.

      Nunca había podido sentirse absolutamente seguro –incluso después del fugaz encuentro de sus miradas esta mañana– de si O’Brien era un amigo o un enemigo. Ni tampoco importaba mucho esto. Lo cierto era que existía entre ellos un vínculo de comprensión más fuerte y más importante que el afecto o el partidismo. “Nos encontraremos en el lugar donde no hay oscuridad”, le había dicho. Winston no sabía lo que podían significar estas palabras, pero sí sabía que se convertirían en realidad.

      La voz de la telepantalla se interrumpió. Sonó un claro y hermoso toque de trompeta y la voz prosiguió en tono chirriante:

      “Atención. ¡Atención, por favor! En este momento nos llega un notirrelámpago del frente malabar. Nuestras fuerzas han logrado una gloriosa victoria en el sur de la India. Estoy autorizado para decir que la batalla a que me refiero puede aproximarnos bastante al final de la guerra. He aquí el texto del notirrelámpago ...”

      Malas noticias, pensó Winston. Ahora seguirá la descripción, con un repugnante realismo, del aniquilamiento de todo un ejército eurásico, con fantásticas cifras de muertos y prisioneros... para decirnos luego que, desde la semana próxima, reducirán la ración de chocolate a veinte gramos en vez de los treinta de ahora.

      Winston volvió a eructar. La ginebra perdía ya su fuerza y lo dejaba desanimado. La telepantalla –no se sabe si para celebrar la victoria o para quitar el mal sabor del chocolate perdido– lanzó los acordes de “Oceanía, todo para ti”. Se suponía que todo el que escuchara el himno, aunque estuviera solo, tenía que escucharlo de pie. Sin embargo, Winston se aprovechó de que la telepantalla no lo veía y siguió sentado.

      “Oceanía, todo para ti” terminó y empezó la música ligera. Winston se dirigió hacia la ventana, manteniéndose de espaldas a la pantalla El día era todavía frío y claro. Allá lejos estalló una bombacohete con un sonido sordo y prolongado. Ahora solían caer en Londres unas veinte o treinta bombas a la semana.

      Abajo, en la calle, el viento seguía agitando el cartel donde la palabra Ingsoc aparecía y desaparecía. Ingsoc. Los principios sagrados de Ingsoc. Neolengua, doblepensar, mutabilidad del pasado. A Winston le parecía estar recorriendo las selvas submarinas, perdido en un mundo monstruoso cuyo monstruo era él mismo. Estaba solo. El pasado había muerto, el futuro era inimaginable. ¿Qué certidumbre podía tener él de que ni un solo ser humano estaba de su parte? Y ¿cómo iba a saber si el dominio del Partido no duraría siempre? Como respuesta, los tres slogans sobre la blanca fachada del Ministerio de la Verdad, le recordaron que:

      LA GUERRA ES LA PAZ

      LA LIIBERTAD ES LA ESCLAVITUD

      LA IGNORANCIA ES LA FUERZA

      Sacó de su bolsillo una moneda de veinticinco centavos. También en ella, en letras pequeñas, pero muy claras, aparecían las mismas frases y, en el reverso de la moneda, la cabeza del Gran Hermano. Sus ojos lo perseguían a uno hasta desde las monedas. Sí, en las monedas, en los sellos de correo, en pancartas, en las envolturas de los paquetes de los cigarrillos, en las portadas de los libros, en todas partes. Siempre los ojos que contemplaban y la voz que envolvía. Despiertos o dormidos, trabajando o comiendo, en casa o en la calle, en el baño o en la cama, no había escape. Nada era del individuo a no ser unos cuantos centímetros cúbicos dentro de su cráneo.

      El sol había seguido su curso y las mil ventanas del Ministerio de la Verdad, en las que ya no reverberaba la luz, parecían los tétricos huecos de una fortaleza. Winston sintió angustia ante aquella masa piramidal. Era demasiado fuerte para ser asaltada. Ni siquiera un millar de bombacohetes podrían abatirla. Volvió a preguntarse para quién escribía el Diario. ¿Para el pasado, para el futuro, para una época imaginaria? Frente a él no veía la muerte, sino algo peor: el aniquilamiento absoluto. El Diario quedaría reducido a cenizas y a él lo vaporizarían. Sólo la Policía del Pensamiento leería lo que él hubiera escrito antes de hacer que esas líneas desaparecieran incluso de la memoria. ¿Cómo iba a apelar a la posteridad cuando ni una sola huella suya, ni siquiera una palabra garrapateada en un papel iba a sobrevivir físicamente?

      En la telepantalla sonaron las catorce. Winston tenía que marcharse dentro de diez minutos. Debía reanudar el trabajo a las catorce y treinta. Qué curioso: las campanadas de la hora lo reanimaron. Era como un fantasma solitario diciendo una verdad que nadie oiría nunca. De todos modos, mientras Winston pronunciara esa verdad, la continuidad no se rompería. La herencia humana no se continuaba porque uno se hiciera oír sino por el hecho de permanecer cuerdo. Volvió a la mesa, mojó en tinta su pluma y escribió:

      “Para el futuro o para el pasado, para la época en que se pueda pensar libremente, en que los hombres sean distintos unos de otros y no vivan solitarios... Para cuando la verdad exista y lo que se haya hecho no pueda ser deshecho:

      Desde esta época de uniformidad, de este tiempo de soledad, la Edad del Gran Hermano, la época del doblepensar... ¡muchas felicidades!”

      Winston comprendía que ya estaba muerto. Le parecía que sólo ahora, que empezaba a poder formular sus pensamientos, era cuando había dado el paso definitivo. Las consecuencias de cada acto van incluidas en el acto mismo. Escribió:

      “El crimental (el crimen de la mente) no implica la muerte; el crimental es la muerte misma”.

      Al reconocerse ya a sí mismo muerto, se le hizo imprescindible vivir lo más posible. Tenía manchados de tinta dos dedos de la mano derecha. Era exactamente uno de esos detalles que lo podían delatar a uno. Cualquier entrometido del Ministerio (probablemente, una mujer: alguna como la del cabello color de arena o la muchacha morena del Departamento de Novela) podía preguntarse por qué habría usado una pluma anticuada y qué habría escrito... y luego dar el soplo a dónde correspondiera. Fue al cuarto de baño y se frotó cuidadosamente la tinta con el oscuro y rasposo jabón que le limaba la piel como un papel de lija y resultaba por tanto muy eficaz para su propósito.

      Guardó el Diario en el cajón de la mesita. Era inútil pretender esconderlo; pero, por lo menos, podía saber si lo habían descubierto o no. Un cabello sujeto entre las páginas sería demasiado evidente. Por eso, con la yema de un dedo recogió una partícula de polvo de posible identificación y la depositó sobre una esquina de la tapa, de donde tendría que caerse si tomaban el libro.

      III

      Winston estaba soñando con su madre. Debía de tener unos diez u once años cuando ella murió. Era una mujer alta, estatuaria y más bien silenciosa, de movimientos pausados y magnífico cabello rubio. A su padre lo recordaba, más vagamente, como un hombre moreno y delgado, vestido siempre con impecables trajes oscuros (Winston recordaba, sobre todo, las suelas extremadamente finas de los zapatos de su padre) y usaba gafas. Seguramente, ambos debieron haber caído en una de las primeras grandes purgas de los años cincuenta.

      En aquel momento, en el sueño, su madre estaba sentada en un sitio profundo junto a él y con su niña en brazos. De esta hermana Winston sólo recordaba que era una chiquilla débil e insignificante, siempre callada y con ojos grandes que se fijaban en todo. Se encontraban las dos en algún sitio subterráneo por ejemplo, el fondo de un pozo o en una cueva muy honda, pero era un lugar que, estando ya muy por debajo de él, se iba hundiendo sin cesar. Sí, era la cámara de un barco que se hundía y la madre y la hermana lo miraban a él desde las tenebrosas aguas que invadían


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