El liberalismo herido. José María Lassalle

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El liberalismo herido - José María Lassalle


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distinta a través de la cual limite el populismo y abra espacios de disidencia organizados frente a la normalidad que quiere imponer si venciera definitivamente.

      Herido por un siglo que lo ha combatido sin tregua desde su comienzo, el liberalismo debe ser capaz de encontrar su sentido dentro de la coyuntura de aparente inevitabilidad populista a la que estamos abocados. Pierre Rosanvallon ha definido recientemente al siglo XXI como el siglo del populismo y, por desgracia, va camino de serlo. Pero el liberalismo, aunque herido, no está muerto. Si asume esta realidad puede reencontrarse a sí mismo. Es más, podría abordar una reformulación que lo visibilice con un cometido que le permita ganar nuevas batallas al servicio de la libertad. Probablemente, su capacidad totalizadora para recubrir con el manto de su legitimidad a la democracia ya es inviable en el formato que diseñó la Ilustración. Entre otras cosas, porque su programa político caducó con la llegada de la posmodernidad. Sin embargo, la constatación de estos hechos no significa que el liberalismo haya dejado de ser necesario. El aprendizaje que tiene ante sí es comprender que debe modificar su rol y ser más selectivo en el enfoque de sus capacidades. Se trataría de sintonizar, dentro del marco de la democracia que pensó Spinoza, las políticas de amistad de Jacques Derrida con la teoría de los buenos sentimientos que Adam Smith describió para dar sentido y coherencia a la riqueza de las naciones.

      Hablamos, por tanto, de una hibridación virtuosa del liberalismo que lo hiciera amistoso y hospitalario mediante una reivindicación actualizada de una educación cívica basada en la cultura y el humanismo como soportes de nuevos consensos. Porque de lo que se trata es de encontrar una nueva trayectoria por la que transite la libertad después de las catástrofes de un siglo que ha debilitado la esperanza. Una trayectoria que recupere nuestra fe en la cooperación y el consenso con los otros. Que reconstruya el valor del humanismo en medio de un mundo robotizado que margina a la persona y, lo que es peor, que la somete a dinámicas de instrumentación que la objetivan y relativizan. Necesitamos un liberalismo empático que vuelva a incentivar nuestra capacidad crítica de emancipación dentro del ecosistema digital en el que nos movemos. Un liberalismo crítico que dé al individuo habilidades emancipatorias para no disolverse en las multitudes que propicia el populismo para imponerse. Un pensamiento que reivindique el valor de la amistad frente al odio que despliegan los populistas para dislocar la democracia y ver lo que es capaz de dar de sí ésta antes de provocar su ruptura y justificar la implantación de una dictadura. Eso significa que tiene por delante el cometido de impedir que la era populista sea irreversible y definitiva. Supone que debe preservar la naturaleza mutable de la democracia y pugnar para que la resignificación que tiene ante sí se lleve a cabo bajo parámetros que protejan la dignidad de la persona.

      El liberalismo debe comprender cuál ha de ser su propósito en el siglo XXI, y este ha de centrarse en salvaguardar la capacidad de elección del ser humano manteniendo su disponibilidad emancipadora y crítica y su apertura a la amistad. Desde este propósito ha de ejercer una función de disidencia humanitaria. Primero, para impedir que la democracia populista acabe transformada en un Ciberleviatán frío e inhumano; y, segundo, para fundamentar un humanismo tecnológico que pueda desarrollar una alternativa a aquél mediante una ciberdemocracia que sea capaz de conciliar sin dificultades el desarrollo de la tecnología y el ejercicio de la ciudadanía.

      Pensar la vialidad de este propósito, así como su eficacia de resistencia y acción, son los fines que animan la redacción de este ensayo. Espero que la revolución silenciosa que vivimos y que desplaza el soporte de legitimación de la democracia hacia el populismo no debilite nuestra confianza en ver este cambio como transitorio. La victoria de Joe Biden en las elecciones norteamericanas reabre una oportunidad de esperanza para el liberalismo. Lo mismo que la capacidad que ha demostrado la democracia estadounidense para conseguir que se movilizara en las urnas una mayoría suficiente que impidiera a Trump perpetuarse en el poder.

      Una y otra son oportunidades que pueden hacer que los liberales reconecten con la realidad posmoderna que tienen que gestionar, aunque desde claves que, como trataremos de demostrar, tienen que actualizarse si pretenden tener éxito en su propósito. Esta circunstancia y el hecho de que Europa resista los pulsos del Brexit y de países como Hungría y Polonia tensionan la viabilidad de su proyecto liberal, aunque evidencian que hay margen para impedir la supuesta inevitabilidad de la democradura.

      2

      EL SIGLO ANTILIBERAL

      Afrontamos una época dominada por el populismo. Un tiempo que proyecta desconfianza y recelo hacia el humanismo liberal y sus valores: la libertad, la igualdad, la tolerancia, el pluralismo y la confianza en el progreso. Estos sentimientos incluso se ven agravados al adquirir tintes de hostilidad hacia quienes pretenden convencer a la sociedad de que las ideas liberales son todavía válidas y, quizá, más necesarias que nunca.

      La causa de ello hay que buscarla en la historia inmediata. El siglo XXI está derrumbando la arquitectura institucional de la democracia liberal. Lo hace con golpes que, bajo la forma de crisis sucesivas, impactan brutalmente sobre su fachada varias veces centenaria. De hecho, son cada vez más los que ven en la pandemia de la covid-19 el golpe definitivo. Los portavoces del antiliberalismo que se propaga por las redes con voracidad viral explican que la crisis sanitaria que seguimos padeciendo demuestra cómo el tribunal de la historia ha dictado sentencia condenatoria sobre el liberalismo y su ineficiente capacidad para gestionar los momentos de excepción. Con independencia de si es recurrible o no, lo cierto es que hablamos de un fenómeno que está destruyendo su crédito y su respetabilidad. Es tan intenso, que las raíces morales del liberalismo parecen fatalmente dañadas mientras progresa su antípoda populista. El problema radica en que asistimos a un fenómeno que afecta directamente a la democracia liberal. No hay que olvidar que sus instituciones se han asentado hasta ahora sobre presupuestos liberales. Estos, además, han trascendido las fronteras históricas que marcaban la división derecha e izquierda, convirtiéndose en un acervo común que ha permitido los consensos entre el conservadurismo y la socialdemocracia en la mayoría de los países occidentales.

      Comprometida la supervivencia de esos principios, es inevitable que se vea también amenazada la continuidad de la democracia y su sistema de libertades, al menos, tal y como la hemos entendido hasta el momento. Esta circunstancia agrava las dudas sobre la viabilidad de las sociedades abiertas, sometidas desde hace años a un estrés populista que debilita la resistencia de sus materiales de legitimidad. A ello contribuye la emergencia de un vector autoritario que ha favorecido la pandemia, aunque ya estaba fuertemente arraigado en las sociedades democráticas desde la crisis de seguridad del 11-S y el desarrollo del movimiento neoconservador surgido como respuesta política a esta última. Hablamos de un vector populista y multitudinario que defiende una nueva forma de democracia que se propaga con habilidad infecciosa como una especie de virus antipolítico. Hasta el punto de que no esconde su desafío ni el cuestionamiento de los fundamentos morales de la democracia liberal. Esgrime para ello el conflicto y alega estar dando una guerra cultural contra los consensos normalizados por el liberalismo después del New Deal y la Segunda Guerra Mundial. Su origen es confuso. Nace de aportaciones diversas, aunque el vector primordial en estos momentos proviene de un neoliberalismo que ha experimentado numerosas mutaciones a lo largo de su vida. De hecho, cada una de las crisis que han debilitado al liberalismo durante el siglo XXI han ido de la mano de una mutación específica de su enemigo neoliberal. Este, tras el 11-S, se hizo neoconservador al incorporar el decisionismo, las dinámicas de excepcionalidad y una narrativa sentimental que abrió un proceso de paulatina marginación de la racionalidad política. La adopción de presupuestos extremistas explica por qué, tras la crisis de 2008, se aceleró su transformación de la mano del Tea Party.

      Este movimiento inauguró una estrategia de acoso y derribo hacia el liberalismo progresista que encarnaba la figura de Obama y sus políticas. Abrió la caja de los truenos de una furia antisistema y movilizó una estrategia populista e insurreccional que cuestionaba la legitimidad democrática de la presidencia de Obama a partir del hábil manejo de la propaganda televisiva y las incipientes redes sociales. El éxito del fenómeno fue tan rotundo que hizo posible la victoria de Donald Trump sobre Hillary Clinton al desarrollar un ciberpopulismo del que surgió la derecha alternativa o Alt-Right1.


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