El liberalismo herido. José María Lassalle

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El liberalismo herido - José María Lassalle


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reforzó el protagonismo de Locke. El motivo estuvo en que los artífices del mismo reivindicaron su nombre. Además, invocaron sus ideas como propias. Fue en 1776, cuando las trece colonias norteamericanas redactaron la Declaración de Independencia. En ella se delimitó el programa liberal y su relato fundacional. Se describió como un proyecto de progreso y cambio para la humanidad. Lo hizo basándose en evidencias fundadas en la naturaleza. Veía en la modernidad filosófica el soporte de una democracia cívica legitimada por la mayoría de edad de sus protagonistas. Se plasmó en una serie de acciones políticas, sociales y económicas que surgieron de la Ilustración y donde la presencia de Spinoza se dejó sentir, casi clandestinamente, a través de las controversias intelectuales de autores como Bayle, Leibniz, Wolff, Vico, Diderot o Rousseau, todos ellos influidos por sus ideas.

      Pocos años después, la independencia americana volvió a Europa en un ida y vuelta trasatlántico que condujo a la Revolución francesa de 1789 y su famosa Declaración Universal de Derechos del Hombre y el Ciudadano. Otra vez la figura de Locke tuvo su reconocimiento a través de los fisiócratas franceses y pensadores como Montesquieu, Voltaire y Turgot, que lo vieron como su antecedente. Spinoza, sin embargo, quedó de nuevo silenciado, aunque en 1787 apareció la primera traducción alemana de su Tratado teológico-político y unos años después Goethe expresó la fascinación que le producían sus ideas.

      Desde entonces el liberalismo se convirtió en una ideología que combatía por el progreso de todos los seres humanos. Un programa ilustrado que derribó el Antiguo Régimen, el feudalismo y la tutela moral de las iglesias. Asumió sin reparos, siguiendo a Kant, que su propósito era liberar a la humanidad de la culpa y le otorgaba confianza para tomar las riendas de su destino. A partir de estas premisas surgió la institucionalidad del liberalismo como una estructura de libertad y derechos al servicio de una democracia igualitaria y solidaria. Un diseño político que fijó el marco de un relato colectivo emancipador que cambió la faz del mundo.

      Este se basó en una generosidad organizada al servicio de educar a los seres humanos en una libertad responsable, empática y tolerante. Un proyecto colectivo que favorecía una libertad solidaria y sin exclusiones, que hacía progresar la prosperidad de la mano de una arquitectura institucional que promovía la felicidad del mayor número y su seguridad jurídica frente a la arbitrariedad y el egoísmo del poder. En este proceso, autores como Montesquieu, Adam Smith o Jefferson tuvieron papeles asimismo decisivos. En todos ellos, la estirpe del muchas veces centenario pensamiento republicano fue también determinante. A través de ella se consolidó una reflexión que combatía el despotismo cercenador de los derechos individuales; propugnaba la separación de poderes y el establecimiento de mecanismos institucionales que limitaran legalmente el riesgo de corrupción innato al ser humano. Especialmente si entraba en contacto con el poder.

      Así, el liberalismo y la virtud fueron de la mano desde el principio, una relación esencial si queremos entender el fundamento moral del liberalismo. Lo explica Helena Rosenblatt cuando analiza cómo el siglo XX interrumpió la relación virtuosa que sonaba en la partitura fundacional del liberalismo. A ello contribuyó desgraciadamente el estruendo ideológico neoliberal. Sobre todo debido al énfasis subjetivista con el que priorizó su exacerbada defensa del egoísmo individual. No solo como soporte psicológico de la libertad personal, sino como resorte íntimo de la acción humana, tanto cuando se volcaba sobre el mercado como sobre los mecanismos de socialización de la identidad individual5.

      Y es que el liberalismo, según Rosenblatt, fue diseñado históricamente como una actitud generosa paulatinamente socializada. De hecho, nunca se declinó como una ideología egoísta ni esencialmente individualista, a pesar de lo que digan algunos. Este giro último fue asumido por el neoliberalismo a partir del enfoque que, como veremos en el quinto capítulo, impulsó la Escuela Austriaca a finales del siglo XIX siguiendo la estela de Bastiat. El liberalismo, por el contrario, nació a partir de una conducta virtuosa de liberalidad. Concretamente vino al mundo asociado al valor moral que se atribuía a la generosidad hacia los otros, mayor aún si estos eran débiles y vulnerables. Hablamos, por tanto, de una disposición que estaba en el espíritu libre que originariamente acompañó el cultivo formativo de la conducta de los patricios romanos y que, siglos después, la Reforma protestante cristianizó e introdujo en el discurso de la ley natural y del contrato social, tal y como se produjo en Locke.

      No nos detendremos en la importancia que este autor tuvo en el diseño virtuoso de las ideas liberales a través de su concepto de propiedad. Un diseño en el que la obligación republicana fue revisitada por una lectura iusnaturalista que la transformó en derecho individual, pero siempre dentro de una lógica de deber moral vinculada a la observancia estricta de la ley natural. El peso del calvinismo puritano fue determinante en la construcción de un liberalismo anglosajón que tuvo a Locke como protagonista principal, al poner en circulación un individualismo virtuoso que anteponía las obligaciones a los derechos, también cuando estos tenían un carácter económico. Incluso en el seno de las relaciones laborales entre empleador y empleado, Locke reclamaba que se desarrollaran dentro de un respeto riguroso a la dignidad, pues tan legítimo era el comportamiento de los que maximizaban su obligación de trabajar empleando a otros, como el de quienes cumplían con este deber haciéndolo por cuenta ajena.

      Retomando la reflexión de Rosenblatt, la conducta «liberal» que practicaban las élites bajo la República romana fue democratizada y extendida más allá del ámbito original de comportamientos que asumía la nobleza. Vinculada desde entonces al calvinismo que profesaban las clases medias —por cierto, mayoritario entre ellas en Inglaterra y Holanda—, transformó la liberalidad aristocrática de los antiguos en el liberalismo democrático de los modernos. Rosenblatt considera el dato más significativo del proceso, la aparición moderna de un contexto moral y educativo que favoreció que la liberalidad romana se dotara de atributos semánticos democráticos que complementaron y ampliaron el antiguo ideal de generosidad.

      Entrado el siglo XVIII la palabra «liberal» pasó a significar la conducta de alguien que respetaba al otro y empatizaba con él. Un espíritu tolerante, abierto y desprejuiciado que se comportaba racionalmente y que rechazaba tanto el fanatismo dogmático y enfervorizado de la ortodoxia, como la superioridad material de quien no reconoce al otro como un igual en términos morales. Una actitud que adquirió densidad política e intelectual gracias a las revoluciones atlánticas y a que la Ilustración la insertó dentro de un relato que vinculó la liberalidad de espíritu con el programa liberal. De este modo, los ciudadanos podían perseguir sus propios intereses dentro de una disposición generosa y empática que se ajustaba al marco de igualdad de oportunidades, libertad y justicia que hizo suyo la Modernidad. Este proceso fue progresivo y sostenido en el tiempo. Un proceso siempre fiel a un hilo argumental virtuoso y basado en el deber. Estaba ya en los Dos tratados sobre el gobierno civil de Locke, donde se afirmaba: «Ningún hombre pudo tener un poder justo sobre otro, por derecho de propiedad o posesiones». Apostillando a modo de reproche moral que: «siempre será pecado si un hombre de posición deja perecer en la necesidad a su hermano por no darle algo de lo mucho que tiene»6.

      Esta idea virtuosa de deber y generosidad hacia los demás fue retomada intensamente por la Ilustración escocesa. En ella, la educación de la conciencia individual fue el soporte narrativo de un proyecto que, como explica Adam Smith en esa educación sentimental del liberalismo que escribió antes de reflexionar sobre la riqueza de las naciones, debía fundamentar moralmente la política y la convivencia colectiva. Así, dejó dicho una década antes de la Revolución francesa que la preocupación por la felicidad de cada uno recomendaba practicar la virtud de la prudencia, la preocupación por los demás, así como las virtudes de justicia y beneficencia. Un proyecto benevolente al servicio de la dignidad personal que debía ser socializado dentro de una dinámica de cooperación que tenían que promover los gobiernos.

      De la acumulación de ideas que liberaron esas revoluciones surgieron las que, para Edmund Fawcett, son las directrices básicas del liberalismo y que, en mi opinión, delimitan lo esencial de sus fundamentos. Hablamos de cuatro principios que definieron la práctica política que se desarrolló a partir de la derrota definitiva de Napoleón y que siguen en pie a pesar del tiempo transcurrido.

      El primero es la relación estrecha del liberalismo con la diversidad. La razón está


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