El liberalismo herido. José María Lassalle

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El liberalismo herido - José María Lassalle


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ERA POPULISTA

      Entramos en una nueva era marcada por la incertidumbre absoluta. Por primera vez en muchos siglos, somos incapaces de encontrar un relato totalizador que interprete el mundo y nos explique cómo vivir nuestra experiencia de él. La humanidad se globaliza. Lo hace frenéticamente, con un ritmo acelerado que tensiona los ejes institucionales que marcan su gobernanza y provocan, como apunta Hartmut Rosa, una sensación generalizada de alienación y pérdida de contacto con la existencia individual y colectiva1. Hasta el punto de que se abre camino la sensación de que nos enfrentamos a una situación de colapso. Un momento crítico de catástrofe que nos emplaza a preguntarnos hacía dónde nos dirigimos. Un momento refundacional de la humanidad que nos pone delante el reto de la consumación del Antropoceno y sus dinámicas de movilización utilitaria del planeta y de sus recursos físicos y humanos impulsadas desde los inicios de la modernidad hasta nuestros días2.

      Esta percepción colectiva de alienación no es un proceso reciente. Nos acompaña desde principios del siglo XXI. Es cierto que el coronavirus se ha convertido en una calamidad que ha agudizado y acelerado el fenómeno, pero sobre los rieles psicológicos de una experiencia que ya se había instalado con firmeza en la sociedad occidental. La pandemia lo que ha hecho es intensificar los problemas que existían y los ha relacionado entre sí. Esto ha generado una interacción compleja entre ellos que los ha agudizado localmente y, al mismo tiempo, los ha proyectado fuera de su perímetro original al hacernos a todos partícipes de ellos. Desaparecidos los tabiques de la historia y la geografía, ya no hay compartimentos estancos a la hora de abordar su gestión, propiciando esta circunstancia que surjan nuevos problemas asociados a la interacción de los que ya existían antes. De hecho, los problemas de los demás se han convertido también en los nuestros, y viceversa. La globalización ha borrado las fronteras con la goma de la digitalización y el cambio climático, y los estados se ven incapaces de gestionar una eclosión de problemas transfronterizos para los que no tienen recursos institucionales. Básicamente porque la vieja soberanía nacional surgida en el siglo XIX se empequeñece ante la titánica sombra que proyectan sobre las cabezas de los gobiernos de nuestro tiempo las catástrofes del siglo XXI3.

      El mayor de los problemas que actúan sobre esta trama de complejidad global es que carecemos de una gobernanza común capaz de gestionarla. Se vio en 2001, cuando el terrorismo islamista comenzó a golpear de forma deslocalizada y sistemática las manifestaciones del capital simbólico de Occidente diseminadas por todo el planeta. Después, volvió a ponerse de manifiesto en 2008, cuando la crisis financiera estalló por una iliquidez sistémica surgida de un modelo de capitalismo especulativo basado en el endeudamiento global. Y vuelve a suceder ahora, cuando un virus surgido en la ciudad china de Wuhan se convierte casi en tiempo real en una pandemia que desestabiliza el planeta. Algo que ha sido posible porque el coronavirus se ha acoplado a las redes de transporte diseñadas por el capitalismo cognitivo del siglo XXI para favorecer la movilidad que requieren los intercambios profesionales y culturales que aquel provoca.

      A esta insuficiencia en la gobernanza, se añade la debilidad de una metodología moderna fundada en la razón y en el conocimiento que se desprende de ella. Un método que desfallece en la impotencia, como vuelve a demostrar la pandemia, a la hora de definir cuáles son las acciones normativas que hay que seguir para neutralizar los daños ocasionados por la propagación masiva de una enfermedad global. Esto es especialmente significativo respecto al cálculo de los consensos necesarios para operar más allá de situaciones de complejidad lineal como las que predominaban en el pasado. Ahora, los modelos fracasan ante una complejidad que no solo hace interactuar los problemas entre sí, sino que agrega otros nuevos con los que se hibrida. Fracaso que se agrava porque la racionalidad que buscaba el bien común ha sido sustituida por la eclosión de una pluralidad de sensibilidades y percepciones que, además, están en conflicto. Esto nubla y oscurece de antemano la racionalidad anticipatoria y previsora de los consensos. La política parte en estos momentos de la premisa posmoderna de que contribuir a la elaboración de una ley ya no es invertir en un capital público que compensará en el futuro la pérdida de nuestros intereses particulares más inmediatos. Ahora, la ley es un equilibrio transitorio e inestable asociado a una mayoría provisional que identifica como interés general una alianza de intereses particulares contrapuestos a otros. El bien común no existe porque no se puede prever ni establecer un consenso estable sobre cómo identificarlo.

      Este panorama ingobernable e irresoluble de complejidad sistémica que ha evidenciado definitivamente la pandemia confirma que la metodología de gestión diseñada por la modernidad liberal carece de respuestas para atajar los retos asociados a la globalización conforme a los presupuestos de análisis que se dio a sí misma en el siglo XVIII, cuando surgió. Retos que aumentan exponencialmente la revolución digital y el cambio climático, que básicamente son los vectores que resumen la interacción de problemas que provoca un mundo que está saliéndose de sus ejes normativos porque los criterios contractualistas pensados por individuos que desarrollaban responsablemente un cálculo racional de oportunidades han sido superados. Este marco de incertidumbre generalizada genera una infraestructura inquietante y movediza que socaba los cimientos de lo que podría denominarse el «mundo del ayer», que representaba la cosmovisión democrática del siglo XX. Esto hace que el contexto liminal en el que nos movemos exija de nosotros capacidad para entender hacia donde debemos reorientar nuestros pasos4.

      Algo que, como analizaremos a lo largo del libro, no puede abordarse a partir de los presupuestos metodológicos de un individualismo expansivo y activista, seguro de sí mismo debido a los patrones de una racionalidad que le permitía tomar decisiones que se ajustaban responsablemente a las necesidades de quien aspiraba a ser frente a ellos, a la manera kantiana, un adulto. Un individualismo que, además, sintonizaba con el programa de una modernidad pletórica y provista de una hoja de ruta volcada sobre la transformación del planeta conforme a los designios de la Ilustración. Tampoco sirven los Estados democráticos, tal y como los hemos entendido hasta ahora. Entre otras cosas porque la soberanía legal sobre la que asentaban su poder, el perímetro competencial de las acciones que podían desarrollar, ha visto mermada su eficacia ante el azote de los problemas globales que surgen fuera de aquel debido a la crisis climática, la automatización deslocalizada o las pandemias de ahora y las que surjan en el futuro.

      Las escenas con las que comenzó 2021 resumen plásticamente el momento de gravedad al que se enfrentan las democracias liberales. Nos han puesto delante los síntomas de la enfermedad política y social que padecemos. La ocupación del Capitolio de Estados Unidos por una multitud ciberdirigida desde las redes sociales nos alerta del peligro que nos acecha de una manera inmediata. Hay que recordar que los asaltantes lo hicieron convencidos de que eran héroes que luchaban por la democracia que otros les arrebataban fraudulentamente a través del recuento de votos. Además, la intentona golpista fracasó porque se bloquearon las cuentas en Twitter, Facebook, Instagram y YouTube de Donald Trump. No porque se hubiera dado una respuesta institucional que restableciera la legalidad cuestionada por la multitud. La democracia liberal se impuso porque las corporaciones tecnológicas decidieron por sí mismas que querían estar alineadas con lo que las urnas habían dado a entender oficialmente. De este modo, confirmaron en la práctica que son titulares de una soberanía digital que tutela de facto la soberanía popular al disponer de un poder aristocrático que condiciona todo lo que sucede en la infoesfera. Nos adentramos, por tanto, en una era hostil a la libertad y a los valores que acompañaron la construcción de la democracia. Al menos, de acuerdo con los patrones liberales que la han definido hasta ahora. Una era que anuncia que el eje de legitimidad de aquella se desplaza, quizá irreversiblemente. Tanto, que se insinúa una democracia distinta. Una democracia que sigue siéndolo en apariencia pero que resignifica sus presupuestos y modifica sus bases y fundamentos conceptuales mediante un giro autoritario que verticaliza la relación con el poder. Como señala Pierre Rosanvallon, la democracia evoluciona de nuevo porque nunca fue un universal predeterminado, estable e inamovible. La democracia nació movediza. Algo que se ha evidenciado con la historia. Ahora nos enfrentamos a una nueva mutación que hace que se decline probablemente como una democracia personalista, directa, polarizada e inmediata, por seguir citando al politólogo francés5.

      Entrado el siglo XXI la democracia


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