El liberalismo herido. José María Lassalle

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El liberalismo herido - José María Lassalle


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de 1848? Para Fukuyama este acontecimiento sellaba la dialéctica hegeliana de la historia. Después de tres siglos de paulatina expansión, la democracia liberal se había hecho universal. Había ido consolidándose a partir de sucesivas etapas de implantación que fueron forjando las instituciones democráticas de Occidente, así como generando familias y tendencias que, a pesar de sus diferencias, quedaban todas ellas alojadas bajo la misma arquitectura ideológica. Nada ni nadie le daba réplica ni podía ofrecerse como alternativa5.

      ¿Qué ha sucedido desde entonces para que el panorama haya cambiado tan radicalmente? La respuesta es inmediata: que se ha cruzado por delante el siglo XXI. Este ha adoptado el aspecto de un Vesubio histórico que ha vertido sobre la confiada democracia liberal toneladas de ceniza que han ido enterrándola. Aquí reside la explicación del fenómeno que analizamos. Sufrimos un siglo que ha bloqueado el progreso del liberalismo y su consolidación hegemónica porque ha hecho que este evidencie sus debilidades metodológicas de gestión en situaciones excepcionalmente complejas. De hecho, con apenas dos décadas de vida, el siglo XXI se ha transformado en un siglo que acumula un balance tan negativo para la libertad que está destruyendo los principios de acción y las creencias morales que la sustentaban.

      Entre otras cosas, porque el liberalismo humanitario en el que se basa la democracia liberal a nivel institucional y legal fue paulatinamente minado en sus fundamentos igualitarios tras el triunfo de la revolución conservadora de Margaret Thatcher y Ronald Reagan. Desde entonces el neoliberalismo hegemonizó las políticas económicas de Occidente y fue presionando el propósito del liberalismo de definir la sociedad como una comunidad ética basada en un equilibrio entre la libertad y la igualdad. Presión ideológica que fue intensificándose a medida que las políticas neoliberales lograron que la atomización individualista de las sociedades occidentales rompiera la idea de bien común y el egoísmo economicista se impusiera como dinamizador de la convivencia social.

      Esta bipolaridad liberalismo-neoliberalismo tensionó la democracia liberal y comprometió seriamente la coherencia de su relato. La principal causa al paulatino debilitamiento del primero, que fue perdiendo protagonismo en los relatos ideológicos de los partidos conservadores y socialdemócratas debido a la transformación del neoliberalismo en una especie de lengua franca de la economía global. Ayudó a ello que China y la mayoría de los países asiáticos asumieran sus dogmas, mientras despreciaban el humanitarismo liberal, pero, sobre todo, que el siglo XXI encadenara una crisis tras otra y que el desenlace de las mismas fuese ver cómo la confianza social en las virtudes del binomio humanitario que equilibraba libertad e igualdad perdía apoyos.

      La consecuencia de todo ello es que vivimos una época antiliberal. Desde 2001 hasta ahora el liberalismo ha perdido fuerza debido a esa sucesión de crisis de la que hablamos y que ha deshecho su crédito ante la sociedad. 2001, 2008 y 2020 son fechas fatídicas que borran la trayectoria ejemplar e ilusionante de un pensamiento tres veces centenario. Baste recordar que vino al mundo como un ariete del progreso que las clases medias europeas y norteamericanas emplearon contra el patriarcalismo absolutista del Antiguo Régimen. Así como el siglo XXI engancha tres crisis, el siglo que media entre 1689 y 1789 vivió tres revoluciones liberales que cambiaron la cultura política occidental. Primero fue la Revolución Gloriosa inglesa, que logró el triunfo de los whigs sobre los Estuardo y el establecimiento de una monarquía liberal. Después la guerra de la Independencia americana, que instauró una democracia liberal que derrotó al imperialismo británico e implantó una república igualitaria. Finalmente, la Revolución francesa, que democratizó el poder de arriba abajo y proclamó la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.

      Esta trayectoria aportó un repositorio revolucionario que cambió Occidente. Las revoluciones atlánticas engarzaron y engrosaron sucesivamente un relato fundacional del liberalismo durante un siglo que, luego, permitió añadir otros dos, que estuvieron repletos de logros para el conjunto de la humanidad. Es cierto que fue, también, un tiempo de vicisitudes y conflictos. Una época con contrastes abruptos de desigualdad e injusticia que fueron superándose hasta ofrecer un balance muy positivo al convertirse en el programa definitivo de la Modernidad, que la izquierda hizo suyo con la aparición de la socialdemocracia europea y el pensamiento progresista desde finales del siglo XIX. La revolución de 1848 fue un momento de conflicto entre el liberalismo y el socialismo, pero la evolución posterior de los acontecimientos políticos transformó la lucha en un diálogo que, finalmente, desembocó en una colaboración abierta. Especialmente en Inglaterra, donde el socialismo nunca adoptó tintes revolucionarios al asumir un discurso pragmático y reformista. La Sociedad Fabiana lo demuestra, pues en el cuerpo de su doctrina era más hondo el tono de las ideas de Stuart Mill que el de Marx. Algo que Harold Laski reconoce cuando señala en El liberalismo europeo que los fabianos fueron decisivos en la aparición del laborismo. Un fenómeno que también se produjo en el resto de Europa cuando, a partir de 1848, la riqueza inmensa que creó el capitalismo tras la Revolución Industrial se tradujo en «concesiones a las masas que, si no detuvieron el progreso del socialismo, al menos aplacaron su fervor revolucionario en la mayor parte de los Estados donde la democracia política había conseguido una base efectiva». Desde entonces, el desarrollo de un diálogo progresista alrededor de la asimilación de los planteamientos ilustrados hizo posible que el humanitarismo liberal se convirtiera en una herencia común para el liberalismo propiamente dicho y la socialdemocracia también. Esta circunstancia favoreció que el humanitarismo liberal impulsara un acervo común de derechos que se tradujo en los vectores sociales, políticos, económicos y culturales que materializaron colectivamente la Ilustración. A partir de entonces, la humanidad confió en un futuro de progreso que puso los cimientos de una estructura de convivencia basada en la libertad y la cooperación a partir del respeto de los derechos individuales.

      Lo sorprendente, como decíamos más arriba, es que la crisis de la arquitectura liberal de la democracia se produce tras alcanzar lo que parecía su hegemonía con la caída del Telón de Acero y la desaparición de la antigua Unión Soviética. Un fenómeno que ha ido acelerándose a medida que el calendario de nuestro siglo pasaba páginas. Un proceso vertiginoso que comenzó con el 11-S y que luego continuarían la crisis financiera de 2008 y la crisis sanitaria del coronavirus en 2020. De este modo, el atentado de las Torres Gemelas de Nueva York, como ya señalábamos, nos despojó de la seguridad y desató la tempestad neoconservadora mediante un decisionismo que activó las pasiones políticas de las que surgieron los populismos. La crisis financiera de 2008 nos arrebató la prosperidad y nos echó a los brazos de populismos que, como el Tea Party, canalizaron la decepción neoliberal hacia una furia antisistema de la que brotaron la derecha alternativa y Donald Trump. Y ahora, el coronavirus nos priva de la salud y pone las bases de una reconfiguración neofascista del neoliberalismo como un proyecto autoritario de vigilancia, control y desigualdad al servicio de la automatización empresarial del mundo y la consumación acelerada de la revolución digital como nueva estructura del mundo. ¿Estamos a tiempo de enmendar este balance y evitar que se produzca la muerte del liberalismo? ¿Es posible salvarlo? Es más, ¿podemos impedir que su criatura, la democracia liberal, vea comprometida su supervivencia?

      Desde hace quince años esta sufre un declive progresivo en su apoyo social. No solo porque se reduce el número de democracias liberales en el mundo, sino porque en los países donde subsiste ve mermada la confianza que el pueblo deposita en ella. Desde la crisis financiera de 2008, según el V-DEM Institute, los índices de confianza en las instituciones democráticas descienden constantemente, incluso en las democracias consolidadas. A este dato se añade otro, más inquietante aún, pues avanza el número de países que adoptan regímenes autoritarios. La nómina de los países que son auténticas democracias liberales se ha reducido en una década de 45 a 37. En la misma línea, Freedom House denuncia que 2020 ha sido otro año malo para la democracia liberal. Un vaticinio que se ha quedado corto después de que la pandemia del coronavirus desbordara cualquier labor de prospectiva en este campo. No en balde, como aventura Anne Applebaum, nos enfrentamos a un pesimismo colectivo que se convierte en casi mayoritario a la hora de valorar la viabilidad de la democracia y la libertad6.

      Estamos, por tanto, ante un retroceso de la confianza en la democracia que se relaciona directamente con el descrédito del liberalismo. Como señalaba hace unos meses International Idea en The Global State of Democracy, aunque


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