El liberalismo herido. José María Lassalle

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El liberalismo herido - José María Lassalle


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analizaremos en el siguiente capítulo. Baste apuntar ahora la que, en mi opinión, es más relevante: que el liberalismo se ha visto superado por dinámicas globales para las que no tenía respuesta. Una tesis, por cierto, que Vladímir Putin resumió con arrogancia autoritaria al justificar su popularidad diciendo que el liberalismo estaba obsoleto.

      ¿Es cierta esta acusación? La respuesta la abordaremos a lo largo de este libro, pero avanzo ahora una idea que está en la base del mismo y que gira en torno al hecho de que el liberalismo nació como un programa de acción política asociado a las expectativas de cambio y progreso de una Modernidad incipiente que luchaba contra las estrategias de poder del Antiguo Régimen. El error liberal fue pensar que ese programa sería definitivo tras la conquista del poder político y que el establecimiento de una alianza con las clases medias lo reforzaría a medida que estas aumentaran en número e influencia social. Al hacerlo olvidó que estaba ofreciendo las medidas que necesitaba una Modernidad en construcción y que se veía a sí misma como la salida de una minoría de edad a través de los ideales de ciudadanía y progreso fundados en la razón. Repito, medidas que fueron concebidas para conquistar el poder y sintonizarlo como una respuesta a los conflictos de una época que demandaba políticas para mejorar la vida de la humanidad.

      El problema vino después, cuando la Modernidad se materializó y desató dialécticas que, como vio la Escuela de Fráncfort, podían provocar conflictos para los que el liberalismo ha tenido dificultades crecientes a la hora de encontrar respuestas adecuadas. Una problemática que fue en aumento ya que el marco posmoderno de gestión de los conflictos que desatan las catástrofes globales coloca a la democracia liberal en un escenario de impotencia. Esto se debe básicamente a que no está concebida para encadenar una sucesión de excepciones a la normalidad, ni encajar en su perímetro nacional todos los problemas que sacuden el planeta. Excepciones todas que le obligan a elegir agónicamente bajo urgencias que colisionan con la búsqueda de consensos de racionalidad dialógica que definen el marco ideal de su toma de decisiones. Aquí reside, en mi opinión, el origen de la debilidad actual. En haber diseñado un corpus normativo que se veía a sí mismo como la solución definitiva a la tensión libertad-miedo. Un corpus que ha dejado de ser prescriptivo bajo un horizonte de posmodernidad tecnológica y de catástrofes frente a las que la razón está colapsando. Entre otras cosas porque la realidad ha desaparecido sustituida por otra virtual que carece de base cognitiva y que se ha convertido en un modus vivendi que consume mentiras, conspiraciones y desinformación.

      Llegados a 2021, sabemos que el programa liberal es insuficiente. No para construir la Modernidad, sino para afrontar las crisis que ha experimentado después de consumarse. Aquí radica el principal problema del liberalismo: que está desactualizado porque ha caducado en su formato moderno. Se ha quedado sin conexión con el presente. Surgió como relato de una Modernidad que sabía adónde quería ir y dentro de las coordenadas de un mundo que creía conocer a la perfección, pero el siglo XXI ha roto sus esquemas. Por eso, está herido y agudizada su vulnerabilidad: porque la hoja de ruta que trazó con las revoluciones atlánticas ha llegado a su fin. Se ha quedado corta para el camino que tenemos que seguir en adelante. Entre otras cosas porque la libertad pensada por la Ilustración ya no sirve si queremos emanciparnos de un mundo que ha relativizado la verdad y nos acostumbra a vivir dentro de un orden de vigilancia y control algorítmico deseado cada vez por más gente.

      La libertad se debilita por fuera y por dentro. Por fuera, porque su margen de acción se reduce. Por dentro, porque son cada vez más los que desconfían de ella. Un doble fenómeno que favorece el desmoronamiento del pensamiento liberal y la urgencia de abordar una transformación radical de sus ideas. Para afrontar este empeño hay que realizar antes una labor de cartografía que recupere arqueológicamente lo mejor de él a lo largo de los siglos de vida que han acompañado su fructífero deambular por la historia de las ideas. Pero una labor que permita también identificar dónde están los problemas que han dañado el crédito de la libertad; cómo se han patentizado; en qué situaciones, y quiénes han sido sus promotores y protagonistas.

      3

      ESCOMBROS LIBERALES

      El liberalismo llegó al mundo como el programa político de una Modernidad que pretendía salvaguardar la libertad y combatir el miedo sobre el que fundaba su poder el Antiguo Régimen. Este programa se orientaba hacia la acción y buscaba el progreso de la humanidad. Lo hacía con el fin de arrebatar el poder a los monarcas absolutos y las iglesias que los respaldaban. Su energía de cambio fue tan intensa y estuvo tan bien diseñada y articulada teóricamente, que logró derrotar a su enemigo y universalizar la democracia liberal, así como garantizar con el tiempo la estructura de derechos de una sociedad abierta.

      Sin embargo, las cosas han cambiado. El enemigo ha vuelto reforzado y la democracia liberal sobrevive a duras penas y ha dejado de ser universal. La causa reside en que el miedo ha reescrito una narrativa poderosa que consigue que los principios del absolutismo, aunque formulados de forma posmoderna, ganen acólitos. Es cierto que no visten los ropajes del siglo XVII, pero siguen persiguiendo lo mismo: favorecer la implantación, en palabras de Martha C. Nussbaum, de una monarquía del miedo. Una nueva forma de poder verticalizado que devuelva frescura a las tesis de Hobbes para dar respuesta a los problemas que ocasiona la posmodernidad a quienes se sienten amenazados por las catástrofes de nuestro siglo, y que básicamente tienen que ver con la globalización y la automatización1.

      La diferencia entre entonces y ahora es que el liberalismo, como señalaba en el capítulo anterior, se ha desactualizado y ofrece una escasa capacidad de resistencia frente a un enemigo que ha vuelto vigorizado y lleno de razones. Entre otras cosas, porque las ideas liberales han perdido la pujanza combativa y la capacidad de seducción que llevaron a movilizar a todos aquellos que no querían ser vencidos por el miedo y el autoritarismo hace tres siglos. ¿Qué ha sucedido para que haya perdido actualidad? La respuesta no es fácil. Nos enfrentamos a una concurrencia de factores que analizaremos más adelante. Básicamente, se relacionan con la impotencia de las ideas liberales a la hora de solucionar los problemas que libera la complejidad del siglo XXI. Esto se hizo evidente durante la crisis de 2008. Las políticas que se pusieron en marcha para hacerle frente lograron reactivar la economía y sanear la vitalidad financiera de la banca internacional, pero no redujeron las desigualdades que ya existían, ni tampoco su intensidad. Por si fuera poco, crearon otras desigualdades y debilitaron la capacidad adquisitiva de las clases medias, haciendo que estas se deslizaran hacia una percepción generalizada de vulnerabilidad que coincidió, además, con el aumento de la riqueza en unas pocas manos.

      En este sentido, la gestión de la crisis de 2008 ha sido determinante en el descrédito reputacional que ha minado la capacidad de interlocución del liberalismo con los más perjudicados por la crisis. La clave está en que el desenlace de la misma salvó la estabilidad básica de la prosperidad, pero no trabajó por adaptarla a las nuevas exigencias de redistribución surgidas con la introducción paulatina de una economía de plataformas y datos. Tampoco aprovechó la recuperación económica para restablecer los compromisos éticos de solidaridad que el neoliberalismo rompió durante sus años de hegemonía económica. Ni se preocupó por coserlos ni impidió que aumentara la invisibilidad de la mayoría de las clases populares, incluyendo las migrantes. En esta ceguera ética que mostró el liberalismo humanitario hacia lo que era una seña de identidad muy profunda frente a su competidor neoliberal, es lo que más pesa a la hora de restablecer su imagen y devolverle el papel de defensor de los derechos digitales, ecológicos, culturales y sociales que debería liderar para volver a visibilizarse como referente frente a los críticos de los consensos que necesita la humanidad si quiere gestionar con éxito los retos de la globalización.

      A este daño de imagen, hay que añadir la incapacidad del liberalismo por dar una respuesta adecuada a la constante agresión ideológica sufrida de manos de su competidor neoliberal. Este, no solo ha puesto a la defensiva a los liberales, sino que ha ocultado su perfil propio y los ha marginado al papel de una fuerza secundaria. Combatido con saña cainita por el neoliberalismo, el liberalismo ha sido acusado de tibieza y de estar más preocupado por desempeñar un papel conciliador con la izquierda que de defender la libertad y el individualismo


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